Lo
que más llama la atención del caso Cifuentes no es, ni mucho menos, que la
dimisión venga por dos cremas hurtadas en un supermercado hace siete años, en
vez de por falsear un máster, que es cosa mucho más grave. Ni siquiera
recurriendo al humor castizo que recomienda que, puestos a robar, se haga a lo
grande, porque las consecuencias van a ser las mismas o menores que cuando se
cometen pequeñas faltas, resulta fácilmente comprensible que una crisis
política se precipite por una cosa tan nimia. Y es que, en realidad, dos son
los factores que pueden contribuir a la caída de un político en ejercicio, y
ninguno de ellos tiene que ver con la dimensión del delito cometido.
El
primer factor que hay que tener en cuenta es el de que le pillen a uno in
fraganti. Desde tiempo inmemorial, cometer un latrocinio escandaloso pero que no
se haya podido demostrar en los primeros días o semanas permite articular toda una
estrategia defensiva que protege al delincuente pues le da tiempo a emborronar
su responsabilidad. Como por ejemplo sucede con el célebre caso de “M.Rajoy”.
Un segundo aspecto que puede influir en que un tropiezo se convierta en
caída libre es el grado de vergüenza que provoque el asunto. Que las cámaras te
cacen cometiendo una fechoría es causa de mucha vergüenza, por nimia que sea la falta.
Que además la falta cometida sea cutre, innecesaria y totalmente irresponsable,
son factores que contribuyen a crear un escarnio sin parangón frente a otras
figuras delictivas mucho más graves.
Por
eso, en Estados Unidos, brillantes y prometedoras carreras políticas se han ido
a pique por unos cuernos mal puestos, por una inoportuna visita a una
prostituta o por haber fumado un porro en época juvenil. Sin embargo, notorios
sinvergüenzas que han traspasado todos los límites en más de una ocasión, se
han librado de la misma suerte porque sus delitos no eran vergonzosos, sino
incluso ”heroicos” (y perdonen el uso imperdonable de este adjetivo) para
un determinado sector de la población, que ven en el enriquecimiento a toda
costa como la cosa más normal del mundo, aunque ello lleve a la ruina de miles
de personas (como ha sido el caso, reiterado, del señor Trump), mientras por
otro lado aplauden que se cese a un cargo por llevarse a casa unos lápices de
la Casa Blanca, por poner un ejemplo.
Cuanto
menos cultura democrática tiene un país, más se suelen justificar los grandes
expolios y corrupciones, y de forma paradójica, más crítico e intolerante se es
con los pequeños detalles que pueden arruinar una carrera política. Y eso es
porque los corruptos se cubren entre sí como regla general, mientras que
ellos mismos encuentran intolerable que se cometan estupideces singulares de pequeño calibre pero amplia difusión, y que nunca están a un nivel criminal equivalente al de la
corrupción. Cosas de la incongruencia humana, dirán algunos. Yo diría que es
una mera cuestión estadística. Corruptos en España hay miles, y eso genera una
sensación de escasa vulnerabilidad directamente proporcional al número de
sinvergüenzas y al grado de tolerancia social hacia la corrupción (como es el
caso). En cambio, chorizos de supermercado en cargos políticos hay
muy pocos, y cuando los pillan es como exponerlos desnudos al escrutinio
público, sin resquicio alguno para poder siquiera dar largas al asunto hasta
que se olvide. De ahí que se considere mucho más vergonzoso un pequeño delito
aislado que la comisión sistemática de graves delitos que todos toleran porque
gran parte de la clase política está involucrada, por acción o por
omisión. Y por eso, un hurto de cuarenta euros en un súper es más motivo
de caída que el falseamiento de un título oficial de mucho más valor, económico
y curricular.
Sin
embargo, y aunque lo cierto es que la señora Cifuentes se habría ahorrado mucha
vergüenza y escarnio si hubiera dimitido por lo que debía dimitir en primer
lugar, resulta mucho más preocupante la nula disponibilidad a dimitir que
tienen nuestros dirigentes políticos, lo cual cuestiona de forma nítida la
salud democrática de este país, por mucho que el gobierno del PP, los comparsas
del PSOE y los airados vociferantes de C’s se empeñen en proclamar que este es
un estado de derecho indiscutible. Bien, a mi modo de ver lo indiscutible es
que este estado está más bien torcido; e incluso terriblemente retorcido de
tanto intentar encontrar alguna luz democrática a su inexplicable tropismo
hacia el autoritarismo y la manipulación mentirosa de las masas como
herramienta fundamental de trabajo.
