jueves, 24 de marzo de 2016

Sandeces

Los atentados de Bruselas están aflorando lo mejor de los europeos, pero también lo peor, lo absolutamente deleznable. De hecho, ése es el objetivo de esta guerra que nos ha declarado Estado Islámico que, como ya he escrito varias veces, pretende socavar los cimientos de la democracia europea como paso previo a la restricción de los derechos civiles tan difícilmente conquistados y a la posterior instauración de estados policiales que conduzcan al colapso de la cultura democrática occidental.
 
Lo peor de todo no son determinadas arengas de políticos extremistas al estilo del “Pato” Donald Trump (aunque resulten repulsivas en su mismísima gestación), sino la avalancha de sandeces con que están trufados los medios de comunicación que permiten a sus lectores la libre expresión de lo que piensan al momento, en caliente. Lo cual está muy bien como principio democrático, pero pone de manifiesto –y los pelos de punta- la penosa cultura democrática del lector medio, que por desgracia, también es votante (de esos que acaban votando al Pato Donald).
 
Y es que leer y oir afirmaciones de ciudadanos europeos cuyos mayores las pasaron canutas bajo regímenes fascistas, según las cuales lo que hay que hacer es expulsar a todos los musulmanes de Europa, encerrarlos en campos de concentración u obligarles a una especie de “conversión” forzosa para poder seguir instalados por estos lares (desconociendo de  paso que muchísimos de ellos son europeos de nacimiento, y que todas las constituciones establecen el respeto absoluto por todos los credos religiosos y el principio fundamental de no discriminación por razón de religión) resulta tremendamente doloroso y es la constatación de que esta guerra la vamos a perder, porque vamos a preferir la seguridad (al precio que sea) a la libertad.
 
Y eso resulta doblemente triste, porque muchos de los que nos precedieron dieron sus vidas por la libertad, para que ahora una nutrida pandilla de zánganos acomodaticios nos diga que prefieren renunciar a ella (por la que se ha vertido mucha más sangre inocente que toda la que haya vertido Estado Islámico) a cambio de estar seguros en sus casas. Que tampoco lo estarían, porque contener las amenazas de esta manera suele volverse en contra de los inquisidores que las ponen en funcionamiento. Una vez descorchada la botella, el gas ya no vuelve dentro. Si nosotros restringimos las libertades de colectivos por otra parte inocentes, alguien encontrará la manera de acabar restringiendo nuestras libertades por ser ateos, o comunistas o por tener aspecto mediterráneo. O aquí, en la fértil e imaginativa Iberia, por ser catalán, que es  lo más parecido a un miembro de ISIS que la caverna mediática central puede considerar en sus estúpidas e insufribles analogías.
 
Muchos desconocerán que el concepto de campo de concentración es, como muchas de las barbaridades de la política moderna, un invento genuinamente español. De hecho se denominaban “reconcentraciones” y las aplicó a mansalva el general Weyler en la Cuba de la última década del siglo XIX para separar a la población de los rebeldes sediciosos que pretendían independizarse de la metrópoli. Pocos años después, los ingleses -siempre tan gentiles- copiaron la idea en su guerra de los Boers, para tener bien controlada a la población sudafricana de origen holandés; en realidad la copiaron y la ampliaron notablemente mejorada, diseñando ya el moderno concepto de campo de concentración.
 
Pero el mejor ejemplo reciente del cretinismo político llevado al límite en defensa de los presuntos valores de un país nos lo dio (cómo no) Estados Unidos durante la guerra del Pacífico.  Tras el ataque a Pearl Harbor, comenzó una campaña política y mediática contra los estadounidenses de origen japonés. Lo que vino a continuación a buen seguro que cualquier lector con un mínimo grado de discernimiento y las funciones cerebrales intactas podrá establecer las analogías pertinentes con cierto discurso que se está oyendo por aquí últimamente.  En diciembre de 1941 se esparció el rumor de que veinte mil japoneses de San Francisco iban a iniciar un levantamiento armado. A punto estuvieron de ser detenidos todos los japoneses étnicos del área de San Francisco.
 
