Para debates estériles, el de la seguridad en la Euro 2016,
pues hablar de seguridad total en la Eurocopa resulta de lo más pueril, porque
la seguridad interna –incluso en el Tercer Reich o en la Rusia soviética- jamás
puede ser absoluta. A lo más que puede aspirarse es a tender a ella como
límite teórico, pero de forma análoga a lo que ocurre con la temperatura, cuyo
cero absoluto existe pero resulta inalcanzable. Para los fans del conocimiento
científico, a lo más frío que hemos llegado es a -273,144 grados centígrados,
como quien dice a un pasito del cero absoluto, aun así totalmente inalcanzable
por razones termodinámicas. En lo que hay que incidir es en el coste de
alcanzar semejante friolera, que es astronómico en términos energéticos, y
además no sostenible por largos períodos de tiempo.
La analogía de la seguridad con la consecución del cero
absoluto no es una frivolidad, pues tiene muchísimas semejanzas. La primera es
que la seguridad absoluta existe sólo como concepto teórico. La segunda es que
el coste de alcanzar algo parecido a la seguridad total es enorme, tanto en
términos económicos como en el de restricción de derechos fundamentales.
Actualmente, una buena dotación policial se considera alrededor de un policía
por cada trescientos o cuatrocientos ciudadanos, según los estados (con un
máximo de uno cada doscientos y pico en los estados del sur -como España-,
hasta uno cada quinientos en los estados escandinavos. Que cada uno saque sus
propias conclusiones sobre la idiosincrasia de cada país). Obviamente, los
estados policiales tienen mucha mayor dotación de cuerpos de seguridad interna,
a los que hay que sumar los miles de confidentes y delatores civiles. Pero en
un estado democrático, los límites de los costes y beneficios de dotarse de
cuerpos de seguridad muy nutridos no permiten incrementar las dotaciones
policiales de forma sustancial sin causar un grave desequilibrio presupuestario
y un coste inasumible en relación con el PIB nacional.
Por ejemplo, Francia, con un policía por cada doscientos
cincuenta habitantes, está cerca del límite máximo sostenible de cuerpos de
seguridad por habitante. La seguridad total, con los tiempos que corren,
requeriría aumentar esa dotación a como mínimo un policía por cada cien
habitantes, lo que resultaría tan inasumible como que, en realidad, se necesitarían
más de seiscientos mil miembros de las fuerzas de seguridad internas, más todo
el aparato logístico para mantenerlos operativos. Una barbaridad, se mire como
se mire.
Hay quien arguye que las tecnologías modernas permiten la
sustitución de policías humanos por máquinas de vigilancia y seguimiento. Pero
eso es un craso error, porque esas máquinas necesitan quien las maneje y (sobre
todo) quien analice los resultados, y eso
nos lleva a organizaciones como la NSA norteamericana, que en todos los
sentidos es un monstruo, y desde luego en el de personal lo es de forma
significativa, con sus más de cuarenta mil empleados y sus diez mil millones de
euros de presupuesto estimado. Aparte de esa consideración, la presencia
policial clásica en la calle es fundamental, por mucha
tecnología que quiera utilizarse, pues muchos olvidan que las tecnologías
benefician por igual a los chicos buenos
y a los malos de la película. Y en muchas ocasiones más a estos últimos que a
los primeros, de modo que además de estar, hay que conseguir que te vean uniformado
y ataviado como un terminator para poder tener un cierto efecto
disuasorio.
Pero es que, además, hay otro factor que juega en contra
de la baza tecnológica policial, ya que, como cada vez demuestran más las
acciones del yihadismo, se están usando a muchos individuos dormidos, que
actúan por su cuenta y riesgo, con poca o ninguna estructura jerárquica y aún
menor comunicación y coordinación entre grupos. Y por encima de todo, se vuelve
al uso de sistemas pretecnológicos que no pueden ser fácilmente rastreados.
Sólo a modo de ejemplo, si los servicios de inteligencia utilizan medios de
escucha y seguimiento sofisticadísimos, pero el presunto sospechoso emplea
palomas mensajeras para sus comunicaciones, mal servicio podrá hacer tanta
tecnología para interceptar sus comunicaciones. Si además, el terrorista de
turno tiene libertad total de actuación, y actúa como una célula individual
(como en los últimos atentados en Francia), su localización y seguimiento
pueden ser complicadísimos.
