miércoles, 2 de marzo de 2016

Sin gobierno y tan contentos

Cuando después de 541 días sin gobierno, desde junio de 2010 hasta diciembre de 2011, Bélgica consiguió formar ejecutivo, la ciudadanía hizo muchos chascarrillos al respecto, porque resultó que el tremendo alarmismo de los autodenominados mercados por la inestabilidad que presuntamente generaba la ausencia de un “gobierno fuerte” estuvo totalmente injustificado. En realidad, Bélgica estuvo en paz y tranquila, creciendo por encima de la media europea, y con sus habitantes más relajados que nunca.  Lo cual puso de manifiesto muchas cosas, la principal de ellas que el interés por gobiernos fuertes lo tienen sólo aquéllos que tienen mucho a ganar, es decir, los lobistas y los diversos grupos de presión de las multinacionales, cuyos pelotazos requieren de aprobación gubernamental, y que no pueden hacer sus turbulentos negocios con un gobierno en funciones incapacitado para adoptar ninguna iniciativa, salvo mantener la continuidad de lo ya existente hasta el momento.
 Eso, que para los tiburones económicos es muy mal asunto, resulta ser buenísimo para la población en general, porque los ciudadanos se encuentran con un gobierno accidental que sólo puede gestionar lo existente y administrar el país con las herramientas ya aprobadas, por lo que no puede tomar iniciativas legislativas ni acometer grandes planes de obras públicas, ni siquiera redactar nuevos presupuestos generales. Sin gobierno, lo único que se puede hacer es prorrogar las líneas de actuación vigentes y encomendar a la Administración que siga gestionando la cosa pública con la mayor normalidad.
 Así que, de entrada, nos encontramos con la refutación directa de que un gobierno fuerte sea bueno para la sociedad. En una sociedad abierta y estructurada (como es o debería ser cualquier democracia occidental) no se precisa ningún gobierno fuerte (en el sentido de poder abusar de su rodillo parlamentario) para que las cosas sigan funcionando perfectamente engrasadas. Quienes aúllan por la inestabilidad se están refiriendo en el fondo a otra cosa; es decir, al reparto de los recursos públicos, que siempre es fruto de los resultados electorales y de los respectivos cambios de gobierno que conllevan. O dicho en plata, de lo que se quejan es de no poder meter la cuchara en la marmita.
 La ristra de mentiras que los políticos y sus aliados del sector mediático proclaman a los cuatro vientos contrasta con la socarronería habitual del pueblo llano, que sistemáticamente afirma estar mejor que nunca cuando no hay gobierno. Y eso es así porque no hay sobresaltos, ni cambios abruptos, ni titulares escandalosos, ni debates airados mientras dicha situación se prolonga. Se genera un clima  pacífico en las calles, casi sereno. Una serenidad que queda inmediatamente trastocada en cuanto hay un gobierno que, sistemáticamente, empieza a tocarle las narices a un sector u otro de la población, so pretexto de actuar en beneficio del interés común. Lo cual es radicalmente falso.
 Y tamaña falsedad proviene de una cuestión que casi podría calificarse de paradigmática en política. Y es que, nefasta y lamentablemente, la política nunca sirve al interés común más que de forma accesoria y tangencial. La política se dirime como un combate para repartir las parcelas de poder; un combate en el que todo vale, y en el que desde luego, los daños colaterales siempre se producen entre los ciudadanos de a pie. Y una vez repartido el poder, los siguientes cuatro o cinco años se dedican a pagar las deudas contraídas con los grupos de presión que, de facto, controlan todos los resortes del poder efectivo. En resumen, se suele gobernar contra alguien; y en última instancia, se gobierna no pensando en el interés general (que por su propia definición se refiere al conjunto de la población), sino en el interés específico de los apoyos electorales respectivos, lo cual suele diferir radicalmente de lo que objetivamente se entiende por “bien común”.
 Que en un país de cuarenta y ocho millones de habitantes se gobierne sistemáticamente ninguneando a la mitad de la población por el mero hecho de que han votado a formaciones rivales da que pensar, aunque es cierto que este mal de la democracia está presente en todos y cada uno de los países occidentales. Pero ello se debe a una perversión que el sistema ha adquirido con el paso de los siglos. Los padres fundadores creían en una democracia por y para el pueblo. El devenir histórico ha confirmado que actualmente se gobierna a favor de los intereses del propio partido, en primer lugar; y de sus aliados -permanentes o circunstanciales- a continuación. Si ello implica obviar los derechos de diez, veinte o cien millones de ciudadanos que están al otro lado de la barrera, no hay ningún problema. En definitiva, la conclusión es de un cinismo espectacular: la  culpa es del elector por haberse equivocado con su voto.
