miércoles, 25 de abril de 2018

Los errores no existen

Se atribuye al autor de textos motivacionales Robin S. Sharma la frase “no existen los errores, sólo las lecciones”, con el que pretende poner sobre el tapete un hecho luminoso: “error” es siempre un juicio sobre un acontecimiento pasado, a  la luz de la revisión de los antecedentes que llevaron a  su realización. Se entiende así la facilidad con la que los críticos de todo pelo clavan sus puyas sobre tantos  autores o actores, porque la crítica no es tanto un fenómeno  subjetivo y mayormente sesgado –que también- sino una reacción póstuma a una serie de hechos relacionados por causas y efectos. Unas causas y efectos que la mayor parte de las veces no eran tan obvios y evidentes como muchos críticos sabihondos quieren dar a entender.

Porque es mucho más fácil evaluar y explicar a posteriori los acontecimientos  vitales o históricos cuando se tiene toda una serie de elementos de juicio que los protagonistas no podían conocer en el momento en que tomaron sus decisiones. En este aspecto, los mediterráneos solemos carecer de la necesaria objetividad para darnos cuenta de que nuestro papel de críticos (porque todos lo somos, de una manera u otra, y en diferentes momentos de nuestras vidas) está completamente condicionado por los factores que sabemos (o en el peor de los casos, sólo por los que queremos saber, despreciando los demás) y que los protagonistas tal vez no podían conocer. Por regla general, los destinatarios de nuestras feroces críticas podían  a lo sumo especular con diversos escenarios y jugar a las probabilidades de un modo muy humano, es decir, poco matemático.

Y esa carencia de objetividad mediterránea suele venir determinada por un exceso de emocionalidad en los asuntos en los que nos implicamos, y una inmersión completa en los argumentos que nos resultan más próximos social, política y culturalmente, lo que nos incapacita para distanciarnos convenientemente de ellos. Si no podemos dejar de ser actores y abandonar el escenario, es muy difícil que nuestro juicio sea ecuánime. Así que el crítico juega con doble ventaja: conoce la secuencia completa de acontecimientos, escoge sólo los hechos que más convienen a su propio relato y omite todo aquello que le separa emocionalmente de él. En los últimos tiempos, además, cuando el hilo de acontecimientos  colisiona con los sentimientos del crítico, se genera lo que de forma muy esnob se viene llamando posverdad, mediante la que se tejen verdades parciales junto con fabulaciones totalmente falsas, generando un relato paralelo que puede alcanzar un notable éxito si se usa una campaña de mercadeo lo suficientemente potente, como bien sabe  Steve Bannon, el artífice de la victoria de Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas.

Esto es algo que aquí en Cataluña conocemos bien, por haberlo padecido de forma ignominiosa a cuenta de la inexistente violencia independentista y el aún más inexistente experimento de crear una ETA catalana fundamentada en los Comités de Defensa de la República que los medios españoles han vendido sin ninguna vergüenza al resto de España, lo cual explica muy bien porqué los dos tercios de la población más allá del Ebro está de acuerdo con mantener en prisión preventiva indefinida y a seiscientos kilómetros de sus casas a los procesados por los hechos del 1 de octubre, como si fueran terroristas asesinos.

Sin embargo , no quiero hablar hoy de ese tema, tan analizado que ya no hay argumentos que no se hayan repetido cientos de veces, sino de la segunda parte de la frase con la que he iniciado este artículo. No existen los errores, sólo las lecciones. Y lecciones son las que ambos bandos deben aprender para el futuro. Porque una vez conocida la lección, seguir la misma línea de actuación a sabiendas de cuál fue el resultado anterior sí es un error gravísimo e imperdonable, sobre todo en la escena política. O sea, que resumiendo, “no existen los errores la primera vez, pero la segunda ya es tarde para aprender la lección”

