jueves, 3 de mayo de 2018

El dosier


Lo que más llama la atención del caso Cifuentes no es, ni mucho menos, que la dimisión venga por dos cremas hurtadas en un supermercado hace siete años, en vez de por falsear un máster, que es cosa mucho más grave. Ni siquiera recurriendo al humor castizo que recomienda que, puestos a robar, se haga a lo grande, porque las consecuencias van a ser las mismas o menores que cuando se cometen pequeñas faltas, resulta fácilmente comprensible que una crisis política se precipite por una cosa tan nimia. Y es que, en realidad, dos son los factores que pueden contribuir a la caída de un político en ejercicio, y ninguno de ellos tiene que ver con la dimensión del delito cometido.
 
El primer factor que hay que tener en cuenta es el de que le pillen a uno in fraganti. Desde tiempo inmemorial, cometer un latrocinio escandaloso pero que no se haya podido demostrar en los primeros días o semanas permite articular toda una estrategia defensiva que protege al delincuente pues le da tiempo a emborronar su responsabilidad. Como por ejemplo sucede con el célebre caso de “M.Rajoy”. Un segundo aspecto que puede influir  en que un tropiezo se convierta en caída libre es el grado de vergüenza que provoque el asunto. Que las cámaras te cacen cometiendo una fechoría es causa de mucha vergüenza, por nimia que sea la falta. Que además la falta cometida sea cutre, innecesaria y totalmente irresponsable, son factores que contribuyen a crear un escarnio sin parangón frente a otras figuras delictivas mucho más graves.
 
Por eso, en Estados Unidos, brillantes y prometedoras carreras políticas se han ido a pique por unos cuernos mal puestos, por una inoportuna visita a una prostituta o por haber fumado un porro en época juvenil. Sin embargo, notorios sinvergüenzas que han traspasado todos los límites en más de una ocasión, se han librado de la misma suerte porque sus delitos no eran vergonzosos, sino incluso ”heroicos” (y perdonen  el uso imperdonable de este adjetivo) para un determinado sector de la población, que ven en el enriquecimiento a toda costa como la cosa más normal del mundo, aunque ello lleve a la ruina de miles de personas (como ha sido el caso, reiterado, del señor Trump), mientras por otro lado aplauden que se cese a un cargo por llevarse a casa unos lápices de la Casa Blanca, por poner un ejemplo.
 
Cuanto menos cultura democrática tiene un país, más se suelen justificar los grandes expolios y corrupciones, y de forma paradójica, más crítico e intolerante se es con los pequeños detalles que pueden arruinar una carrera política. Y eso es porque los corruptos se cubren entre sí como regla general, mientras que ellos mismos encuentran intolerable que se cometan estupideces singulares de pequeño calibre pero amplia difusión,  y que nunca están a un nivel criminal equivalente al de la corrupción. Cosas de la incongruencia humana, dirán algunos. Yo diría que es una mera cuestión estadística. Corruptos en España hay miles, y eso genera una sensación de escasa vulnerabilidad directamente proporcional al número de sinvergüenzas y al grado de tolerancia social hacia la corrupción (como es el caso). En cambio, chorizos de supermercado en cargos políticos hay muy pocos, y cuando los pillan es como exponerlos desnudos al escrutinio público, sin resquicio alguno para poder siquiera dar largas al asunto hasta que se olvide. De ahí que se considere mucho más vergonzoso un pequeño delito aislado que la comisión sistemática de graves delitos que todos toleran porque gran parte de  la clase política está involucrada, por acción o por omisión. Y por eso, un hurto de cuarenta euros en un súper es  más motivo de caída que el falseamiento de un título oficial de mucho más valor, económico y curricular.
 
Sin embargo, y aunque lo cierto es que la señora Cifuentes se habría ahorrado mucha vergüenza y escarnio si hubiera dimitido por lo que debía dimitir en primer lugar, resulta mucho más preocupante la nula disponibilidad a dimitir que tienen nuestros dirigentes políticos, lo cual cuestiona de forma nítida la salud democrática de este país, por mucho que el gobierno del PP, los comparsas del PSOE y los airados vociferantes de C’s se empeñen en proclamar que este es un estado de derecho indiscutible. Bien, a mi modo de ver lo indiscutible es que este estado está más bien torcido; e incluso terriblemente retorcido de tanto intentar encontrar alguna luz democrática a su inexplicable tropismo hacia el autoritarismo y la manipulación mentirosa de las masas como herramienta fundamental de trabajo.
 
