La crisis de los refugiados en Europa se está gestionando de forma desastrosa. Los poderes públicos están atenazados entre
una ola de xenofobia al estilo “Santiago y cierra España”–comprensible,
teniendo en cuenta que las oleadas migratorias que tienen lugar en
tiempos de crisis sistémica de una sociedad nunca van a ser bien
recibidas por gran parte de la población- y otra ola de buenismo
neoprogre redentorista -pero desenfocado, porque incluso en situaciones
de bonanza no es posible acoger por las buenas a todo el que se presente
en nuestras fronteras- que pretende una apertura de puertas ilimitada.
Consideraciones de orden electoral llevan a la mayoría de gobiernos a
adoptar una actitud que pretende ser prudente, pero que sólo es
pusilánime, y que, a fin de cuentas, resulta insostenible, porque no se
puede estar en la procesión y andar repicando al mismo tiempo. Las
instituciones europeas también van a la deriva en este asunto,
amordazadas por los sobresaltos nacionales de los diversos estados de la
Unión Europea.
Y
es que, objetivamente, la crisis de los refugiados va a tener un coste
electoral para todos y cada uno de los gobiernos europeos, con la
notable excepción de España, que ha quedado momentáneamente al margen
del tsunami migratorio generalizado que llega a Europa desde Turquía y
Libia, principalmente. Un coste ineludible, porque la ciudadanía oscila
entre el temor más que justificado a la posibilidad de que los
inmigrantes vengan a significar más recortes salariales y de protección
social a un estado de bienestar ya bastante maltrecho hoy por hoy (y que, cómo no,
acabarán pagando las agotadísimas clases medias europeas), y otro temor,
puesto de manifiesto por los activistas de izquierdas y pro derechos
humanos, de que el cierre de fronteras implicará un recorte brutal de
los derechos humanos en la vieja Europa. Así pues, entre el miedo a la
pérdida de bienestar y el miedo a la pérdida de derechos, la otrora rica
y acogedora Europa se retuerce como una serpiente que se muerde a si
misma continuamente de una forma que no podemos permitirnos el lujo de
prolongar indefinidamente, porque eso sí que nos traerá una quiebra
social de magnitud insondable.
Y
es que unos y otros, xenófobos ultras y progres buenistas, se equivocan
de cabo a rabo, y con sus posturas maximalistas arrastran y nublan el juicio de nuestros
líderes políticos, que ya no saben cómo deshacer el ovillo de
contradicciones en el que llevan ya unos cuantos años enredados. Porque
la cuestión radica en que, como es bien conocido, el tráfico de personas
es un negocio sensacional, inmenso y con un margen de beneficios
incomparable, sostenido con un riesgo mínimo. Actualmente, el tráfico ilegal de
personas representa mayor volumen económico que el de drogas o el de
armas a nivel mundial, y todo en él es dinero negro, de una opacidad
extrema, y del que una parte considerable se está reinvirtiendo en
compra de armas y en actividades relacionadas con la yihad.
La
cuestión es que hace solo unos pocos años, el tráfico de personas, aún
siendo un gran negocio, no había adquirido ese liderazgo de la vergüenza
humana que ostenta hoy en día. Y si ha ocurrido es por falta de
previsión o, peor aún, por una ceguera política voluntaria que da la
razón al gran Saramago cuando en su Ensayo sobre la Ceguera dice:
«Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que
ven, ciegos que, viendo, no ven». Y es que hay que ser muy corto de
vista para no apreciar que el reguero de muertes y sufrimiento que traen
consigo los refugiados no acabará nunca si no se toman medidas
drásticas contra quienes se están enriqueciendo de una forma indecente y
brutal a costa de la vida de muchos inocentes y de la estabilidad de
las sociedades democráticas europeas.
Tampoco
son ajenos a esta debacle los regímenes musulmanes del mundo entero. A fin de
cuentas, el éxodo interminable de personas hacia Europa está compuesto
en el cien por cien de los casos de musulmanes, sin que hasta el momento
hayamos visto nacer una política de acogimiento en Arabia Saudí o
Qatar, por poner un par de ejemplos notables de países con poderosos
recursos económicos y, por descontado, mucha mayor afinidad cultural y
social por sus “hermanos” sirios que las naciones europeas. Lo cual, ya
con la mosca zumbando persistentemente detrás de la oreja, le lleva a uno a preguntarse cómo es
posible que no haya surgido una sola voz en el escenario internacional
reclamando mayor implicación de las naciones musulmanas en la resolución
de la crisis humana desatada en Siria, Iraq y Afganistán. Parece como
si todo estuviera organizado de modo que el peso de este desastre la
asuman Merkel y compañía, en cuyo caso a muchos europeos nos gustaría saber por qué.
Como
también nos gustaría saber por qué no se actúa “manu militari” contra
las mafias que trafican con vidas humanas, ahora que ya hemos visto los
extremos de crueldad a los que pueden llegar (como cortar las amarras de
un pesquero sin motor anegado de agua con cientos de
mujeres y niños a bordo para dejarlos morir en el mar). Y es que me tienta pensar -hasta un total convencimiento- que a los
poderes económicos mundiales les cuadran mejor las cuentas cuando los
que sufren son los refugiados y los ciudadanos de los países que los
acogen forzosamente, que no enviar a sus ejércitos -que para eso están o
deberían estar- para ajustarles las cuentas a las grandes mafias de
traficantes, que a su vez están directamente conectadas con el yihadismo
y otras actividades más o menos violentas de desestabilización
internacional.
O
tal vez es que los mismos que con una mano atizan el fuego de la
xenofobia son los que se benefician, directa o indirectamente, del
enorme flujo de dinero procedente del tráfico de personas, en cuyo caso
alguien haría bien en procurar desenmascararlos, en vez de tratar de
vender a la ciudadanía europea la infumable solución de que aquí hay
sitio para todos, deleznable eufemismo para significar que lo que hay
para todos, a este paso, es un reparto equitativo de la miseria y un
incremento de las desigualdades sociales y económicas. Eso sin contar
que tanta inmigración masiva favorece, como ya sucedió en USA con los
“espaldas mojadas”, nuevas formas de esclavitud laboral y social, y un
empeoramiento de las condiciones generales de trabajo y de vida del
conjunto de la población. O sea, un “fucking disaster”, que diría el
bueno de Trump, cuyo lenguaje soez y populachero no desacredita un
malestar de fondo de gran parte de la sociedad norteamericana a la que
le dicen –como a la europea- que hay que ser más solidarios y
receptivos, mientras las grandes fortunas se siguen encaramando hacia el
olimpo de unos dioses que jamás habrían soñado con tanta riqueza (y
concentrada en tan pocas manos).
Porque
a fin de cuentas, lo que joroba a la gente normal y corriente no es hacer
sacrificios para hacer un poco de sitio a los cientos de miles de inmigrantes recién
llegados, sino que eso sea a costa exclusivamente de las clases
populares, cada vez más encorsetadas y oprimidas entre unas paredes
asfixiantes, levantadas por nuestros políticos con tan escaso acierto como
inteligencia.Y es que parece que la lucha por los derechos humanos de unos deba ser a costa de los tan duramente conseguidos en decenios de lucha política y sindical de otros.
O sea, la vieja historia del engaño y la mixtificación que ahora ya revientan las costuras del disfraz. Y luego nuestros líderes se quejan de la deriva radical de izquierdas y derechas que está experimentando el continente. Populismo, le llaman, sin asumir ni por un instante que todo se debe a su desidia e incompetencia.
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