martes, 17 de octubre de 2017

Ni Keep Calm ni hòsties

Ni keep calm, ni hòsties”. Viñeta reproducida profusamente en las redes sociales tras el encarcelamiento preventivo y sin fianza de los Jordis de Òmnium Cultural i ANC, respectivamente, y que pone de manifiesto que el nerviosismo está cundiendo entre las bases,  tanto cualitativa como cuantitativamente,  hasta un nivel cercano al del límite de resistencia de las válvulas de seguridad de la sociedad catalana. Aparte de la inoportunidad del momento –qué bien le sientan a la causa los mártires y qué poco se enteran Rajoy y los suyos- y por mucho código penal que haya  enredado en el asunto, va siendo hora de que se puntualicen algunas cosas que en Madrid y aledaños no parecen tener muy bien asimiladas. Claro que cada uno reacciona conforme a su cultura política y a sus atavismos históricos, y por eso estamos donde estamos.

Así las cosas, lo primero que me viene a la mente en estos difíciles momentos es que muchos de los que hablan de Catalunya lo hacen subidos en lo alto del mástil de una bandera (española, por supuesto) situada a cientos de kilómetros de Barcelona, por lo que ya no es que tengan visibilidad limitada (igual que sucede con su perspicacia sociopolítica), es que no vislumbran nada de lo que ocurre en realidad porque se lo tapa el horizonte rojigualdo situado a pocos kilómetros de la Cibeles.  O sea, que estos nombres famosos del intelecto hispano no es que meen fuera de tiesto, es que se mean por la pernera del pantalón y dejan su credibilidad futura para un buen repaso en la lavandería de la historia, a ver si les deja el uniforme ideológico bien limpio y planchado.

Siempre me han causado una mezcla de pasmo e indignación quienes se dedican a pontificar sobre lo que sucede sin pisar jamás el terreno. Algo inaudito, como si un corresponsal de guerra narrase las peripecias bélicas de cualquier conflicto sentado en el sofá de su casa y haciendo un refrito de las noticias que le llegan por el teletipo. Y encima esperase ganar el Prix Bayeux-Calvados, si supiera lo que es (una especie de Pulitzer  de los corresponsales bélicos). A estos presuntos intelectuales que andan cortos de casi todo y especialmente de vista, porque se limitan a mirar desde la lejanía, les sucede como a Graham McNamee, el celebérrimo comentarista de béisbol americano de los años veinte del siglo pasado, que llegó a la radio de chiripa, y aún de forma más rocambolesca se encontró retransmitiendo un partido histórico de las ligas mayores de béisbol americanas. El individuo en cuestión no tenía ni repajolera idea de béisbol, pero sí gozaba de un verbo florido y de una capacidad inusual para captar los detalles más asombrosos de lo que sucedía en las gradas, con lo que sus retransmisiones se convirtieron con el tiempo en las más seguidas y regocijantes de la radio americana de la época, porque suplía con creces sus carencias deportivas con un anecdotario y unas dotes de observación fuera de lo común.

Algún periodista deportivo, al comentar las retransmisiones de McNamee, llegó a afirmar que no sabía qué debía escribir, si el partido que estaba viendo con sus propios ojos, o el que estaba comentando al mismo tiempo McNamee por la radio, de tan gozosa –aunque inexacta en lo deportivo- que era su descripción del estadio y de lo que en él estaba sucediendo. Pues bien, a estos intelectuales patrios esencialmente mesetarios les sucede lo mismo. Y están metiendo la pata  hasta el corvejón porque aplican su imaginario colectivo a unos sucesos distantes en todos los sentidos, que no tienen nada que ver con el relato que les están haciendo los corresponsales nacionales.

El español al uso (y me ahorraré adjetivos sobre cualesquiera de sus múltiples virtudes y defectos) está muy embebido de liderazgos épicos, desde Viriato hasta Franco, pasando por El Cid y algunos más. Es decir, bebe de una cultura en el que líder hay sólo uno, quien arrastra a las masas incluso a su pesar y sin que la pobre chusma sepa cómo ha sucedido. Ese liderazgo heroico, en el que un individuo sobresaliente aglutina tras de sí a un ejército de descerebrados que no se cuestionan nada ni cuando se convierten en carne de cañón, está tan incrustado en la psique española que no hay manera de que entiendan de que no en todas partes es así. Es normal –aunque resulte deprimente- que España sea cuna de decenas de caudillos aún hoy día admirados, pese a que su aportación a la historia fue no más  enriquecedora que unos miles o millones de súbditos masacrados por su capricho. Y es que al español medio, y como decía John Carlin citando a Unamuno, lo que le va es la política de cuartel y sacristía. Lo que desea y  necesita es un líder fuerte, aunque sea un cenutrio de tomo y lomo, que no se arrugue ante nada y que embista como un miura, que para eso lo lleva estampado en la bandera.

Sin  embargo, esos zangolotinos del intelecto obvian el hecho de que seiscientos kilómetros dan para mucho, en especial para distanciarse rotundamente de ciertas maneras de sentir y actuar. Afirmar, como se ha hecho reiteradamente, que es Puigdemont quien arrastra a Catalunya hacia el abismo, o que esta rebeldía popular es cosa de unos pocos que manejan los hilos, es muy propio de la villa y corte, pero no de una nación mucho más acostumbrada al consenso y al pactismo. Pretender también que la detención de Jordi Cuixart y Jordi Sànchez sirva para descabezar el movimiento independentista es además de erróneo, de una torpeza limítrofe con la imbecilidad. Y sostener que el independentismo es cosa de unos cuantos “terroristas”, mientras por otro lado -y gracias a las soflamas de Soraya y compañía- cada vez los “indepes” son más y se cuentan por millones, es hacer la política del avestruz. Y lo que es peor, es inducir a muchos españoles a creerse a pies juntillas lo que no está sucediendo en Catalunya.

Porque lo que aquí sucede es que pueden detener y encarcelar a quien quieran, que de nada servirá, porque el independentismo es poliédrico, caleidoscópico y  tentacular. Y por cada cabeza que corten resurgirán unas cuantas más, como las de la Hidra mitológica.  Alto y claro: no es Puigdemont quien tira del carromato, sino que son unos millones de ciudadanos quienes lo empujan, a ver si lo entienden de una vez los Mcnamees de turno, que sólo ven la algarabía de las gradas y no se enteran del partido que se está jugando en la cancha. Pueden enviar a quien quieran a reprimir esto que no se sabe muy bien lo que es, pero que está muy cerca de convertirse en una sublevación popular, pero si quieren hacerlo de forma rotunda tendrán que hacerlo a lo bestia, porque el sentimiento nacional de Catalunya se fortalece a cada palo recibido. Y cada amenaza, cada insulto, cada detención, cada registro, cada requisa y cada ilegalización –si es que llegan a producirse, lo  que consistiría en el peor error que podría cometer Rajoy en toda su vida- lo único que consiguen es aglutinar aún más a los miles y miles de ciudadanos que si antes albergaban dudas, ahora ya no les cabe ninguna de que España ya no es su sitio. Y no lo será jamás de nuevo. Media Catalunya ya le ha dado la espalda a España para siempre, y me  temo que en Madrid no se dan cuenta de lo que eso significa para el futuro del estado español, pues el tiempo del “Keep Calm” podría está agotándose.

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