Si Umberto Eco levantara la cabeza, se
estremecería ante el uso que se está dando a determinadas palabras en el debate
–más bien combate sin reglas- del que somos espectadores estos últimos días a
cuenta del referéndum de independencia de Catalunya. Y su asombro no provendría
tanto de los contenidos, sino de la conversión de la semántica en semiótica de
conveniencia. O lo que es lo mismo, de la distorsión del significado de términos habituales en política, como “democracia”, “estado de derecho” o “totalitarismo”
en meros signos carentes de cualquier coincidencia con su interpretación real,
reconvertidos en símbolos de una ideología que quiere apropiarse de ellos y
despojar así de legitimidad al adversario, en este caso, el independentismo
catalán.
Y no es que Eco hubiera simpatizado con el
proceso de independencia, ni mucho menos (baste recordar su apasionada
oposición a los postulados de la Liga Norte de su país), sino que su ácida
ironía se habría volcado sobre esa apropiación indebida de la democracia por
parte del gobierno español y de los unionistas catalanes, que pretenden, de
este modo, desacreditar el movimiento independentista como si de un grupo de
subversivos facciosos se tratara.
Ciertamente, la ironía hace que gente de
talante notablemente autoritario (no
creo que sea necesario recurrir a las hemerotecas para constatar, a propósito
de cualquier otro asunto político, como se expresan habitualmente los García
Albiol, Carrizosa, Sáenz de Santamaría y demás voceros de la derecha hispana)
se apropie de forma excluyente del concepto de democracia, como si ellos fueran
virtuosos paladines de los derechos de los ciudadanos, mientras que los
independentistas quedan relegados a un papel similar al de insurgentes khmeres
rojos, capaces de cometer un genocidio con tal de conseguir la independencia
catalana.
No está de más recordar que todo este jaleo
se inició hace ya muchos años, cuando el anticatalanismo puro y duro se propuso
segar de cuajo el nuevo Estatuto de Autonomía de 2006, un hecho que incluso
algunos españolistas de pro reconocen
como un error estratégico de la derecha y que lo único que consiguió fue
encabronar a millones de catalanes y predisponerlos a una actitud secesionista
que ha desembocado en este doloroso proceso. Por mucho que lo nieguen (y con
independencia de muchos factores relevantes que ahora no vienen al caso), lo
cierto es que el PP impulsó la fiebre anticatalanista hace ya diez años, y que
la cosa se les fue de las manos, pues jamás imaginaron que el efecto rebote
sería de las proporciones que ha alcanzado.
La explicación se me antoja evidente. Ante la
falta de arraigo de las tesis del PP en Cataluña, los dirigentes de Génova
dejaron de intentar conquistar un mayor espacio electoral catalán y optaron por
una estrategia de rentabilidad del voto en el resto de la península, mediante
el simple método de poner en el foco de sus ataques a Cataluña y su presunto
“egoísmo” e “insolidaridad” financieras. Algo que caló hondo en la población
española, pese a que incluso Hacienda reconoce la existencia de un sensacional
agravio comparativo y un déficit fiscal mayúsculos con Cataluña. Pero
tanto en esta como en otras cosas desde los tiempos de Goebbels (por poner un
ejemplo moderno), la táctica ha consistido en repetir tantas veces una mentira
como sea necesario hasta convertirla en una verdad dogmática e irrebatible ante
los ojos del espectador poco dado al análisis crítico.
La estrategia de convertir a las víctimas en
los malos de la película suele ser muy efectiva, y si no que les pregunten a
los judíos en relación con los innumerables pogromos que padecieron en Europa
desde la Edad Media hasta el casi definitivo Holocausto nazi, justificado en
términos muy parecidos a los que están empleando estos días los unionistas españoles.
Atribuirse en exclusiva la patente de la democracia, y escupir en el rostro del
independentismo el insulto del totalitarismo (cosa que reiteradamente hemos
visto cuando el poder establecido trata de sofocar cualquier conato de rebeldía
social, por justificado que esté), es muy grave, porque en las filas del secesionismo
catalán militan muchísimas personas cuyo talante democrático supera
infinitamente al de los portavoces del gobierno central.
