jueves, 31 de mayo de 2018

La mancha humana. A propósito de Alfonso Guerra

The Human Stain (La Mancha Humana) es el título de la última de las obras de la trilogía americana de Philip Roth, en la que retrataba ácida y cruelmente la sociedad norteamericana contemporánea. El argumento gira entorno a un decano de una universidad que es objeto de un ataque injusto por parte de unos alumnos absentistas (tanto que no han ido jamás a clase) y especialmente idiotas que le denuncian por un supuesto comentario racista que no era tal, pero que sacado de contexto, acaba con su carrera universitaria y conduce a la muerte a su mujer, primero, y a él mismo, más adelante, sin que nadie salga en su apoyo. Una de las obras maestras de Roth (en realidad, casi toda su producción puede calificarse así), y que contiene algunas perlas literarias como ésta: “La verdad no se revela de golpe. Aunque el mundo está lleno de gente que va por ahí creyendo saberlo todo de ti o de tu vecino, en realidad lo que no se sabe carece de fondo. La verdad acerca de nosotros es interminable. Como lo son las mentiras”

Esta gente que cree saberlo todo de ti sin tener apenas indicios de la realidad, pero que se cree a pies juntillas el mensaje predominante acerca de tal o cual persona, y que -cosa que muchos ya veíamos venir- se ha enseñoreado de la cultura política europea, y muy especialmente de la española, actualmente magnificada por los voceros del españolismo cañí. Y para mayor vergüenza ajena, hay que incluir en ese grupo a algunos representantes de lo que creíamos que era la izquierda progresista, y que a la postre no han sido más que figurantes en el cambiazo neoliberal de los valores socialistas, que ahora encarnan personajes de la calaña de Alfonso Guerra o Pedro Sánchez, cada uno en su estilo. El primero en su pose doctoral, tan contundente como falsaria, y tan falsaria como rencorosa. El segundo, en su habitual estulticia política, que le conduce de suicidio en suicidio, solamente arropado por esa pinta y modales de presentador guaperas de telediario, pero con un contenido absolutamente insustancial y carente de todo mérito intelectual.

A lo que íbamos, Roth se vale del caso Lewinsky para encuadrar históricamente la moral persecutoria y la apología de lo políticamente correcto que invade el país norteamericano –esa corrección que cuando menos suele ser éticamente reprobable, si no es que consiste directamente en una inmoralidad indecente- que lleva sistemáticamente a sus víctimas a un calvario ilustrativo de esa plaga que Roth califica sin ambages de “éxtasis de la mojigatería”, al cual nos tiene acostumbrados de siempre nuestra rancia derechona, con independencia de las siglas que la contengan, y que más recientemente (pero no tanto, no se vayan ustedes a creer, que la cosa viene de lejos), se ha extendido a buena parte de la autodenominada izquierda hispana, un título más falso que los que otorga con tanta facilidad la Universidad Rey Juan Carlos a alumnos distinguidos.  

Extraigo otro fragmento memorable de la novela: “(Cuando Lewinsky y Clinton) se comportaron en el Despacho Oval como dos adolescentes en un aparcamiento (...) hicieron que reviviera la pasión general más antigua de Estados Unidos, e históricamente tal vez su placer más traicionero y subversivo: el éxtasis de la mojigatería. En el Congreso, en la prensa y en las cadenas de televisión, los pelmazos virtuosos que actúan para impresionar al público, locos por culpabilizar, deplorar y castigar, estaban en todas partes moralizando (...) con un frenesí calculado..."

A quien el párrafo anterior no le recuerde al linchamiento del movimiento independentista en general, y al de nuestro presidente de la Generalitat, Quim Torra, en particular, debo recomendarle que se gradúe tanto la vista como el oído, y procure pasar por un reciclaje intelectual y político acelerado, porque resulta obvio que le han sometido a un intenso lavado de cerebro, con centrifugado incluido. Que sin duda le habrá dejado las ideas muy limpias, muy claras y muy democráticamente suavizadas, pero lamentablemente teñidas de ese triste tono gris uniformizador del pensamiento único imperante en el que la disidencia es motivo de anatema y excomunión.