En Hawai se recomendó la “evacuación” de todas las personas con sangre japonesa por el mismísimo Secretario de la Armada; mientras que organizaciones americanas extremistas clamaban por el internamiento de todos los japoneses étnicos. Algunos congresistas recomendaron que todos los japoneses fueran colocados en campos de concentración en el interior del territorio americano, mientras la prensa añadía su granito de arena. Los Angeles Times publicaba sin el menor rubor: “una víbora es una víbora, sin importar donde se abra el huevo. De la misma manera, un japonés-estadounidense, nacido de padres japoneses, se convierte en un japonés, no en un americano”.
 
A primeros de 1942 se habían establecido zonas de exclusión para los japoneses, y en marzo ya se autorizó su internamiento en campos de concentración en el interior del territorio americano. Los bienes de los japoneses  fueron confiscados, robados, expropiados o vandalizados. Tras años de internamiento, prácticamente en 1945, se los liberó de los campos con un billete de tren y 25 dólares como todo equipaje. El gobierno norteamericano tardó muchos años en ofrecer compensaciones económicas a las víctimas, y sus disculpas sólo en 1988, en una afirmación sin precedentes en la que se decía textualmente que “la concentración de prisioneros de origen japonés se debió a los prejuicios raciales, la histeria bélica y la deficiencia de liderazgo político”.
 
La historia siempre se repite; hace setenta años con los japoneses en América, y ahora con los musulmanes en Europa (en este caso reviviendo políticas más propias de la época de los fundamentalistas Reyes Católicos, que tuvieron el dudoso privilegio de ser quienes primero martirizaron de todas las maneras posibles a los hispanomusulmanes que habitaban, desde hacía siglos, la península ibérica). Meterlos a todos en el mismo saco es una agresión terrible a los derechos humanos y a todas las constituciones democráticas europeas, y es el principio del fin del estado de derecho, pues consagraría que no todos somos iguales por razón de origen, raza, sexo, credo o religión.
 
Me siento muy lejos del buenismo ultraizquierdista consistente en pregonar una política inaplicable de puertas abiertas a todo inmigrante que quiera venir a Europa, por ser una idea ya no utópica, sino completamente irrealizable incluso en el mejor de los futuros. Sobrecargar un barco sólo puede conducir al naufragio. Exceder el aforo de un edificio sólo puede acabar en tragedia. Dejar las puertas abiertas a todo inmigrante concluye siempre en otra tragedia, para ellos y para nosotros, los europeos que empezamos a mirar con desconfianza a cualquiera que no sea blanco y cristiano. Pero todo eso tiene unos responsables clarísimos: nuestros gobernantes incompetentes, que con su cortoplacismo y sus intereses de escaso vuelo han contribuido al desastre internacional en que se ha convertido la guerra de Siria, por no mencionar el cinismo y la hipocresía de alentar la situación de emergencia permitiendo al mismo tiempo el contrabando masivo de petróleo y de armas (occidentales, por más señas) que atizan el fuego de la guerra en medio oriente.
 
A nuestros líderes mundiales no les ha dado la gana de intervenir de buen principio para evitar la tragedia que se veía venir. Con la masa de inmigrantes forzosos llegados a costas europeas era obvio que ISIS aprovecharía para hacer su jugada maestra, colocando agentes durmientes en diversas ciudades europeas.  Eso quiere decir que habrá más atentados; muchos más y durante mucho más tiempo. Pero ello no nos autoriza a demonizar a toda la comunidad musulmana. Y mucho menos a fomentar esquemas de pensamiento reduccionistas que favorezcan ideas políticas fascistas como las que se están proponiendo desde diversos ámbitos. Si somos verdaderos herederos de unas grandes ideas democráticas por las que lucharon denodadamente nuestros padres y abuelos, debemos preferir  asumir el riesgo de morir por ellas en libertad, que vivir sin ellas tan seguros como canarios enjaulados.
 
Yo escojo el riesgo de ser libre, no sólo por mi, sino por las generaciones futuras. Pues la libertad es el único legado realmente valioso que podemos dejarle a la humanidad.

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