martes, 29 de agosto de 2017

La pitada

Aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid para traer el agua al molino de nuestra conveniencia parece ser uno de los rasgos definitorios de la especie humana, aunque en demasiadas ocasiones ello nos conduzca a comportamientos inconsistentes, cuando no abiertamente irracionales.

Lo peor de todo es que a esas conductas carentes de la más mínima congruencia lógica solemos oponer  un intrincado proceso de racionalización que sirve únicamente para justificarnos frente a los demás y frente a la historia, sin reparar que en la mayoría de las circunstancias, esas pseudojustificaciones nos hacen ahondar más en el ridículo de lo absurdo. En vez de sacar el agua clara, lo que hacemos es enturbiar nuestra mente con el objetivo, posiblemente inconsciente, de ser absolutamente miopes a las estupideces que decimos y hacemos. Algo así como llevar las gafas del intelecto empañadas expresamente, para tener una imagen borrosa que no nos muestre en detalle lo estúpidos que podemos llegar a ser.

Como ya declaré en mi anterior entrada, el atentado de Barcelona no era la ocasión adecuada para manifestar discrepancias políticas de ningún tipo, ni mucho menos para emprenderla contra nuestros gobernantes, por muy opuesta que fuera nuestra ideología respecto a la suya. En primer lugar, porque las víctimas se merecen un respeto en su dolor y en el de sus familias, venidas de todos los puntos del globo y casi con toda certeza con visiones y percepciones muy diferentes en el ámbito político, económico y social. La idea era unirnos a  todos en algo común, como es el sufrimiento inmerecido de aquellas víctimas en concreto, y en el de toda una ciudad que quería expresar su solidaridad con ellas.

Pero no fue así, al menos para una parte significativa de los asistentes al emotivo homenaje del sábado 26 de agosto de 2017. Asistí a la manifestación, coreé como todos el lema "No tinc por", y escuché emocionado las notas del Cant dels Ocells mientras miles de rosas rojas, blancas y amarillas se elevaban hacia el cielo de mi ciudad. Pero pese a ser de izquierdas e independentista, estuve en absoluto desacuerdo con los pitos al rey y a las autoridades del gobierno central que asistieron a la concentración de repulsa del yihadismo. El sábado no tocaba eso, porque quienes acudían lo hacían como representantes de las instituciones y no como miembros sectarios de una formación política concreta. 

Que a algunos no les guste que España sea una monarquía (entre  los que me cuento) no impide que todo país tiene su más alta representación institucional en alguna figura, sea rey de una monarquía o sea presidente de una república. Es un papel representativo de toda la nación. Si no gusta el modelo, hay que luchar por cambiarlo, pero mientras tanto, quien representa a todo el pueblo, al margen de criterios partidistas (y hay que subrayar ese concepto) es el jefe del estado, que en nuestro caso es, todavía, el rey Felipe. 

Que a media España no le apetezca lo más mínimo ser gobernada por el PP es más que comprensible, pero ante una catástrofe de cualquier tipo, el gobierno es quien dirije la nación, y a sus miembros corresponde asumir la responsabilidad y encabezar a toda la ciudadanía cuando las cosas se ponen feas, y eso no tiene nada que ver con el hecho de que sean de derechas o de izquierdas, sino con el de que todos formamos parte de una comunidad extraordianriametne compleja y diversa y que nunca llueve al gusto de todos. Pero cuando lo que llueve son chuzos de punta, necesitamos (y deberíamos estar agradecidos) todos los apoyos posibles, aunque vengan de nuestros adversarios en otras materias.

Si un seismo catastrófico destrozara Barcelona, me pregunto si todos los que pitaron al gobierno el día 26 de agosto también rechazarían la ayuda y la solidaridad del gobierno central. O al contrario, censurarían sin tapujos al gobierno si por el motivo que fuera Madrid diera la espalda a Barcelona y nos dejaran apañarnos con nuestra desgracia, nuestras víctimas y nuestro dolor.

