Llega un momento en la vida en que a uno, si es
persona dada a la reflexión sensata y procura observar los
acontecimientos a través del prisma de la ecuanimidad, le
hace tanta mella el hastío que ni siquiera apetece refutar la sarta de
imbecilidades que llegan a pronunciar públicamente políticos de aquí y
(por suerte, por aquello del mal de muchos) también de allá. Luchar
contra la estupidez humana es como achicar agua de un bote
con una pala de playa: un trabajo cuyo único fin es retrasar el
hundimiento inevitable si no acude alguien al rescate.
Terry
Pratchett, una de las mentes más humorísticamente agudas que dio el
siglo XX y a quien supongo descansando en la gloria de su Mundodisco,
siempre dijo que lo realmente admirable de la especie humana era el
tesón con el que había conseguido hacer de la estupidez una especie de
enseña universal y memorable. Vamos, que lo habíamos hecho rematadamente bien, esto
de ser estúpidos y encima, regocijarnos por ello. Desde luego, a la
cabeza de tanta imbecilidad se posicionan, apelotonados a codazos, los
políticos de todo pelaje ansiosos de pasar a la posteridad al precio que
sea.
En España
tenemos notorios ejemplos, dignos del máximo reconocimiento en esa área,
pero en el extranjero no les van a la zaga. Ahora, por fin, se han
puesto todos de acuerdo en una especie de pelotón internacional
salvapatrias para defender la integridad de la Unión Europea. Alguno
incluso debe ciscarse en tanta democracia que permita que un territorio
decida, por su cuenta y riesgo, que no le conviene seguir asociado a una
pandilla de burócratas explotadores de su peculiar momio, a la par que aduladores
de la camarilla que gobierna la cancillería del Reich, y seguramente opinará que sería mucho
mejor si los estatutos de la UE (porque llamar Constitución a ese bodrio
que pergeñaron en lo que imagino varias noches de desorden etílico
sería un grave insulto a la inteligencia) prohibiesen la escisión de
ningún asociado so pena de enviarle los tanques para mantener la
soberanía nacional y la integridad territorial de la gran Europa. Vamos,
que para la legión PPSOE y demás satélites, los de Bruselas deben ser
considerados como unos pipiolos que se olvidaron de coser las costuras
del odre una vez lleno.
En
esto los ingleses, que por su historia de corsarios son más astutos que
la mayoría de los continentales, ya se las apañaron para tener hasta hoy una
asociación con Europa sui generis, que en realidad les ha
permitido durante un montón de años estar pero sin estar. Es decir,
básicamente estar para amorrarse al pilón, y no estar para arrimar el
hombro como los demás. A mi esta actitud, que se me antoja de lo más
clarividente y sensata, siempre me ha parecido de un cínico pragmatismo
muy propio de las islas Británicas, por otra parte sumamante admirable, teniendo en
cuenta cómo las gastan nuestros padrinos teutones y sus amas de llaves
gabachas. Porque en realidad tienen toda la razón del mundo quienes, con
exquisita educación británica, claman para que les dejen de mangonear
unos señores de Bruselas con terno y maletín, que lo único que hacen es favorecer
a sus propias entidades financieras mientras pretenden estrangular toda
disidencia económica bajo el paraguas de una ortodoxia que nadie sabe
del todo para que sirve, salvo para haber prolongado la crisis unos
cuantos años más de lo necesario (los justos para sanear las cuentas de los
amigos banqueros y demás copropietarios de los llamados mercados).
En
resumen, que la campaña del Brexit se ha puesto en plan apocalíptico,
tratando de evitar por todos los medios que los políticos británicos
tengan que hacer lo que su pueblo desea en el fondo: que Europa les deje
en paz por la vía de plantar ellos a Europa. Y, por supuesto, la mejor
manera de no hacer lo que el pueblo desea es poner en práctica la misma
retahíla de estupideces Marianas que llevamos oyendo en España
durante estos seis meses de campaña electoral permanente. Es decir,
acusar al contrario de radical revolucionario, peligroso populista,
extremista irracional y motherfucker empedernido. En resumen, lo que
siempre ha hecho la derecha para acojonar al personal; meter el miedo en
campaña en modo diluvio artillero sobre los estupefactos
británicos de a pie.