Este
país es una indecencia colectiva, y el asunto de las cremas de la señora
Cifuentes resulta muy buen ejemplo de ello, pero por motivos que no se han
analizado a fondo desde la perspectiva del peligro que supone para la
democracia esa red infame de cloacas que actúan como sumidero de toda la mierda
que se evacúa en España desde hace décadas. Y es que la existencia de
cientos, miles de dosieres sobre todos los cargos públicos de este país es una
afirmación tal vez aventurada pero meridianamente plausible, teniendo en
cuenta lo que sucedió en el caso de la señora Cifuentes. Es decir, primero: una
cuestión menor (por muy reprobable que fuera); segundo: una cinta de
video que debía ser destruida forzosamente según la normativa vigente ahora y
entonces (salvo que se abrieran diligencias penales, que no fue el caso); y
tercero: transcurridos siete años desde la fecha del hurto.
No
ver las connotaciones de esto sería muy estúpido por mi parte y por la del
lector. En primer lugar, es peor delito apoderarse de las cintas que su
contenido (algo que ya probó en sus propias carnes el ínclito Pedro J. cuando
fue sometido a una campaña degradante por vídeos de contenido sexual que nada
tenían que ver con su actividad profesional). Además, es mucho más grave que
alguien con poder, llamémosle señor X para seguir la tradición, tenga dicho
video cerrado en un cajón durante siete años (o los que hubiera hecho falta),
esperando el momento propicio para usarlo, que podría ser de conocimiento
público (como ha sido en esta ocasión) o no, lo cual podría resultar en una situación
gravísima de chantaje a un cargo público.
Y
me refiero con ello a que un solo individuo puede coartar y redirigir la
política de toda una nación si posee un dosier con la suficiente información
para destruir a un oponente, actual o futuro. La gracia está en no tener que
usarlo nunca, sino en poder efectuar una presión directa sobre el interesado
sin siquiera tener que apretarle las clavijas. Con tal que el político de turno
sepa que su futuro está en manos de terceros es suficiente para que toda su actividad
como dirigente de un país quede en cuestión en la medida de que ha perdido toda
independencia de actuación y ha de someterse, si quiere conservar sus
prebendas, a los dictados de quienes están en la sombra, mucho más allá de
cualquier escrutinio democrático.
Si
eso no es poner en peligro la democracia y el estado de derecho, que alguien me
lo explique. Porque además, tengo la convicción de que eso es lo que
precisamente viene ocurriendo en este país desde que se desataron las
hostilidades más o menos a mediados de la primera década del siglo XXI, aunque
ya se había producido algunas sonadas escaramuzas en los últimos años del
felipismo. Sin necesidad de ponernos especialmente paranoicos, se empiezan a
vislumbrar las razones de que un tipo tan discreto como peligroso llamado
Florentino Pérez haya conseguido de cualquier gobierno español lo que le ha
venido en gana casi siempre, como por ejemplo que el estropicio de la
plataforma Castor lo paguemos entre todos los consumidores y que todos los actores
del monumental desaguisado se hayan ido legalmente de rositas.
De
modo que considero que lo realmente preocupante de este asunto no sean los
delitos y faltas de la señora Cifuentes, sino cómo el poder de la información
secreta, el poder de los dosieres que están ahí, celosamente guardados, en
espera de asestar golpes de conveniencia según el interés de sus
propietarios, pervierte la esencia misma del estado de derecho. Ya lo intuíamos
a lo largo de estos años, cuando los sucesivos escándalos de corrupción han
aflorado, en gran medida, por chivatazos y filtraciones a los medios
notoriamente interesados en desestabilizar a determinadas personas u opciones
políticas. Algo que tiene muy poco que ver con el deber de informar de los
medios, sino más bien con las luchas por controlar los mecanismos del poder
estatal en beneficio de intereses personales.
Eso-y
de ello tendrían que tomar debida nota el señor Rivera y compañía- es lo
que tendrían que considerar los presuntos salvapatrias como un golpe al estado
de derecho y no las cosas que se hacen con luz y taquigrafos a la vista de
todos, por muy “ilegales” que las proclamen los medios. La salud de cualquier
democracia, pero especialmente de la española, está en peligro por culpa de los
dosieres durmientes y de quienes tienen el poder de tirar de la manta a su
antojo y conveniencia, controlando el cuándo y el cómo, pero sin contar para
nada con el interés nacional.
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