Pongamos las cosas en su justo sitio: en
España, pocos movimientos han hecho tanto por traer la democracia a España,
desarrollarla y apuntalarla como el nacionalismo catalán, que durante décadas
fue el dique contra las tentaciones autoritarias en un país demasiado
acostumbrado al ejercicio dictatorial del poder (en otras ocasiones he aludido
al hecho de que en España casi nadie es
demócrata de vocación, sino por necesidad u obligación). La cultura política
catalana siempre había sido la de la tolerancia, el consenso y el debate sensato
sobre las cuestiones cruciales, algo que de forma bastante despectiva en
Madrid denominaban “el oasis catalán” hasta que se lo cargaron, tal vez porque
les daba miedo un ejercicio de la acción política basado en la argumentación
antes que en la disputa a degüello, tan características de la política española
tradicional.
Resulta obvio que para cualquier analista
guiado por criterios de racionalidad y objetividad, el debate sobre el
referéndum de Cataluña ha derivado en un ejercicio de visceralidad y animosidad
anticatalanas desprovisto de cualquier elemento fáctico real, lo que periódicamente
conduce a sucesivos efectos boomerang en
el que los catalanes encabronados (y son muchos) responden enrocándose aún más
en posiciones radicales que en principio no hubieran deseado mantener.
Jode mucho que unos señores y señoras que
ostentan un cierto poder y capacidad de
conducción de la ciudadanía les digan a unos millones de catalanes que son antidemócratas,
totalitarios y fanáticos sediciosos en lugar
de tratar de convencerlos de sus razones mediante argumentaciones sensatas y
racionales, basadas en hechos y no en especulaciones traídas por los pelos
debido a la necesidad de ajustar las cuentas con una parte significativa de la
población al más puro estilo de la propaganda goebbeliana.
Yo no soy un fascista antidemocrático, ni un fanático
terrorista encubierto, ni un totalitario que pretende imponer una visión
específica de mi país al conjunto de la sociedad, ni un talibán del
independentismo catalán. Y como yo, hay cientos de miles de ciudadanos que lo
único que desean es expresar su opción para Cataluña en forma de voto en un
referéndum. Lo antidemocrático, por mucho que pretendan aleccionarnos en
sentido contrario diversas instituciones nacionales y europeas, es pretender
que las sociedades son inamovibles e imperecederas en su estado actual, como si
hubiéramos llegado al fin de la historia. Lo totalitario es pretender, de forma
incoherente con el devenir histórico, que las fronteras nacionales se han
fijado ya para siempre de forma indisoluble, porque eso también es negar el
futuro de una Europa unida y sin fronteras internas (algo de lo que muchos
hablan, pero en lo que nadie cree). Lo terrorista (y fanático de un cierto
concepto de la sociedad) es imponer un modelo único de sensibilidad social y
cultural que a muchos agradaría ver extendido uniformemente desde Finisterre al
cabo de Creus, al más puro estilo jacobino francés. Y lo fundamentalista es no admitir la
disensión interna en una sociedad
presuntamente avanzada. O peor aún, admitirla pero dejarla atada de pies y
manos aludiendo a una presunta inviolabilidad de la Constitución, como si fuera
la ley la que modela la sociedad y no a la inversa.
El voto, pese a todos sus defectos e
inconvenientes, es el instrumento más importante de la democracia. Si se impide
el voto aludiendo a cuestiones puramente formales (es decir, a que el recipiente
constitucional no lo permite), se está socavando la esencia misma de la
democracia, en la que lo que realmente importa es el contenido. De un modo
surrealista, es como pretender que tenemos que seguir usando ánforas griegas en
lugar de botellas de cristal para conservar el vino. Uso esta metáfora a conciencia, porque
el estado de derecho jamás puede ser un sólido mazacote inamovible, sino que
tiene ser fluido y adaptable a su entorno como los líquidos. Y su recipiente
también debe poder ser modificado en función de la evolución de cada sociedad a
lo largo de los años.
Dicho esto, por mí pueden quedarse con las
ánforas, que yo prefiero el porrón.
Ens que ens han emprenyat tant i han estat tan mesquins i mentiders els del PP (i adlàters) que ja no hi ha camí enrere. Votar i (tan de bo!) poder fotre el camp és la via. I segur que si hagués hagut alguna proposta sensata i dialogada, encara ens quedaríem. Però davant el No immobilista i basat en el menyspreu i en la" unidad indisoluble de la nacíon común" (que ja fa caguera) només queda un Sí (a la independència) proactiu i decidit. Jo ho veig aixi.
ResponderEliminar