martes, 10 de octubre de 2017

De banderas rojigualdas

De esta semana última, me quedo con la lapidaria  frase de Julio Anguita, relativa a la manifestación unionista de Barcelona: “No sois fascistas por sacar  vuestra bandera. Sois fascistas porque sólo la sacáis para oprimir”. Y el califa me dejó bastante pensativo sobre el asunto, no porque calificara de fascistas a los abanderados de España, sino por el hecho de que la bandera española signifique opresión para muchas personas, no precisamente separatistas y  catalanas. Dejando a un lado la ominosa presencia de la bicolor durante los años de la dictadura, y que merced a la transición democrática se incorporó como símbolo de continuidad de una época oscura (creo que hubiera sido mejor para todos redefinir la bandera y no sólo limitarnos a sustituir el águila franquista por  el escudo real), me he propuesto hoy adentrarme en este extraño mundo de las banderas, unos artilugios de los que he hablado en otras ocasiones con prevención, pero a los que las circunstancias nos obligan constantemente a izar sobre nuestras cabezas, queramos o no.

Y es que las banderas son ante todo símbolos, y como tales sólo pueden representar unas pocas cosas: identidad, rebelión, o dominación, como ejes principales de su uso.  Me voy a centrar en éste último aspecto y tratar de ligarlo con los diversos nacionalismos a los que las banderas pueden amparar. Una cosa es evidente a estas alturas, por lo que debe asumirse como un axioma: negar el nacionalismo español es una estupidez de gran calibre, y una absurda forma de atribuir a los demás lo que muchos son incapaces de asumir como propio debido a un irreflexivo y escaso raciocinio, aunque sean premios nobel de literatura, por un decir. Me refiero a un señorito peruano que apoyó pública y reiteradamente a Ollanta Humala en las elecciones de su país. Ollanta fue el líder del  Partido Nacionalista Peruano, que –como resulta obvio- se declaraba netamente nacionalista en sus postulados. Nada más que añadir, salvo que tal vez también conviene recordar que Perú se declaró independiente de España en 1821 mediante esa conjura independentista que tanto repudia Vargas Llosa en los catalanes. Es aquello de la paja en el ojo ajeno.

Así que existe un potentísimo nacionalismo español a gran escala, como existe el francés, el alemán y el inglés, éste último recientemente ratificado por el Brexit. Si sometemos cada uno de estos nacionalismos a un cuidadoso escrutinio, veremos que lo son en una medida muy superior a la esperada en un contexto europeo, pues cada vez que se ha tratado de avanzar en la integración política de la Unión Europea, el coro de quejas y lamentaciones sobre la pérdida de soberanía nacional ha sido de proporciones épicas, llegando incluso a torpedear el célebre Tratado Constitucional Europeo, que después de serias derrotas en Francia y Holanda, pasó al cajón de los olvidados. Y eso que sólo era una tímida aproximación a la eliminación de la soberanía nacional en un futuro lejano.

Quedó claro así que la Unión Europea sólo lo es en términos mercantiles, laborales y de libre circulación. Lo demás es aderezo para una salsa fundamentalmente económica, porque las reticencias de los estados a ceder competencias a Bruselas más allá de las actualmente establecidas parecen totalmente invencibles (sobre todo después del auge del euroescepticismo en casi todos los países de la Unión). Ahora bien, centrados en este marco de referencia, la cuestión es si los que niegan la posibilidad de independencia de Catalunya son los mismos que se negarían en redondo a una total integración de España en una Unión Europea en el que la soberanía nacional dejara de existir, y la bandera española quedara solamente como un elemento más o menos folclórico pero al que no podrían abrazar para proclamar la independencia española. Si alguien duda de la respuesta a esta pregunta, es que tiene un problema serio de sociología conductual. Y para que los catalanes que me leen lo entiendan, lo describiré de esta manera: en una hipotética Catalunya independiente, si la Val d’Aran deseara independizarse de la patria catalana, no sería de recibo que los mismos que hoy enarbolamos la estelada, la usáramos para atizar (dialécticamente, en principio) a los araneses en virtud de una sagrada unidad de Catalunya. No les parece?

Las ciencias sociales conductuales están muy de moda, porque demuestran el grave error que  ha atenazado a la psicología, la sociología y la economía durante muchas décadas, que consiste en suponer que las personas toman sus decisiones de manera racional. Nada más lejos de la verdad, como demostró primero Daniel Kahneman y posteriormente economistas conductuales como Dan Ariely o Richard Thaler, flamante Nobel de Economía 2017. Y es de agradecer que hayan laureado a un economista muy crítico con las teorías tradicionales sobre la racionalidad del mercado y la previsibilidad de la conducta de los consumidores, que entre él y otros han dejado hechas unos zorros, y que demuestran la sentencia de uno de ellos: “Si algún político cree poder predecir el desarrollo de la economía, es que no tiene ni idea de lo que habla”. Punto.

Dicho esto, en economía todo es impredecible, pero una cosa sí está clara: un mercado único, abierto, globalizado y sobre todo homogeneizado es esencial para que los ricos sean más ricos. O si preferimos decirlo de forma más elegante, para concentrar el poder económico de forma gradual e imparable, aunque difusa y lejana.  Así que el poder económico siempre estará contra los nacionalismos disgregadores, y a cambio estará a favor de los nacionalismos expansivos y, por supuesto, opresores, por ser la opresión una consecuencia lógica del expansionismo. Esos nacionalismos grandotes que se atribuyen no sólo la legalidad –diseñada a su medida- sino su legitimidad, conseguida a base de ondear banderitas ante las narices de los bobos de turno, que son muchísimos en todas partes, pero con una notable diferencia: los nacionalismos disgregadores (“a la catalana”)  suelen ser reactivos y apuestan por el autogobierno real. Los nacionalismos expansivos suelen ser más que proactivos, agresivos, y están siempre del lado del poder económico. Y ahí es donde la frase de Julio Anguita adquiere toda su dimensión y significado, porque junto a los fascistas de verdad, los de toda la vida, tenemos a las personas que no se han parado a pensar ni por instante porqué claman por una España unida. Salvo que sepan muy bien que su cuestión de fondo es mayormente económica, con lo que mejor sería que se dejaran de zarandajas y de banderas. O puestos a usarlas, que llevaran una  de fondo verde y con el símbolo del dólar en el centro.

Se podría objetar a mi argumentación que el poder tiende siempre a expandirse y ser opresor, también en países pequeños. Cierto, pero también lo es el hecho –que coinciden a señalar bastantes sociólogos- que resulta preferible un poder cercano y concreto a uno lejano y difuso, porque éste último es mucho más difícil de controlar  y combatir. Quienes adoptamos este punto de vista somos independentistas sin necesidad de banderas, aunque muchas veces no nos dejen otra opción que usarlas para contrarrestar las agresiones de los nacionalismos expansivos.

El alineamiento del nacionalismo español con el poder económico puede que tal vez pase inadvertido a los cientos de miles de unionistas que vinieron a Barcelona el 8 de octubre, pero no por ello resulta menos evidente para muchos ciudadanos de izquierdas que saben que los primeros en manipular y apropiarse de la bandera española han sido los de siempre: la derecha y el dinero. Para muchos, el ondear de esa bandera no es más que el símbolo de la perpetuación de una clase dirigente formada a la sombra del autoritarismo político y de la asfixia económica de los disidentes. Y, por supuesto, de la complicidad de muchos a los que, como dijo Anguita, su patria les cabe en una caja de zapatos.

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