Cómo juzgará la historia la
presidencia de Donald Trump es algo que todos desconocemos a estas alturas tan
incipientes de su mandato, pero lo que si ya podemos concluir es algo que se
palpa en el presente desde que ese personaje histriónico –rayano en lo
patológico, diría yo- ganó las elecciones norteamericanas. Esa afectación y
teatralidad en todo su quehacer público son tan obvios que resultan fácilmente
caricaturizables, lo cual se me antoja peligroso, porque esa inadvertida
comicidad de su actitud pública oscurece un perfil mucho más peligroso de lo
que aparenta. Trump no es un payaso con suerte, sino un narcisista con mucho
poder, convencido de que puede con todo.
Esa manera suya de actuar y de
gobernar ha puesto de manifiesto algo que tal vez no parece tan evidente a
primera vista. Las personalidades de una radicalidad extrema son, con total
independencia de su ideología política (si es que tienen alguna), elementos
sumamente perturbadores de la sociedad civil porque crean una polarización
transversal que suele ir mucho más allá de la tradicional división entre
izquierdas y derechas, entre progresistas y conservadores. Es decir, consiguen
lo contrario de lo deseable en una sociedad en crisis y con necesidad de
renovación, pues su aparatosa puesta en escena rompe todo posible consenso
político y fomenta la acritud y la agresividad en el enfrentamiento entre los
adversarios.
Unos adversarios que, a medida
que ese radicalismo histriónico permea hacia las capas más bajas de la
sociedad, se convierten en enemigos alentados por un odio cada día más
acentuado, lo cual puede desembocar –como así ha ocurrido en Charlottesville-
en disturbios de una gravedad que no se puede minimizar, aunque hayan ocurrido
al otro lado del Atlántico.
Y es que los Trumps de este
mundo, cuyo discurso inflamado, su pose de suficiencia casi divina y su
incapacidad manifiesta para empatizar con quienes no opinan como ellos, son
muchos y diversos, aunque con unas mismas características psicológicas. Desde
los islamistas radicales hasta el chavismo desenfrenado, pasando por diversidad
de líderes africanos, todos beben del mismo estilo chulesco e intransigente de
Trump. También todos se caracterizan por su incapacidad absoluta para ejercer
la autocrítica y la aceptación de que pueden equivocarse – y de hecho se
equivocan- como simples mortales que son, pese a todo su poder.
En esta ocasión, Trump se ha
equivocado equiparando la violencia supremacista blanca con la violencia
reactiva de sus oponentes, y ha sido incapaz de discernir (al menos
públicamente) que por mucho votante redneck
blanco, garrulo y pueblerino que conforme una parte sustancial de su base
electoral, no puede andar por ahí disculpando todas las barbaridades que se
dicen y hacen en una América profunda envalentonada desde el triunfo de su
candidato presidencial.
La valía de un político es directamente
proporcional a su valentía, incluso frente a quienes le han aupado al poder. Un
político sólo puede ser calificado de estadista cuando realmente tiene en mente
el bien común general y los principios elementales de civilidad y democracia por
encima de la opinión de sus seguidores e incluso de sus propias ideas, porque
un estadista gobierna para todo un país y en nombre de una idea común que debe
estar por encima de los programas partidistas. Por eso Maduro jamás ha sido ni será
un estadista. Y tampoco Trump, que de eso ni sabe ni contesta, y cuando lo hace
es de una tibieza tal que sorprende, vistos sus habituales aires de gallo alfa del
corral.
Pero tal vez la lección más
importante de todas es que hay que desconfiar tremendamente de quienes se
erigen en líderes mediante un discurso radical y polarizador, porque fomentan
la división y el enfrentamiento en la sociedad. Una división que suele acabar
en rupturas irreconciliables y en violencia callejera previa a una confrontación
civil (como ha sucedido en Venezuela), y que parece inimaginable que suceda en
los Estados Unidos, pero que no es descartable si su presidente sigue ese rumbo
de colisión tan directo hacia todo quien se opone a su forma de entender el
gobierno de su país.
Jalear a los descontentos puede
ser muy rentable electoralmente, pero también es un arma muy peligrosa si no se
controla cuidadosamente, porque una sola persona puede arrastrar a miles tras
de sí. Pero lo que casi nunca consigue es parar a la masa embravecida una vez
que ha adquirido inercia y velocidad. Las palabras inflaman, pero para apagar
el incendio no suelen ser suficientes, salvo en los contados casos de huestes sumamente
disciplinadas y fieles al líder incluso cuando frena y cambia de rumbo. No
parece ser ese el panorama en los Estados Unidos, así que de momento, somos
unos cuantos quienes vemos a Trump como un peligroso pirómano. Sólo nos queda
confiar en que su equipo le esconda la caja de cerillas.
Nada que añadir. Un artículo genial!
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