miércoles, 9 de agosto de 2017

La lección del caso Neymar

El caso Neymar resulta vergonzoso por varios motivos, todos extradeportivos, y que ponen sobre el tapete la escasísima estatura ética y el doble rasero de los aficionados al fútbol –ciudadanos comunes como todos- a la hora de juzgar la inmoralidad creciente en el mundo del deporte profesional, y muy especialmente en el fútbol.

Que se paguen 222 millones de euros contantes y sonantes por un imberbe veinteañero da para muchas reflexiones, todas ellas preocupantes. No caeré en la fácil demagogia de decir eso tan manoseado de que es mucho dinero por alguien que se viste de calzón corto para darle patadas a un balón, pues mi intención es ir algo más allá. Un más allá que ya anunció el sumamente antipático, pero también clarividente Jose Mourinho, cuando afirmó que el problema no era el precio de Neymar, sino que de ahora en adelante, muchos futbolistas que no lo valen serán traspasados por cien millones, en un efecto burbuja de sobras conocido en todos los ámbitos económicos.

La hiperinflación del mercado del deporte ha sido causada por la irrupción desacomplejada de magnates rusos y árabes con la complacencia -si no complicidad- de las autoridades deportivas, como una forma, no tanto de hacer negocios e invertir capital, sino como reflejo de una egolatría y megalomanía sin límites que les otorgue el relumbrón social en occidente del que carecerían sin sus abultadísimos gastos, mayormente suntuarios. Pues el deporte profesional, a este nivel, no es más que un escaparate de egos que rinde muy poco beneficio real a los clubes, que mayormente necesitan estar permanentemente endeudados para seguir estando en la cima mediática y deportiva.

El Barça ingresa 222 millones de euros, pero ese dinero se ve inmediatamente comprometido en la imperiosa necesidad de nuevos fichajes, automáticamente encarecidos por la fabulosa cifra del traspaso de Neymar y por la codicia sin costuras de la jauría de managers, representantes y demás depredadores oportunistas del mundo del deporte que pululan alrededor de  cada estrella, por poco luminosa que sea. Nunca se sabe. Bien, sabemos una cosa: el Barça acabará pagando más por sus fichajes sustitutorios que lo cobrado por el traspaso de Neymar.

Al margen de que esta espiral inflacionista está conduciendo a una burbuja de imprevisibles consecuencias, y  aunque varios expertos en la materia han afirmado rotundamente que esta situación es insostenible a corto plazo, ya que los derechos televisivos y la venta de productos relacionados con los derechos de imagen no bastan ya  para compensar los costes de un mercado que lo está devorando todo, hay que tener presente que al parecer, nadie se cuestiona la procedencia del dinero con el que se están llevando a cabo esas monstruosas operaciones. Y los primeros culpables son las socios y aficionados.

Parece mentira que se ponga tanto empeño en, por ejemplo, controlar la procedencia de los diamantes que se exhiben en los escaparates de nuestras joyerías, a fin de certificar que no son “diamantes de sangre” exportados de las crueles guerras que se libran salvajemente en el corazón de África, y en cambio, nadie cuestione ni por un instante la limpieza del dinero que ponen sobre la mesa los  jeques árabes o los magnates exsoviéticos para satisfacer su afán de notoriedad. Ni tampoco nadie se cuestiona si ese enorme capital monetario se está utilizando para lavar dinero sucio o para asuntos de evasión fiscal. No, el aficionado lo único que quiere es que sus amados colores ganen cuantos más títulos mejor, y por ello se le induce a comportarse como un descerebrado pueril e ingenuo, a lo que se presta con un entusiasmo digno de mejor causa.

Esta dinámica favorece tremendamente la convergencia de intereses diversos (todos bastante aviesos) y el hinchado de la burbuja económica que vive el fútbol en particular. Como todas las burbujas, acabará reventando, por supuesto, pero el tema no es cuándo, sino cómo lo hará y en qué medida acabará perjudicando a todo el deporte. Cuando los globos pinchan, salpican con su contenido a todo el que se encuentre en su radio de acción. Y si el globo contiene mierda, eso es lo que caerá sobre las cabezas de los aficionados, que a fin de cuentas, son los que pagan el espectáculo a través de los múltiples canales mediante los que el sistema, perfectamente engrasado, devora sus ahorros de forma tan sistemática como merecida. Por estúpidos.