Como que los errores del gobierno español no me interesan lo más mínimo, quiero centrarme en los presuntos errores cometidos por el independentismo catalán durante los meses que está durando esta situación de confrontación total de intereses entre una región y el resto del estado. Mucho se ha escrito y de forma muy amarga sobre cómo los políticos catalanes lo hicieron tan mal durante aquellas fechas de septiembre y octubre. Yo no lo tengo tan claro, por decirlo suavemente. En un país donde en cada partido de fútbol perdido todo aficionado sabe perfectamente qué habría hecho para ganarlo, y encima jamás se cuestiona si las derrotas de su equipo puedan deberse a un mejor planteamiento del contrincante, sino a lo mal que han jugado lo suyos, resulta muy difícil, por no decir imposible, tratar de encuadrar las situaciones desde una perspectiva externa y ajena a las emociones en juego. Esto es especialmente cierto en Cataluña, donde es tradición (muy hebraica, por cierto, aunque eso es harina de otro costal) la del autoflagelamiento colectivo cuando las cosas no salen como se deseaba en principio, para acto seguido empezar a repartir más culpas que la santa inquisición en su apogeo.

Yo, como todo outsider, me abstengo de participar en este juego, tal vez debido a una considerable dosis de pensamiento nórdico en mi educación. Y también porque esas actitudes favorecen la desunión colectiva y el enfrentamiento entre gentes del mismo bando. Por tanto, soy mucho más partidario de considerar que en los hechos de octubre no se cometió ningún error, porque no se tenían todos los antecedentes. Ahora, el independentismo los tiene, y sí sería francamente estúpido volver a repetir la secuencia original sabiendo cómo concluyó la primera vez.

Así pues, vamos a las lecciones. La fundamental que trataré en estas líneas es que, contrariamente al pensamiento único madrileño, la fuerza del independentismo no radica en sus dirigentes, sino en la masa crítica de población que prefiere lucir amarillo en sus ropajes. Por eso está claro que se equivocó la vicepresidenta Soraya cuando hablaba de “decapitación” del independentismo. Ahora bien, los independentistas vienen exigiendo “unidad” desde el principio, y aquí los dirigentes políticos, encarcelados o no, han de prestar oídos a quienes les sostienen en lo alto. Está claro que si lo que se pretende de verdad (otra cosa es que muchos sectores del PdCat sean honestos o no en este punto) es conseguir la independencia de aquí a un número indeterminado de años, todo pasa por lo que ya muchos hemos apuntado desde hace tiempo, es decir, la creación de un frente independentista cuyo objetivo sea únicamente conseguir la independencia y proclamar la república, dejando de lado cuestiones programáticas que carecen de sentido en el ámbito de una lucha por la autodeterminación.

Pretender posicionarse de forma ventajosa frente a otras formaciones políticas para cuando se dé la gozosa circunstancia de la independencia es reformular una nueva versión del cuento de la lechera. Las prioridades nacionales son lo primero, y las partidistas van muy atrás en la clasificación de las necesidades políticas de Cataluña como nación (y aún más como estado independiente). Dicho de otro modo, si las siglas de los partidos que forman el bloque independentista cuentan más que el proyecto nacional, y si las luchas por el poder personal dentro de ese bloque tienen incluso más importancia que  todo lo demás, entonces tienen razón quienes afirman que ni estamos listos para la independencia ni nos la merecemos. Y que todavía habría mucho camino por recorrer, empezando por hacer limpieza total de cuadros en los partidos independentistas, para aupar a puestos dirigentes a aquellos que estén dispuestos, más allá de cualquier aspiración personal tacticista, a formar un conglomerado prorepublicano, aún a costa de su propio programa partidista o su ambición personal.

Se trata de renunciar a partes para reforzar el todo. Eliminar ingredientes que impidan que la masa crítica independentista fragüe en un bloque indisoluble totalmente endurecido y que pueda resistir los embates del nacionalismo españolista. Consiste en sacrificar aspiraciones legítimas pero particulares en aras de un proyecto que supera con creces nuestras vidas como individuos, como grupos e incluso como sociedad actual (pues partimos del presupuesto de que estamos trabajando para las futuras generaciones). En defintiva, se trata de convertir a esa mayoría independentista en un solo CDR que abarque toda Cataluña, un CDR global donde no se pregunte a la gente cuál es su militancia o sus simpatías partidistas.

Utópico? Me temo que sí. Pero al menos el independentismo ahora sí sabe algunas cosas. Si son lecciones o se convertirán en errores que repetirá lo dirá la historia, pero lo cierto es que conoce los hechos  justos y necesarios para tener éxito si los aplica con inteligencia y tesón. Y si no, a esperar a la siguiente generación. Donec Perficiam.

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