 Así se comprende que, en la democracia moderna más antigua, la norteamericana, gran parte de la población centre su odio en Washington y lo que representa, y atienda a las proclamas sumamente populistas de personajes que afirman detestar el establishment existente y que prometen acabar con la merienda de negros política que se cuece desde hace lustros en los despachos oficiales del Capitolio. También se comprende que la abstención alcance cifras récord en las democracias más antiguas, seguramente por el hastío de un electorado que ya lleva décadas siendo consciente de que quien gobierna nos necesita solamente para alzarse con el poder, pero luego responde de sus actos sólo ante quienes han financiado sus campañas (que son los mismos que se van a lucrar con todo el tinglado).
 Por eso, también, es bastante creíble el dicho de que casi no hay políticos decentes en ejercicio, porque si uno tiene en estima la alta responsabilidad y función ética del político, no le queda más que apartarse asqueado en cuanto constata de qué va la cosa en realidad. La vida del político de largo recorrido consiste en una acumulación de contubernios, chanchullos, genuflexiones y comuniones diversas con ruedas de molino, hasta adormecer todo sentido crítico, objetivo y ético de la función encomendada por las urnas; todo ello convenientemente aderezado con justificaciones banales -cuando no directamente frívolas- y siempre hipócritas.
 La falta de respeto al ciudadano común, y el olímpico desprecio por el significado profundo de la política como servicio a toda la ciudadanía (y hay que subrayar continuamente que ha de ser  absolutamente a toda la ciudadanía y no a unos sectores premiados por proximidad política, económica o social) pone en cuestión la asimetría entre el autobombo que los poderes públicos dan a la “imprescindible” fortaleza gubernamental, y el justificado temor de la población a esa misma fortaleza, que se interpreta justamente como un atrincheramiento de los políticos en defensa de intereses meramente partidistas.
 Por eso, que aquí llevemos más de dos meses sin gobierno no debería ser motivo de preocupación para nosotros, los comunes mortales, sino de regocijo por vernos libres, siquiera provisionalmente, del yugo con el que los (malos) políticos nos tienen unidos al carro de una democracia renqueante y falsaria. Y otra conclusión, que podría parecer paradójica pero que  es muy plausible, es que muchas de las iniciativas legislativas que se adoptan y casi todo el quehacer político-mediático que nos envuelve habitualmente, ni son imprescindibles, ni tan siquiera necesarios. Y que sólo responden a las presiones de grupos concretos que intentan arrimar el ascua a su sardina, sin consideraciones de mayor calado.
 No quiero caer en un maniqueísmo de tintes anarcoides, porque es evidente que toda sociedad necesita un gobierno. Pero gobernar no consiste en un bombardeo continuo de iniciativas legislativas inútiles, que simplemente favorecen a los financiadores del partido de turno, o que encabritan a media población por el simple gusto  de cambiar cosas que van contra la dinámica de las sociedades complejas y abiertas. Esto último parece ser muy del gusto de los gobernantes actuales, que se dedican a meter el dedo en el ojo de los electores adversarios promulgando decenas de leyes que acabarán siendo derogadas por el siguiente gobierno opositor, y así sucesivamente, en un carrusel alternativo de despropósitos en el que se pasan la mayoría de cada legislatura, sin pensar que a una sociedad no se la cambia a golpe de leyes, por muy constitucionales que sean en su promulgación y severas en su aplicación.
 Si a ello sumamos el vedetismo habitual de centenares de políticos, que con tal de pasar a la posteridad son capaces de cualquier cosa, y que precisamente por eso tiran de lo que tienen más a mano para su peculiar famoseo, promulgando leyes, reglamentos y ordenanzas de lo más abstruso y absurdo (cuando no francamente ridículo), se nos dibuja una panorama ciertamente desolador de la eficacia real de los gobiernos, con independencia de su cromatismo ideológico particular. De ahí que los que llevamos boina (real o metafórica) nos sintamos en el jardín de las delicias mientras Rajoy, Sánchez, Rivera e Iglesias se despellejan como buitres incapaces de repartirse la carroña en la que han convertido el parlamentarismo español.

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