jueves, 10 de mayo de 2018

Discurso público,comentarios privados

Muy interesante la escasa reacción a los insultantes y vejatorios comentarios que espetó la Secretaria de Estado de Comunicación a propósito de las protestas de un grupo de jubilados contra el presidente Rajoy. Parece ser que, como que pidió disculpas inmediatamente de que se hiciera público su exabrupto, y además optó por cierto grado de autoflagelación nada frecuente en  los políticos pillados en plena metedura de pata, los medios la han perdonado y han dejado el asunto como mera anécdota.

Una anécdota que brota del hecho de efectuar comentarios privados que logran amplia difusión pública por haber algún micrófono abierto en las proximidades del protagonista. Pero más allá de la anécdota más o menos jugosa protagonizada por la señora Carmen Martínez Castro existe un problema de fondo que es claro indicio de la salud democrática de un gobierno y de su respeto por la ciudadanía.

Resulta que esta dama, que aunque no ha estado escogida en las urnas es alto cargo de una administración elegida democráticamente, y que sobre todo, representa a toda la ciudadanía y todos sus intereses, considera que un amplio grupo de ciudadanos, sin ninguna distinción de su adscripción ideológica o  electoral, se merecen un corte de mangas y ser convenientemente jodidos –como si no lo estuvieran ya- por el mero hecho de ser pensionistas. Pensionistas disconformes con las políticas de recorte de las prestaciones, y hartos de que se les ningunee a todas horas menos cuando tocan elecciones, que es cuando les queda la piel resbaladiza de tanto jabón que les dan los diversos candidatos. Obviamente, para volver a joderlos después con el claro aunque abusivo argumento de que el déficit no permite otra alternativa, y santas pascuas.

Teniendo en cuenta que los pensionistas suelen estar jodidos gran parte del tiempo, ese “os jodéis” de la secretaria de estado de comunicación sólo puede ser interpretado como una redundancia y un sarcasmo aberrante, sobre todo por su condición de alto cargo de una administración que, de entrada, debería mostrarse respetuosa con todos los ciudadanos, pero especialmente con los que se han partido los cuernos durante toda su vida para llegar a tener una vejez supuestamente digna, que es lo que ahora las ideas globalizadoras les están arrebatando en todo el mundo, a mayor gloria de los grandes fondos privados de pensiones.

Pero es que además, la tremenda contradicción ya habitual entre el discurso público y los comentarios privados de muchos políticos obliga a cuestionarnos no solo la decencia, sino también la honestidad de toda esa caterva de servidores públicos que no son ni lo primero ni lo segundo, y que sólo están en el escenario para pasar la gorra convenientemente. A la señora Martínez Castro le ha sucedido como a todos los borrachos: que la sinceridad  alcohólica les expone en sus propios paños menores ideológicos y pone de manifiesto que lo que privadamente vomitan sin reflexionar, es en el fondo lo que en realidad piensan, aunque  se guardarán mucho de reproducirlo en su discurso público, por las repercusiones negativas de toda índole en las que se verían inmersos.

O sea, que a la Secretaria de Estado de Comunicación le apetecería un montón hacerles un corte de mangas a los jubilados (que también le pagan el sueldo), pero solo en privado y de forma jocosa. Lo cual resulta poco creíble. Yo, cuando opino en privado que tal o cual político es un hideputa, es porque lo creo de verdad, y eso condiciona, y de qué manera, mi actitud pública hacia él y su partido. De modo que privadamente siempre  me parece detestable Rajoy y compañía, porque opino que son una banda de piratas corruptos, e igualmente detestable se me antoja el führer Rivera y sus perros de guardia vociferantes, porque han optado por ser ultras a falta de otro espacio político libre. Pero lo que no haría jamás será enmendarme públicamente y decir que ha sido mala pata que me pillaran y que, por supuesto, el señor Rajoy y el señor Rivera me parecen estupendas personas y aún mejores políticos, y que he tenido la mala suerte de que un comentario privado se haya difundido públicamente, pero que eso no tiene mayor trascendencia, y rogando disculpas a diestro y siniestro, asunto concluido.

Pero sus comentarios sí tienen trascendencia, señora Martínez Castro, porque sus opiniones privadas condicionan de una manera clara su discurso público en uno u otro sentido. Cuando el discurso público coincide con el sentimiento privado, hablamos de coherencia política y personal, lo cual está muy cerca de  convertir al protagonista en una persona honesta, al menos en ese aspecto. Cuando el discurso público es totalmente opuesto al pensamiento privado, nos encontramos ante un caso de arribismo cínico y desvergonzado, la típica actitud del oportunista que asume como propios principios que detesta, pero que le pueden resultar útiles para medrar personalmente. En su caso, señora Secretaria de Estado, lo que sucede es que a usted, como a muchos de la extrema derecha española, el pueblo se la trae flojísima y los pensionistas aún más, excepto en la medida en que son ocho millones de votos a los que hay que pastorear adecuadamente cada cuatro años, porque sin esa fuerza electoral de los pensionistas, ningún partido, escúcheme bien, ninguno, puede gobernar este país ni cualquier otro con una pirámide demográfica como la nuestra.

Así que ustedes necesitan a esos desagradables ancianos mayoritariamente desarrapados y menesterosos, pero que encuentran repulsivos y cutres, y aún más si encima no se están calladitos y contentos con sus pensiones recortadas y tienen la desfachatez de venir a increparles en público a ustedes,  que tanto hacen por ellos y que no se merecen ese maltrato de las pitadas callejeras, según su parcialísimo parecer, señora.

Usted, señora Martinez Castro, es una vergüenza para el país, como casi toda la clase política, y específicamente la que se encuentra en la zona azul del espectro. No tiene decoro, ni dignidad, ni honestidad suficiente para vivir acorde con sus sentimientos hacia amplios sectores de la sociedad española, y sólo por ello debería usted dimitir, porque la han pillado quitándose esa piel de cordero bajo la que asoma el lobo feroz del infinito desprecio que siempre han sentido ustedes por las clases menos pudientes, aunque fácilmente manipulables con un par de capotazos (en el castellano de Sudamérica: “acción burlesca que consiste en evadir a una persona demostrándole un falso interés”).

Conclusión sempiterna:  la mayoría de nuestros cargos políticos viven en sus torres de marfil desde las que otean a la chusma  ciudadana con sumo enojo y desprecio, porque ellos son los que sí saben, los tocados por la divinidad, los elegidos para la gloria. Y los demás somos los tontos útiles en su ascenso en la escalera al cielo. O sea, ya sabe el lector: corte de mangas y a joderse. Eso sí, con ilusión, alegría y confianza en el futuro.

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