Este país es una indecencia colectiva, y el asunto de las cremas de la señora Cifuentes resulta muy buen ejemplo de ello, pero por motivos que no se han analizado a fondo desde la perspectiva del peligro que supone para la democracia esa red infame de cloacas que actúan como sumidero de toda la mierda que se evacúa  en España desde hace décadas. Y es que la existencia de cientos, miles de dosieres sobre todos los cargos públicos de este país es una afirmación tal vez aventurada pero  meridianamente plausible, teniendo en cuenta lo que sucedió en el caso de la señora Cifuentes. Es decir, primero: una cuestión menor (por muy reprobable que fuera); segundo: una cinta de video que debía ser destruida forzosamente según la normativa vigente ahora y entonces (salvo que se abrieran diligencias penales, que no fue el caso); y tercero: transcurridos siete años desde la fecha del hurto.
 
No ver las connotaciones de esto sería muy estúpido por mi parte y por la del lector. En primer lugar, es peor delito apoderarse de las cintas que su contenido (algo que ya probó en sus propias carnes el ínclito Pedro J. cuando fue sometido a una campaña degradante por vídeos de contenido sexual que nada tenían que ver con su actividad profesional). Además, es mucho más grave que alguien con poder, llamémosle señor X para seguir la tradición, tenga dicho video cerrado en un cajón durante siete años (o los que hubiera hecho falta), esperando el momento propicio para usarlo, que podría ser de conocimiento público (como ha sido en esta ocasión) o no, lo cual podría resultar en una situación gravísima de chantaje a un cargo público.
 
Y me refiero con ello a que un solo individuo puede coartar y redirigir la política de toda una nación si posee un dosier con la suficiente información para destruir a un oponente, actual o futuro. La gracia está en no tener que usarlo nunca, sino en poder efectuar una presión directa sobre el interesado sin siquiera tener que apretarle las clavijas. Con tal que el político de turno sepa que su futuro está en manos de terceros es suficiente para que toda su actividad como dirigente de un país quede en cuestión en la medida de que ha perdido toda independencia de actuación y ha de someterse, si quiere conservar sus prebendas, a los dictados de quienes están en la sombra, mucho más allá de cualquier escrutinio democrático.
 
Si eso no es poner en peligro la democracia y el estado de derecho, que alguien me lo explique. Porque además, tengo la convicción de que eso es lo que precisamente viene ocurriendo en este país desde que se desataron las hostilidades más o menos a mediados de la primera década del siglo XXI, aunque ya se había producido algunas sonadas escaramuzas en los últimos años del felipismo. Sin necesidad de ponernos especialmente paranoicos, se empiezan a vislumbrar las razones de que un tipo tan discreto como peligroso llamado Florentino Pérez haya conseguido de cualquier gobierno español lo que le ha venido en gana casi siempre, como por ejemplo que el estropicio  de la plataforma Castor lo paguemos entre todos los consumidores y que todos los actores del monumental desaguisado se hayan ido legalmente de rositas.
 
De modo que considero que lo realmente preocupante de este asunto no sean los delitos y faltas de la señora Cifuentes, sino cómo el poder de la información secreta, el poder de los dosieres que están ahí, celosamente guardados, en espera de asestar golpes de conveniencia según el interés de sus propietarios, pervierte la esencia misma del estado de derecho. Ya lo intuíamos a lo largo de estos años, cuando los sucesivos escándalos de corrupción han aflorado, en gran medida, por chivatazos y filtraciones a los medios notoriamente interesados en desestabilizar a determinadas personas u opciones políticas. Algo que tiene muy poco que ver con el deber de informar de los medios, sino más bien con las luchas por controlar los mecanismos del poder estatal en beneficio de intereses personales.
 
Eso-y de ello tendrían que tomar debida nota el señor Rivera y compañía-  es lo que tendrían que considerar los presuntos salvapatrias como un golpe al estado de derecho y no las cosas que se hacen con luz y taquigrafos a la vista de todos, por muy “ilegales” que las proclamen los medios. La salud de cualquier democracia, pero especialmente de la española, está en peligro por culpa de los dosieres durmientes y de quienes tienen el poder de tirar de la manta a su antojo y conveniencia, controlando el cuándo y el cómo, pero sin contar para nada con el interés nacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario