miércoles, 25 de octubre de 2017

Es España una sociedad abierta?

En una entrada anterior afirmé que en España no hay demócratas, pues los dos siglos de gobiernos autoritarios han dejado una marca indeleble tanto en el pensamiento individual como en el colectivo respecto a la configuración política de la sociedad. Afirmaba también que el franquismo sociológico está bien vivo en casi todos los ámbitos debido, entre otras cosas, a la rendición democrática que supuso la transición de 1977. Sin embargo, dejé para mejor ocasión consideraciones muy relevantes sobre la cuestión fundamental que subyace, porque en estos días todos (y en este caso “todos” se refiere a la totalidad de los españoles de vocación u obligación) hablan de democracia y de su defensa, y se autoatribuyen la exclusividad de su ejercicio. Es decir, afirman que el oponente, por definición, no actúa democráticamente.

Con la palabra “democracia” ocurre como con muchos otros términos que demuestran que el lenguaje, las más de las veces, sirve para embrollar las cosas más que para comunicarnos, sobre todo si es lenguaje político. En realidad, existen dos problemas con la democracia. Uno es puramente designativo y formal. El otro es de mayor calado, pues abarca elementos conceptuales y de contenidos. Y para hacer una reflexión seria sobre la democracia hay que abordar ambos aspectos, si no se desea tener una teoría coja y ramplona sobre las llamadas sociedades democráticas (de las que pretendo demostrar que de ningún modo deberían denominarse así, sino sociedades abiertas).

En cuanto al aspecto formal, voy a emplear un símil muy conveniente para poner sobre el tapete el hecho, tan diáfano como interesadamente omitido, de que “democracia” tiene tantos significados que en realidad no significa nada a la hora de la verdad.  Es una palabra comodín, y precisamente por eso sirve para que tantos autoritarios se disfracen de lo contrario, y además prosperen como setas en un bosque húmedo. Y es que con la democracia ocurre que una misma palabra designa cosas distintas en ámbitos diferentes. También sucede a la inversa, cuando se le da nombres diferentes a la misma cosa en función de determinados intereses o perspectivas. La manera más sencilla de explicarlo es recurriendo a las analogías deportivas, que entienden hasta los más legos en la materia. Por ejemplo, la palabra “fútbol” se refiere, tanto en Norteamérica como en Europa, a un deporte que se juega en un campo de hierba, de dimensiones similares, con una pelota y once jugadores por equipo. Pero ahí termina todo parecido, pues se trata de dos deportes tan radicalmente diferentes que resulta obvio que el jugador de fútbol europeo no duraría ni cinco segundos en un campo de fútbol americano, y viceversa . Lo mismo sucede con determinados términos políticos: "libertario" no significa lo mismo en Norteamérica que en Europa; y lo mismo sucede con “liberal” o “izquierdista”. La conclusión a la que quiero llegar, es que “democracia” no significa lo mismo en España que en otras partes, y desde luego no significa lo mismo que en Catalunya, por lo que ya podemos desgañitarnos acusándonos unos a otros de antidemócratas, que no llegaremos a ningún lado, porque usamos la misma palabra con significados muy diferentes.

Por otra parte, los americanos llaman “soccer” a nuestro fútbol, y los europeos (mucho menos originales, qué le vamos a hacer) denominamos “fútbol americano” a su fútbol. Sin embargo, “soccer” y “futbol” son términos equivalentes, es decir, designan la misma cosa, aunque en Europa no usemos la primera de ambas palabras. Todo esto obliga a utilizar de manera muy sutil diversas equivalencias terminológicas según la parte del globo terráqueo en la que uno habite. De modo que resulta muy comprensible que para muchos seres humanos las discusiones políticas resulten de lo más aburrido y estéril, sobre todo porque se parte de definiciones, términos y significados que se prestan de un modo sospechoso a la tergiversación y al uso partidista. En España eso lo sabemos muy bien, pues fue un régimen de lo más autoritario el que acuñó el término “democracia orgánica” en la que todavía estamos viviendo según el parecer de muchos, sólo que antes lo orgánico era “la familia, el municipio y el sindicato” y ahora lo orgánico es “el partido, los medios de comunicación y las entidades financieras”, que son quienes modelan nuestras vidas a su antojo y conveniencia. Los jóvenes cachorrros de la política hispana viven también inmersos en esta contradicción semántica y sólo así se comprende que muy “democráticamente” obliguen a los automovilistas  en la plaza Francesc Macià de Barcelona a gritar “viva España” so pena de no dejarles pasar entre una barahúnda de banderas y alegres cantinelas próximas a un desmelenamiento más propio de un concierto de Ricky Martin que de una performance política callejera, en un ejercicio  de civismo y respeto por el conciudadano digno de mayor encomio (para el hispano que lea estas líneas, lo que antecede es un sarcasmo, por si no ha quedado suficientemente claro).

Así pues, tenemos un problema definiendo qué es la democracia, que es lo mismo que sucedió en Norteamérica hace unas décadas, cuando todo progresista era un enemigo peligroso de la democracia, es decir, un comunista al que purgar, lo cual obviaba el hecho – que Chomsky y otros han puesto de manifiesto en multitud de ocasiones- de que quienes se apropiaron del término “democracy” eran en realidad unos fascistas de tomo y lomo, con el senador McCarthy a la cabeza; cosa de la que aquí en España también sabemos bastante sin necesidad de remontarnos a la España de los años cincuenta, ni mucho menos.

Pero es que el segundo problema de la democracia, el conceptual, es de mucho mayor calado y nos conduce directamente a un vertiginoso abismo ideológico, porque en los últimos años se ha pretendido configurar la democracia como un cuerpo teórico repleto de axiomas inviolables, e infortunadamente para los que eso creen (entre los que se cuentan miles de titulados en ciencias políticas, y eso sí que es adoctrinamiento) ni es así, ni lo será jamás. No se “es” demócrata, ni mucho menos “se cree” en la democracia, del mismo modo que en física no se “es” relativista o “se cree” en la mecánica newtoniana. La democracia es solamente un marco de referencia que se adopta para regular en sus propias dimensiones y coordenadas el ejercicio de los libertades individuales y colectivas de una determinada sociedad.

En física, un marco de referencia es un conjunto de convenciones usadas por un observador para poder medir las magnitudes de un sistema, de manera que los resultados de dicha medición sean válidos y comprensibles para cualquier otro observador dentro de ese mismo marco de referencia. Lo esencial de esta definición es que si el sistema de referencia que adoptamos no es universal y no todo el mundo está de acuerdo en usar el mismo, nos encontramos en una situación caótica, equivalente a la que se daría en mecánica clásica si el sistema de coordenadas ortogonales no fuera aceptado por todos los físicos, o en mecánica relativista si no todos los científicos adoptaran el mismo sistema inercial de coordenadas espacio-temporales. Si fuera así, a estas alturas ni habríamos llegado a poner un puñetero satélite en órbita. Y sin embargo, eso es lo que precisamente sucede en política, donde el marco de referencia no sólo no es universal, sino que es interesadamente zarandeado según las conveniencias del poder de turno. Y así los poderes económicos y mediáticos llevan a la democracia como puta por rastrojo, rebajando cada vez su genuino significado a un mero eslogan publicitario vacío de todo contenido real. Como dijo el grandísimo I.F. Stone –posiblemente el mejor periodista independiente que ha dado el siglo XX-  todos los gobiernos mienten. Y cuanto más poder acumulan, más mienten. Y para mentir  a gusto y mansalva, nada como apropiarse de la palabra “democracia” y hacer un uso tan abusivo de ella que al final hasta dan ganas de pasarse al lado de los totalitarios, de tan terrible que resulta que nos administren contra nuestra voluntad tantísima democracia (esto es otro sarcasmo, aviso para despistados).

En este sentido, sería mejor dejarnos de tanta indigestión democrática y adoptar las convenciones que usó Karl Popper hace ya muchos años en su obra seminal “La sociedad abierta y sus enemigos”, y distinguir solamente entre sociedades abiertas y sociedades que aquí denominaré “cerradas” por conveniencia metodológica, aunque no era ése el término que utilizaba Popper en su ensayo. Podríamos definir (y creo que no me equivocaría) una sociedad abierta como aquella que en el  marco de referencia democrático (definido como el de “un hombre, un voto” y sin uso de la violencia como herramienta política) permite el libre ejercicio de todos los derechos y libertades individuales y colectivas reconocidas en la Carta de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. En la medida en que una sociedad limita parcialmente el libre ejercicio de esos derechos universales, se transforma en una sociedad más cerrada. En el extremo, las sociedades que no permiten el libre ejercicio de ninguno de los derechos universales son sociedades totalmente cerradas, absolutamente totalitarias.

En una época en la que ideología era mucho más importante que la economía, Popper concibió las sociedades abiertas y cerradas de un modo transversal  y externo (es decir, desde el liberalismo democrático al comunismo leninista), pero haciendo poco hincapié en que el enemigo de la sociedad abierta pudiera llegar a ser interno, un integrante de la propia sociedad abierta. Sin embargo, en la actualidad, la apertura o cerrazón de una sociedad se ha de medir no tanto por su desplazamiento horizontal (ideológico), sino por el vertical, es decir, por lo abierta o cerrada que es la relación de los ciudadanos con sus propios estamentos de poder, y especialmente con los económicos y mediáticos. Se entiende así que no sean igualmente abiertas dos sociedades tan formal y aparentemente democráticas como la rusa o la suiza. O como la estadounidense y la sueca. Y, por descontado, como la española y cualquier otra de su entorno inmediato.

Así que tenemos sociedades que son todas ellas democráticas en el sentido de haber adoptado un marco de referencia basado en el principio de un hombre, un voto, pero que no son igualmente abiertas en la que respecta al ejercicio de los derechos y libertades. Podemos representar esto de un modo también físico, como si la democracia fuera un prisma especial a cuyo través se proyectan los derechos y libertades universales. Una sociedad totalmente abierta será aquella en la que el prisma permita que la luz de los derechos humanos lo atraviese limpiamente y se descomponga en todo el espectro visible de colores políticos, desde el rojo hasta el violeta, siempre que la defensa de los diferentes “colores” no implique el uso de la violencia. Una sociedad será progresivamente más cerrada en la medida en que la luz de los derechos universales  sea parcialmente absorbida y los haces resultantes no abarquen la totalidad del espectro. En unas sociedades se absorberá el rojo (como sucede, de facto, en Estados Unidos, donde el comunismo es una opción totalmente tabú); en otras se eliminará el extremo azul del espectro (como en China, donde el tabú es el liberalismo democrático). En otras más, el prisma filtrará unos u otros colores de forma parcial o total, pero la conclusión fundamental es que la mayoría de las sociedades pueden ser igualmente democráticas en el aspecto formal, pero gradualmente más abiertas o cerradas en la medida en que respeten más o menos los derechos y libertades de sus ciudadanos. Y el medio para determinar lo abiertas o cerradas que son vendrá determinado por el grado de insatisfacción política y social de sus ciudadanos, y especialmente de las minorías  que convivan en su interior.

Cuanto más abierta es una sociedad en su conjunto, menores son las tensiones sociales en su interior. Este es el axioma que propongo para medir la salud democrática de un país. Cuando la intransigencia, la falta de diálogo y la voluntad de imponerse a toda costa sobre el oponente hacen su aparición, esa sociedad se convierte de forma gradual en una sociedad cerrada, cada vez más enemiga de los valores fundacionales de la Carta de Derechos Humanos y cada vez más cercana al oscurantismo autoritario, por mucho que se vista con los oropeles de una democracia formal. Y por mucho que los representantes políticos de las distintas opciones hispánicas se desgañiten afirmando lo democráticos que son ellos, y lo nazis que son los adversarios (catalanes, en este caso).

La represión de la voluntad de una parte significativa de la ciudadanía convierte a una sociedad abierta en cerrada, ya se trate de negros en Sudáfrica, homosexuales en Rusia, comunistas en Estados Unidos, musulmanes en Israel, o catalanes en España. La represión basada en un determinado orden legal para proteger un statu quo vigente que perturba a un sector significativo de la población nada tiene que ver con la democracia y su defensa, sino con la apertura o cerrazón de una sociedad. Y cuanto más cerrada es una sociedad, más peligran los valores representativos de la libertad y de los derechos humanos. Del mismo modo que la Patriot Act norteamericana supuso una involución real en el grado de apertura de la sociedad estadounidense, y la Ley Mordaza española vino a representar otro tanto en la península ibérica, la aplicación del artículo 155 en el modo en que va a hacerlo Rajoy es otra vuelta de tuerca al proceso general de demolición de las sociedades abiertas que se está dando en todo Occidente, con el concurso y la complicidad ignorantes de gran parte de la población. 1984 es aquí y ahora, y por lo que a nosotros respecta, se está escenificando en Catalunya.

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