Porque una cosa está clara: esos magnates que ahora se vuelven locos por el futbol europeo, lo abandonarán con la misma prisa con la que llegaron cuando se les abra un panorama más ventajoso, en términos de imagen y poder mediático, en otras tierras. Si las ligas asiáticas llegan a ser tan impactantes como las europeas, habrá que ver cuál será el panorama dentro de unos años. Si el “soccer” en Estados Unidos acaba consolidándose como otro deporte mayoritario, no hay duda de que los jeques preferirán la dorada Nueva York a la crepuscular Paris, por citar sólo un ejemplo. Y todo eso acabará haciendo mucho daño al deporte de base. Antes, los dirigentes de los clubes eran personas comprometidas con el deporte, vinculadas a él desde siempre. Actualmente, el mundo del deporte es una ciénaga de oportunistas y especuladores que sólo buscan sacar tajada de un pastel que engorda mucho y muy deprisa, pero en el que no tienen mayor interés real que el que se deriva del poder y el dinero. En realidad, a muchos de ellos es más que probable que no les guste el deporte, del mismo modo que a muchos especuladores inmobiliarios la arquitectura les trae sin cuidado.

Eso es sumamente peligroso, porque es terreno abonado a graves infortunios, pues cuando en un negocio no hay alma (y no podemos obviar que el deporte profesional es ante todo un negocio), vale cualquier cosa. Lo hemos visto hasta la saciedad con los fondos buitre surgidos  durante la crisis económica mundial, para quienes lo único que cuenta es la cuenta de resultados. Ni el trabajo bien hecho, ni el capital humano, ni los valores y la seriedad del producto tienen la menor relevancia para esos nuevos emperadores del dinero. Lo mismo sucede con las actuales amos del fútbol, surgidos de la nada con los bolsillos repletos de euros para dilapidar, pero sin el menor asomo de corazón en sus compras. Nasser Al Khelaïfi es, ciertamente, el presidente del PSG, pero nadie dude que si el Futbol Club Barcelona o el Real Madrid fueran sociedades mercantiles, no habría dudado ni un instante en comprarlas para hacer con ellas lo mismo que está “construyendo” en París.

Y lo peor de todo es que en París, la que en su día fue la Ciudad-Luz, faro de la cultura occidental, han recibido al criajo con honores de casi jefe de estado. Incluso han tenido la atroz ocurrencia de utilizar la Torre Eiffel como luminosa bienvenida a Neymar, una ofrenda reservada para ocasiones muy contadas y especiales. Sólo hubiera faltado que le construyeran un arco de triunfo cual si fuera un nuevo Julio César entrando en Lutecia. Y como se dice vulgarmente, la gente aplaudiendo entusiasmada hasta con las orejas. Los refinados parisinos, interpretando lo que su jeque esperaba de ellos, pero que no deja de ser un espectáculo triste y deplorable, por mucha pasión con que quieran adornarlo.

2 comentarios:

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  2. Fántastico artículo.Esta desmesura que actualmente se ha apoderado de nuestras vidas y economía no va acabar bien en ningún sector. Personas que sólo les importan los resultados obviando el capital humano, y el producto o servicio final( pero que gracias al cual existen...) son muestras que algo está fallando y mucho. Que Neymar sea tratado como un César en Lutecia ( me ha encantado esta comparación) me hace pensar que vivimos en una era de Cómic. Uderzo y Goscini, los creadores de Astérix y Obelix, hubieran hecho una gran parodia de la que nos reiríamos al sacar esa vis cómica, pero crítica, que como un espejo nos haría ver lo ridiculo de todo esto. De momento ante tanta ignorancia mas vale esperar que esto no acabe en tragedia griega.

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