Los líderes del yihadismo son tan sanguinarios como
inteligentes. Utilizan una astuta combinación de tecnologías modernas de
captación (redes sociales, medios de comunicación sofisticados) con métodos
milenarios de acción (sujetos durmientes, agentes encubiertos, agentes libres
con autonomía para actuar, restricción de uso de la telefonía móvil en las
comunicaciones) que les permiten causar mucho daño con escasas pérdidas y a
bajo coste. Y sobre todo, con una facilidad extraordinaria de reestructuración
de sus células operativas. Aparte de un hecho que no se escapa a nadie que haya
trabajado mínimamente en este tipo de operaciones: es muy fácil saturar las
defensas enemigas mediante un sistema masivo de señuelos, para tener
entretenida a la policía en múltiples frentes sin que se sepa cuáles de ellos
son callejones sin salida, o a lo sumo premios menores, mientras la célula fundamental
se prepara tranquilamente para dar el gran golpe en el corazón de Europa.
Hace ya mucho tiempo que vengo afirmando –y los hechos me
dan la razón- que la guerra del yihadismo contra occidente es una guerra
esencialmente económica y de derechos humanos. La yihad no pretende conquistar
Europa de la manera tradicional, sino conseguir que nuestro sistema se
pervierta hasta convertirlo en un Gran Hermano opresivo, asfixiante y carísimo,
que conduzca, por un lado, a la práctica eliminación de los derechos
fundamentales constitucionales en toda la Unión Europea; y por otra parte, a
una asfixia económica parecida a la que pretendió Ronald Reagan con su
iniciativa de defensa estratégica frente a la URSS (con notable éxito, por
cierto). Obligar al contrario a invertir más de lo conveniente en defenderse es
una manera como cualquier otra de derrotarle; si además se consigue derribar el
edificio constitucional sobre el que se asienta la sociedad atacada, pues miel
sobre hojuelas.
Así que los que braman contra el gobierno francés por los
fallos de seguridad en la Eurocopa, le están haciendo el caldo gordo al
yihadismo internacional, porque la única solución sería poner dos o trescientos
mil policías en la calle, o sea, a más que el total de los cuerpos de seguridad
franceses en este momento. Es decir, habría que sacar también al ejército a la
calle, con sus tanques y todo. Y no creo que la patria de la democracia europea
moderna no se fuera a resentir hasta los cimientos por ello. Porque cuando se
saca al ejército a patrullar, es el reconocimiento absoluto de que se está en
guerra. Y de que no se está ganando, precisamente : lo siguiente es el estado
de excepción y el toque de queda.
Yo no sé qué opinarán los lectores, pero personalmente me
parece que prefiero el riesgo de un grado de inseguridad aceptable a tener que
recluirme en casa a las nueve de la noche, o a pasear por los Campos Elíseos
bajo la atenta y torva mirada de un tanquista encaramado en su torreta. Lo cual
puede dar mucha imagen de haber convertido el país en una fortaleza (o más
bien, en un batallón disciplinario), aunque siempre seguirán existiendo
vulnerabilidades. Es una cuestión de mera entropía, algo que sin tener ni la
menor idea de física, los guerrilleros españoles de las guerras napoleónicas
descubrieron y aplicaron con tanto ahínco como éxito hace más de dos siglos
contra las tropas del emperador francés.
Los fanáticos al estilo Trump no entienden que, en una
trasposición sociológica del concepto, todo sistema tiende a aumentar su entropía
hacia el máximo. Y que podemos definir la entropía sociológica como la relación
entre el número de formas que puede adoptar un sistema cuando se desordena respecto
a los modos que tiene de ser ordenado. Un vaso de cristal sólo tiene una forma
de mantenerse íntegro, pero hay millones de formas en las que se puede romper.
Por eso, es muy fácil romper un vaso, y en cambio es totalmente imposible
reconstruirlo a partir de sus pedazos. Del mismo modo, una sociedad puede ser
atacada de muchas más maneras que defendida. Por mucho que avance la tecnología
y por mucho empeño que se ponga, siempre habrá más formas de agredir a una
sociedad que de defenderla (sin destruir su esencia). Es una cuestión de
límites como el del cero absoluto: cuanto más acercamos, más nos cuesta y mayor
es el precio que pagamos en términos económicos y de libertades.
Es decir, y en
eso es lo único en lo que tienen razón los fundamentalistas de la defensa absoluta,
la única opción de aproximarnos a la seguridad total consiste en convertir a
Europa en un estado policial. Semejante catenaccio
interior nos llevaría finalmente a una dictadura similar que las que gobernaron
Europa a mediados del siglo XX, algo a lo que ya se acercaron peligrosamente en
estados Unidos con su Patriot Act y
la iniciativa de la Homeland Security,
con sus casi doscientos cincuenta mil empleados, fuertemente criticadas por la
intelectualidad liberal por su deriva autoritaria y de supresión de garantías
civiles. Y tampoco les ha servido para blindar el país contra quienes están
dispuestos a atentar.
La protección
total es una ingenuidad infantil, pues la libertad implica riesgos. Aunque a lo
mejor muchos preferirían vivir en un
paraíso de tranquilidad interior. Como Corea del Norte.
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