Esto
recuerda mucho al cisco de Cataluña con España, que al parecer
supondría un grave quebranto sólo para los catalanes, pasando de
puntillas sobre la catástrofe que representaría para España, que es de
lo que en el fondo se trata. Y en Europa igual. Pese a las concesiones
hechas al reino Unido durante toda la existencia de la CEE primero, y de
la UE después, el Brexit sería una catástrofe de magnitud incomparable
para los bruselinos en mucha mayor medida que para los británicos, sobre
todo porque aquellos siguen teniendo las llaves maestras de dos cosas
que ningún estado con dos dedos de cerebro debería ceder jamás: su
moneda y un sistema financiero independiente.
Porque
no nos llamemos a engaño: Europa se ha construido rematadamente mal.
No se puede ir a una moneda y banco central únicos si no existe
previamente un acuerdo para una unión política y fiscal efectiva.
Pasamos de un mercado común (cosa que estaba muy bien) a una unión en la
que la cesión de soberanía por los países miembros se ha traducido en
una disciplina sadomasoquista que es cuestionada por muchísimos de los
expertos internacionales en la materia (en la medida que pueda llamarse
experto a un señor que la pifia dos de cada tres veces que pronostica
algo). Y si algo es cierto es que es rematadamente estúpido hacer unos
Estados Unidos de Europa sólo para algunas cosas, precisamente las que
más libertad de acción económica restan a los estados miembros, mientras
que todo lo demás está en el aire. Cualquier mente algo más sagaz que
la de un insecto se percatará de que esa unión monetaria favorece
exclusivamente al sistema financiero, pero deja mucho que desear en
cuanto a las políticas sociales de los estados miembros, obligados a
pasar por el tubo de una ortodoxia económica que, de nuevo, sólo
beneficia a unas élites muy concretas.
Al
final, la campaña del Brexit se ha desaguado por la cloaca del miedo
cerval, y los escenarios que nos están dibujando estos últimos días
vienen a ser como los de Europa justo tras el final dela segunda guerra
mundial, sumada a una invasión de monstruos extraterrestres.
Realmente espectacular resulta el nivel de especulación gratuito y
malsano sobre las consecuencias del Brexit, cuando en realidad es
prácticamente imposible siquiera esbozar cual sería el resultado a medio
plazo de esa secesión para británicos y continentales. No tienen ni
puñetera idea, porque es imposible efectuar una simulación meramente
indicativa de los procesos que tendrían lugar. Y como son conscientes de
ello, los políticos juegan la carta del pánico a lo invisible e
indemostrable. Un pánico que puede ser muy contagioso y efectivo, como
ya demostró Orson Welles en su célebre alocución radiofónica sobre la
invasión marciana de los años cuarenta.
La
ventaja de especular sobre lo que es totalmente insondable (por mucho
vestido pseudocientífico que quiera ponérsele) es que nadie puede
demostrar lo contrario, por lo que cualquier escenario es válido a
priori. En ese sentido, las campañas del miedo suelen ser muy efectivas,
porque ante lo desconocido, los humanos solemos ser muy cobardicas, y si
eso desconocido se dibuja como una monstruosidad capaz de engullirnos
sin dejar rastro, suelen reaccionar poniendo gallardamente los pies en
polvorosa después de haberse cagado convenientemente en los calzones. Y
eso está en el manual básico de estilo de todo aspirante a político:
cuando no puedas convencerlos por la vía racional, haz que tiemblen de espanto hasta los difuntos en sus cementerios.
Sólo
por eso, merecen todos mis respetos los partidarios del Brexit. Por
hacer frente a una campaña maliciosa, perversa y saturada de
inexactitudes, falsedades e invenciones especulativas. Al menos son
valientes frente a la incertidumbre, y son certeros en un cosa: esta
Europa no es buena y nos manipula en interés de unos pocos. Muchos de nosotros, sin ser británicos, tampoco
la queremos así.
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