Los “pelmazos virtuosos” de los que habla Roth ya hace tiempo que invaden nuestras medios de comunicación y forman parte de esa categoría de personas repugnantes que practican un fundamentalismo extremo bajo cierta apariencia democrática que, si el maestro Jean François Revel reviviera, le llevaría de nuevo a la tumba tras un agudísimo shock, al constatar como España es cada vez más América, pero no en el sentido que el habría deseado (el de adoptar los valores positivos de la sociedad estadounidense, que siempre defendió cuando la izquierda española era antiyanki por definición), sino en el totalmente contrario. Esa España que ha asimilado el marco político más alucinantemente simplón y reduccionista, acompañado de una moralina igualmente rancia e incompatible con la que debería ser una sociedad avanzada. Claro que así hemos llegado hasta Trump, al que mucho criticamos, pero al que pronto veremos reproducido en la arena política española como un perfecto clon del original. Y si no, al tiempo, porque los estrategas del márketing político ya han demostrado hasta dónde se puede llegar para obtener y retener el poder a toda costa.

Y así resulta que Alfonso Guerra afirma con rotundidad que Quim Torra es un nazi, con lo que de paso, afirma con la misma contundencia que todos los catalanes independentistas que apoyan al nuevo presidente de la Generalitat lo son también por contagio. Puedo afirmar sin ningún género de dudas que lo que en los demás políticos es mera incultura y desconocimiento, en el señor Guerra es algo perfectamente calculado. Y no porque conociera anteriormente al  President –que seguro que no, pues era un total desconocido fuera del entorno de Ómnium Cultural, cuya presidencia ejerció interinamente durante la corta transitoriedad que  hubo tras el fallecimiento de Muriel Casals- sino porque  Guerra es un hombre con un notable afán de conocimiento, y de quien dudo que se sumerja en ningún asunto sin haberse documentado a fondo.

Y precisamente por ese talante propio de Alfonso Guerra, sus palabras son mucho más indignantes que cuando las pronuncia ese busto parlante llamado Pedro Sánchez, quien seguro que no lee nada, y si acaso lo que lee son los resúmenes que le prepara su equipo asesor, sin filtrarlos ni cuestionarlos. Pero entre ambos hacen bueno el comentario de Roth sobre la sociedad norteamericana y esa necesidad de culpabilizar  en todo momento a cualquier adversario que se sale de lo políticamente correcto. Y si hace falta, se le acosa hasta destruirle, y si no es suficiente con los ataques personales, se recurre a la familia, como ha sido el caso de Quim Torra.

Y la realidad es que es posiblemente cierto que Torra sea  un independentista radical, como lo somos muchos que, como me decía ayer una buena amiga, lo que sentimos desde hace tiempo es vergüenza de ser españoles, y a quienes no nos queda más remedio que la radicalización de la defensa de nuestra identidad frente a una que nos quieren imponer, como si existiera un estándar que certificara lo correcto. Un estándar no consensuado, sino impuesto por las gónadas del españolismo más apisonador, fuera del cual se es reo de casi cualquier delito de lesa patria.

Pero que sea un radical no le descalifica ni como persona ni como político. Lo que sucede es que la radicalidad está siendo desterrada de la sociedad como un sacrificio en el altar de lo políticamente correcto, es decir, de lo insulso, de lo no beligerante, de todo aquello que conduce a la apatía y al consentimiento de cualquier atrocidad, como el hecho de que España siga aún gobernada por un partido político absolutamente corrupto, y que sus más que posibles sucesores sean una partida de filibusteros de derechas incorruptos pero de una catadura intransigente y diríase que “salafista”, si el término se pudiera aplicar a una formación como C’s, dispuestos a arrasar con cualquier diferencia que vaya más allá de lo puramente intrascendente. “Sólo veo españoles”, dijo hace poco Rivera, lo cual puso los pelos de punta a mucha gente por lo demás en uso de sus facultades mentales, porque indica una voluntad claramente uniformizadora y una vocación ultraderechista indisimulada (no sé si accidentalmente) por parte del nuevo mesías español. Un mesías de un país extasiado por la mojigatería política como nunca lo había estado antes.