Hay momentos en la vida en los que somos prioritariamente animales políticos, y está bien que así sea. Son esos momentos en que nuestras ideas políticas, sociales y económicas se baten en franca lucha con las de nuestros oponentes.. Pero hay otros momentos en los que debe primar el único factor totalmente incuestionable: pese a todas nuestras diferencias, somos iguales como humanos. Cualquier otra concepción  fomenta el odio simple y llanamente, aunque queramos disfrazarlo de mil maneras dsitintas. Lo cual no nos hace tan diferentes de los yihadistas que segaron tantas vidas en las Ramblas.

La visceralidad y la emocionalidad en la vida pública  son muy peligrosas, además de estúpidas. Quienes así actúan omiten todo control racional de sus pensamientos, y todo análisis crítico objetivo de su conducta. Y además lo empeoran todo con ideas francamente absurdas, como pretender conectar el terrorismo yihadista con la venta de armas por los países occidentales. El negocio armamentístico puede ser objteo de cuantos debates y críticas se quieran, pero no podemos olvidar que el atentado de las ramblas se hizo con material doméstico, adquirible en cualquier comercio, precisamente porque el Estado islámico hace ya tiempo que tiene  serias difcultades para abastecerse de armamento convencional con el que llevar a cabo sus acciones. Por otra parte, y como ya sabemos de antiguo, el mal no está en el cuchillo que compramos, sino en el uso que le damos. 

Pretender equiparar el negocio armamentístico con el yihadismo terrorista es totalmente incongruente, porque en última instancia nos lleva a un dilema similar al del huevo o la gallina, o peor aún, a una de esas argumentaciones recursivas en las que cada acto se conecta causalmente (y de forma totalmente simplista) con un acto anterior, lo cual nos lleva a una espiral reduccionista en la que el culpable inicial o causa primera del yihadismo pudo haber sido perfectamente Moisés llevando a su pueblo a Palestina en los tiempos bíblicos.

Para mayor escarnio, muchas de las octavillas y pancartas que lucían algunos asistentes eran un prodigio de desconexión psicológica y mental respecto a lo que estaba sucediendo. El rollo pretendidamente buenista que empleaban algunos en sus mensajes resultaba exasperante, porque parecía pedir perdón a los terroristas por haberles casi obligado a actuar así. Pongamos las cosas en su sitio, y no nos dejemos llevar por el síndrome de Estocolmo en versión yihad. Cuando se mata gente voluntariamente y a sangre fría, hay un sólo culpable, el asesino. Argumentar lo contrario es hacerle el caldo gordo a los ideólogos del terror y justificar su existencia. Y en un país como España, que durante decenios vivió bajo una lluvia de sangre del terrorismo, es vergonzoso que algunos se apunten a versiones estrambóticas y justificaciones heterodoxas de esa expresión del  mal absoluto que es el asesinato de seres humanos por pura y simple intolerancia. Desde luego, digamos no a la islamofobia, pero eso tampoco significa que tengamos que rasgarnos las venas colectivamente por inducir a los pobres islamistas a matarnos indiscriminadamente.

Lo que hizo un sector de los asistentes a la manifestación del día 26 de agosto es demagogia en estado puro, y es deplorablemente similar a las argucias que emplearon hace ya décadas los regímenes totalitarios para justificar una particular forma de entender la política, en la que toda ocasión es buena para apalear al adversario, sin antender a consideraciones éticas de ningún tipo. Es el todo vale puesto al servicio de una causa, la que sea, que se enaltece por encima de la razón, de la autocrítica, y de la conciencia desapasionada. 

Quiero pensar que muchos de los que pitaron al rey y a las autoridades lo hicieron de forma irreflexiva, impulsados por ese comportamiento gregario que se da casi siempre en las multitudes. Aún así, lo que hicieron los instigadores de la pitada y sus seguidores fue mucho más grave de lo que parece: rompieron el sentido de unidad y de respeto por las víctimas, antepusieron el credo político al humanitario, y a muchos nos hicieron sentir vergüenza y rabia por manipular en su propio y exclusivo interés un momento tan emotivo como aquél. Nunca más, en todos los sentidos.


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