martes, 1 de agosto de 2017

Turismofobia y estupidez

Ya lo advirtieron hace muchos tiempo algunos críticos del actual consistorio barcelonés, tachados de reaccionarios  o de fascistas por su oposición a la guerra declarada por la gente de la señora Colau al turismo en Barcelona. Una guerra más mediática y de opinión que otra cosa, que evidentemente tiene sus puntos de apoyo en cuestiones indudablemente ciertas, como la masificación, la incomodidad y la especulación que ha traído consigo el boom turístico de las últimas décadas. Pero también ha traído incuestionables beneficios a la ciudad, como demuestra el simple hecho de que el ayuntamiento barcelonés tiene un permanente superávit con el que incluso ha ayudado a enjugar los déficits de la Generalitat durante los años más duros de la crisis. Ese superávit ha permitido la creación, mantenimiento y mejora de infinidad de infraestructuras ciudadanas, y además está directamente vinculado a un dinamismo económico desconocido en Barcelona desde mucho antes de los Juegos Olímpicos de 1992.

Los radicales indocumentados de Arran, y sus asociados de la CUP seguramente son demasiado jóvenes para recordar cómo agonizaba esta ciudad  durante los años ochenta del siglo pasado. Seguramente también son demasiado dogmáticos como para permitirse un ejercicio democrático de autocrítica del que surja una propuesta realista para todos los habitantes de la ciudad, y no solo un estilo de vida basado en los radicalísimos principios “ideológicos” de Arran, basados más en la destrucción de lo existente y el okupacionismo que en la acción positiva para ofrecer una alternativa viable al modelo económico-social de Barcelona. Y seguramente, además, son excesivamente incultos como para siquiera hojear las tablas demográficas de Barcelona y ver por sus propios ojos cuán demagógica es su actitud frente al turismo y frente a sus propios conciudadanos.

Mal que les pese a muchos, la gentrificación de Barcelona, es decir, el proceso de desaparición de los viejos vecindarios y su sustitución por otros modelos de ocupación urbanística es un asunto que en Barcelona viene de muy lejos, y desde luego, de mucho antes del boom turístico. Para demostrar la falacia de Arran , de la CUP y de los “colauitas” en general, basta acudir a les series históricas de población. En 1970, Barcelona tenía una población de 1.754.000 habitantes. En 2001, sólo tenía 1.500.000, y eso era mucho antes del boom turístico actual. En la actualidad, en el epicentro de la masificación turística, Barcelona se ha recuperado algo, hasta 1.600.000 habitantes. Así que el manido recurso de la expulsión de vecinos de Barcelona a causa del turismo es más mentira que verdad. En todo caso, podemos hablar de sustitución de un tipo de vecindario por otro distinto.

Pero es que el peso demográfico de Barcelona ha ido cayendo de forma brutal con los años, sin que nada tenga que ver el reciente fenómeno turístico. En 1970, la población de Cataluña era de 5.100.000 habitantes, por  lo que la ciudad de Barcelona representaba casi el 34 por ciento de toda Cataluña. En 2001, la población catalana era de 6.500.000 personas, por lo que el peso relativo de Barcelona se había reducido hasta el 23 por ciento, una disminución espectacular que poco tenía que ver con el turismo, sino con los sucesivos booms inmobiliarios vividos desde mediados de la década de 1980. En la actualidad, los habitantes de Barcelona representan poco más del 21 por ciento del total de los catalanes, lo que manifiesta tanto un mayor reequilibrio demográfico entre Barcelona y su periferia, y entre Barcelona y el resto de Cataluña, como posiblemente una agudización del proceso de gentrificación del centro de la ciudad, que ha existido siempre. Baste recordar que a mediados de los ochenta, cundió el pánico en el ayuntamiento por la desertificación del Eixample, debido a la avanzada edad de sus cada vez menos numerosos residentes y al hecho de que muchas familias habían optado por residencias en las urbanizaciones situadas en la periferia de la metrópoli.

Los números no engañan, y el clima actual, como ya puse de manifiesto en una anterior entrada, ha sido artificialmente amañado desde el propio consistorio, sembrando las semillas de la turismofobia que actualmente se manifiesta en pintadas y acciones presuntamente reivindicativas que nada tienen que ver con la objetividad (global), y sí con el sectarismo, el incivismo y la intolerancia antidemocrática pura y dura.  Las gentes de Arran harían bien en documentarse y ser conscientes de que el mayor proceso de gentrificación que se dio en esta ciudad y en todo el país en general tuvo lugar cuando eran acaso unos cachorrillos de teta , y el decreto Boyer de liberalización de los alquileres significó incrementos del cien por cien para todo el mundo sin excepción en un plazo de tiempo muy corto, de apenas una legislatura.  Y además también afectó a los precios de compra de las viviendas de un modo que hoy en día nos parecería increíble: desde 1986 a 1992, la mayoría de los pisos pasaron a triplicar su precio, y en algunos barrios de Barcelona incluso más aún. Si los gamberros de Arran conocen el significado de la palabra “hemeroteca”, pueden consultar las varias que existen para ver lo cierto de mi afirmación.

Así que lo que ahora ocurre con el turismo y el alquiler vacacional es algo muy alejado de la verdad. Una verdad distorsionada tanto por intereses económicos como políticos, y aprovechada por grupúsculos de extrema izquierda que lo único que van a  conseguir finalmente es que la CUP deje de ser una formación de referencia de la izquierda, para convertirse en un grupo testimonial de desquiciados. Como describía magistralmente – y con no poca ironía- Slawomir Mrozek en su relato ultracorto “Revolución”, hay quien de lo novedoso pasa al inconformismo, y del inconformismo a la vanguardia, y de la vanguardia a la presunta revolución, sólo para descubrir que la revolución es dura, incómoda y difícilmente soportable, para acabar de vuelta al punto de partida, sólo que entre medio de todo ese maldito postureo cíclico, las sociedades que son víctimas de esas dinámicas suelen vivir en un escenario de demagogia, dogmatismo e intolerancia difícilmente compatibles con la auténtica democracia. Pero eso parece importarle muy poco a quienes, de uno y  otro bando, pueden sacarle réditos inmediatos a sus bárbaras falsedades y a sus atroces “acciones directas” presuntamente reivindicativas de un futuro mejor para los habitantes de Barcelona, pero que no son más que pirotecnia.

La gente de Arran (y en gran medida otros componentes de la CUP) pretenden imponer su modelo de ciudad, su estilo de vida y su forma de entender las dinámicas económicas. Prescinden de pedagogía y de lecciones históricas, y por tanto, pasan también de los hechos relevantes y objetivos.  Son violentos hasta la médula, porque saben que su único argumento es la violencia (verbal o de la otra), ya que carecen de suficiente cultura política y de suficientes recursos  intelectuales para someterse a un debate abierto y ante el escrutinio de una audiencia imparcial y no mediatizada por las consignas al uso.  Por eso atacan autobuses, emborronan fachadas y pinchan ruedas de bicicletas, porque carecen de otra justificación que su odio hacia la ciudad tal como es hoy en día, sin comprender que ya era así -y ciertamente, mucho peor- hace dos o tres décadas, y que el turismo no tiene la culpa -en absoluto- de los procesos evolutivos que suceden en todas las grandes urbes desde que el hombre abandonó las praderas de África y la vida de cazador-recolector, que es a lo que parecen aspirar de nuevo quienes siguen ciega y devotamente las estupideces que proclama y perpetra la muchachada de Arran.

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