miércoles, 16 de agosto de 2017

Trump, el pirómano


Cómo juzgará la historia la presidencia de Donald Trump es algo que todos desconocemos a estas alturas tan incipientes de su mandato, pero lo que si ya podemos concluir es algo que se palpa en el presente desde que ese personaje histriónico –rayano en lo patológico, diría yo- ganó las elecciones norteamericanas. Esa afectación y teatralidad en todo su quehacer público son tan obvios que resultan fácilmente caricaturizables, lo cual se me antoja peligroso, porque esa inadvertida comicidad de su actitud pública oscurece un perfil mucho más peligroso de lo que aparenta. Trump no es un payaso con suerte, sino un narcisista con mucho poder, convencido de que puede con todo.

 

Esa manera suya de actuar y de gobernar ha puesto de manifiesto algo que tal vez no parece tan evidente a primera vista. Las personalidades de una radicalidad extrema son, con total independencia de su ideología política (si es que tienen alguna), elementos sumamente perturbadores de la sociedad civil porque crean una polarización transversal que suele ir mucho más allá de la tradicional división entre izquierdas y derechas, entre progresistas y conservadores. Es decir, consiguen lo contrario de lo deseable en una sociedad en crisis y con necesidad de renovación, pues su aparatosa puesta en escena rompe todo posible consenso político y fomenta la acritud y la agresividad en el enfrentamiento entre los adversarios.

 

Unos adversarios que, a medida que ese radicalismo histriónico permea hacia las capas más bajas de la sociedad, se convierten en enemigos alentados por un odio cada día más acentuado, lo cual puede desembocar –como así ha ocurrido en Charlottesville- en disturbios de una gravedad que no se puede minimizar, aunque hayan ocurrido al otro lado del Atlántico.

 

Y es que los Trumps de este mundo, cuyo discurso inflamado, su pose de suficiencia casi divina y su incapacidad manifiesta para empatizar con quienes no opinan como ellos, son muchos y diversos, aunque con unas mismas características psicológicas. Desde los islamistas radicales hasta el chavismo desenfrenado, pasando por diversidad de líderes africanos, todos beben del mismo estilo chulesco e intransigente de Trump. También todos se caracterizan por su incapacidad absoluta para ejercer la autocrítica y la aceptación de que pueden equivocarse – y de hecho se equivocan- como simples mortales que son, pese a todo su poder.

 

En esta ocasión, Trump se ha equivocado equiparando la violencia supremacista blanca con la violencia reactiva de sus oponentes, y ha sido incapaz de discernir (al menos públicamente) que por mucho votante redneck blanco, garrulo y pueblerino que conforme una parte sustancial de su base electoral, no puede andar por ahí disculpando todas las barbaridades que se dicen y hacen en una América profunda envalentonada desde el triunfo de su candidato presidencial.

 

La valía de un político es directamente proporcional a su valentía, incluso frente a quienes le han aupado al poder. Un político sólo puede ser calificado de estadista cuando realmente tiene en mente el bien común general y los principios elementales de civilidad y democracia por encima de la opinión de sus seguidores e incluso de sus propias ideas, porque un estadista gobierna para todo un país y en nombre de una idea común que debe estar por encima de los programas partidistas. Por eso Maduro jamás ha sido ni será un estadista. Y tampoco Trump, que de eso ni sabe ni contesta, y cuando lo hace es de una tibieza tal que sorprende, vistos sus habituales aires de gallo alfa del corral.

 

Pero tal vez la lección más importante de todas es que hay que desconfiar tremendamente de quienes se erigen en líderes mediante un discurso radical y polarizador, porque fomentan la división y el enfrentamiento en la sociedad. Una división que suele acabar en rupturas irreconciliables y en violencia callejera previa a una confrontación civil (como ha sucedido en Venezuela), y que parece inimaginable que suceda en los Estados Unidos, pero que no es descartable si su presidente sigue ese rumbo de colisión tan directo hacia todo quien se opone a su forma de entender el gobierno de su país.

 

Jalear a los descontentos puede ser muy rentable electoralmente, pero también es un arma muy peligrosa si no se controla cuidadosamente, porque una sola persona puede arrastrar a miles tras de sí. Pero lo que casi nunca consigue es parar a la masa embravecida una vez que ha adquirido inercia y velocidad. Las palabras inflaman, pero para apagar el incendio no suelen ser suficientes, salvo en los contados casos de huestes sumamente disciplinadas y fieles al líder incluso cuando frena y cambia de rumbo. No parece ser ese el panorama en los Estados Unidos, así que de momento, somos unos cuantos quienes vemos a Trump como un peligroso pirómano. Sólo nos queda confiar en que su equipo le esconda la caja de cerillas.

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