Y es que la radicalidad, que está actualmente proscrita por ser mala para los intereses de muchos de quienes están en la cúspide de la pirámide social española, siempre ha sido la esencia de los genuinamente valientes. El auténtico cristianismo es radical, no contemporizador con las élites dirigentes (¿o acaso Jesucristo no era radical?). El pacifismo genuino es radical, dispuesto incluso a afrontar la cárcel y el exilio, como bien saboreó Gandhi en su época. Y el político auténtico ha de ser radical, al menos en su constructo intelectual, porque de lo contrario está vendido de entrada al trapicheo y al cambalache bajo la peregrina justificación de que todo es negociable (hasta la dignidad personal y el respeto de la historia).

De modo que, en definitiva, el señor Torra es un radical, sí, pero no es racista, ni xenófobo, ni “supremacista”, ni del Ku Klux Klan, caramba. Y si se lee con detenimiento su bastante extensa obra al respecto, se apreciará hasta que punto su pensamiento político no puede verse reducido a lo que expresan algunos tuits que, se mire como se mire, son la peor manera de expresarse políticamente. Como digresión, yo estaría de acuerdo con que Twitter debería estar prohibido a todos los políticos y dirigentes sociales en general, porque obliga a condensar de forma muy poco eficaz, un torrente de pensamientos y sentimientos en muy pocos caracteres. Twitter no permite matices, sólo eslóganes, arengas e insultos. Twitter es sinónimo de Blitzkrieg, ataques relámpago tal vez muy intensos pero de una superficialidad, frivolidad y banalidad que sonrojan, y por eso no es una herramienta adecuada para la política, sino sólo para los navajazos políticos que nos asestamos día sí y otro también.

Y precisamente por eso, me parece vergonzoso e inadmisible que  Guerra y Sánchez, entre otros muchos, concluyan que el ideario político de Quim Torra se encuentre perfectamente dibujado en unos pocos tuits. Viene a ser como si ellos, que provienen de la izquierda marxista, hubieran adquirido toda su ideología no por la lectura de las obras de Marx, Engels y demás, sino a través de carteles callejeros de propaganda socialista. Aunque bien pensado, en el caso de Sánchez, seguramente haya sido así, visto su nivel de incultura política, que no parece tan relevante porque en comparación con el resto de la clase dirigente española, él al menos da el pego de las apariencias.

Pero lo de Guerra es otra cosa. Lo de Guerra es maldad en esencia pura, inquina destilada lentamente y criada en barrica de odio contra todo el catalanismo. Un odio que ya viene de lejos, de los tiempos del primer gobierno socialista. Él, el gran inquisidor que tuvo que dimitir por las trapacerías políticas de su hermano Juan, un consentido vividor de su apellido y del miedo que inspiraba en los círculos de poder. El mismo Guerra que usó toda su fuerza política para hacer daño dentro y fuera del PSOE a todos quienes se opusieran a su voluntad. Ése Guerra que le cortó las alas al socialismo catalán en los primeros años ochenta del siglo pasado, cuando se cargó el grupo parlamentario del PSC, que hasta entonces era un partido asociado pero independiente del PSOE. El mismo Guerra paladín del centralismo extremo y del jacobinismo más apolillado (junto con sus amigos Borrell, Bono, Rodríguez Ibarra, Blanco y un largo etcétera) que, por suerte, ya no está en el escenario, aunque desde el proscenio, sigue aventando el mismo discurso inflamado y echando combustible a esa hoguera de las pasiones en que él y los otros indecentes de su calaña han convertido a España, en la que pretenden incinerar a todo  el independentismo catalán.

Desde esta tribuna le digo a él y a todos lo que son como él, que desde Cataluña no se lo vamos a poner fácil. Estamos hasta las narices de su asqueroso discurso ultranacionalista español y que encima pretendan que les riamos las gracias. Como el virrey Millo, que después de hacer de lacayo y lamesuelas de los artífices del 155, encima se extraña y llama maleducado a Quim Torra porque no le estrechó la mano en un acto público. En mi casa, señor Guerra, señor Millo, no se estrecha la mano de los verdugos. Y no es mala educación, es higiene política.



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