miércoles, 24 de febrero de 2016

Keynes o Hayek

Imaginemos por un momento que tenemos que debatir, en una sociedad imaginaria, sobre la necesidad de disponer de cuerpos policiales o no. Un sector de la población, al que denominaremos hayekianos, aduce que las fuerzas policiales no son necesarias, sino que la propia sociedad se autorregulará expulsando de su seno a los elementos nocivos y antisociales, y que de algún modo la repulsa a los actos contra la ley y el bien común general permitirán que la sociedad siga adelante sin ninguna necesidad de intervención reguladora de la autoridad.
 Por el contrario, los que vamos a denominar keynesianos dirán que esa perspectiva es utópica, porque sin la intervención de una fuerza coactiva con autoridad sobre todos y cada uno de los individuos, aquéllos que opten por actitudes antisociales pueden verse repudiados, sí, pero también pueden hacerse más fuertes, usando la violencia o uniéndose en grupos  organizados que les faciliten el control de los mecanismos sociales para satisfacer así su codicia y su ansia de poder. Y que una vez instalados en esa dinámica sería imposible expulsarlos sino existe una fuerza coercitiva superior a ellos, autorizada y consensuada por todos los miembros de la sociedad.
 Supongamos ahora otro escenario, en esa misma sociedad imaginaria, en que cualquiera pudiera ser médico y ejercer sin ninguna necesidad de acreditar su capacitación profesionalidad. Para los hayekianos, eso no sería tampoco ningún problema, porque los propios mecanismos del “mercado”sanitario ejercerían de reguladores, expulsando de ellos a los malos médicos, ya que los pacientes dejarían de ir a sus consultas, con lo cual los malos médicos (o los falsos médicos) perderían sus clientelas y finalmente desaparecerían del mapa.
Los keynesianos, por su parte, alegarían que los riesgos inherentes a permitir el ejercicio libre y no regulado de la medicina serían superiores a los supuestos beneficios, al menos para la parte (sustancial) de la población cuyos diagnósticos hubieran sido incorrectos y sus tratamientos ineficaces. Y que, además, la ausencia de regulación permitiría que otros nuevos charlatanes vinieran a ocupar el nicho vacío de los expulsados por sus malas prácticas, con lo que la rueda del riesgo sanitario no se acabaría nunca. Y que, por tanto, la mortalidad entre la población seria considerablemente más alta que si se exigiera una acreditación profesional para todos los médicos.
 Esas dos distopias que  acabo de describir son aberrantes para cualquier cabeza medianamente amueblada. Nadie concibe una sociedad sin fuerzas de seguridad –por más que resultaría una utopía por la que merece la pena luchar-  y nadie concibe tampoco una práctica médica generalizada más cercana al hechicerismo primitivo que a una saludable práctica de la medicina regulada en todos sus aspectos. Todo el mundo, sin distinción de credos e ideologías, está totalmente de acuerdo en la imperiosa necesidad de controlar tanto el uso de la fuerza como el de la práctica sanitaria. Y por eso, es el estado el que se reserva la potestad de regular tanto una como la otra de una forma sumamente estricta (en general).
 Ahora bien, en economía las cosas no parecen funcionar así. El viejo enfrentamiento entre keynesianos y hayekianos viene de lejos, desde la formulación de sus respectivas teorías macroeconómicas después de la Gran Guerra, y que estuvieron en confrontación permanente durante el resto del siglo XX hasta la derrota (aparente) del keynesianismo a manos de los Reagan, Thatcher y demás paladines neoliberales, que se apoyaron en la obra de discípulos modernos de Hayek, como Milton Friedman, para destruir el entramado económico estatal y entregárselo a las grandes corporaciones. Keynes propugnaba siempre una fuerte intervención del estado en la economía, tanto en el capítulo de inversiones como en el de regulación de los mercados. Hayek y sus discípulos, todo lo contrario: había que privatizar al máximo el mercado, liberalizar todas las actuaciones económicas e intervenir lo mínimo en al dinámica económica (desregular), una actividad a la que se han aplicado al máximo todos los políticos neoliberales desde que en el funesto 1981 Reagan alcanzó el poder en USA, con las consecuencias que al final de la espiral desreguladora (más bien descontroladora) hemos padecido todos desde 2007.
 No deja de ser llamativo que personas de talante sumamente neoliberal en economía (libertarios, se autodefinen, con no poco sarcasmo), son las que exigen a sus respectivos gobiernos más mano dura, más regulación, más control de la población vía unos cuerpos de seguridad e inteligencia monstruosamente enormes. También son los neoliberales los más exigentes a la hora de exigir acreditaciones profesionales para el ejercicio de muchísimas actividades, so pena de favorecer el intrusismo profesional en la medicina, en la abogacía y en otros muchos sectores. Sin embargo, nada de eso parece incumbir al estamento económico. Según los triunfantes hayekianos, en economía puede participar cualquiera, sin que se los medios que emplee tengan que ser controlados por el estado. Libertad de acción absoluta, inexistencia total de controles profesionales (y por tanto, de la menor deontología profesional). Y desde luego, una línea muy difusa en lo que respecta a la tipificación penal de los actos económicos. 
 Hoy en día, casi todo el mundo conviene en que los hechos que precipitaron la caída mundial del sistema financiero fueron claramente fraudulentos, como han puesto de manifiesto diversos ensayos, documentales y películas. La última de ellas, La Gran Apuesta, mete el dedo en el ojo de los bancos de una manera feroz para concluir que todo fue un montaje durante el cual se engañó conscientemente a multitud de personas  a quienes se llevó a la ruina más completa, en una vorágine de codicia e inmoralidad sin freno que acabó sin nadie (corrijo, sólo un individuo) condenada penalmente en los Estados Unidos. Es notable como en La Gran Apuesta se señala que todo el sistema financiero mantuvo artificial y engañosamente (con una calificación AAA) los bonos hipotecarios que contenían cantidad de préstamos basura hasta que se los colocaron a todos cuantos pudieron engañar, aunque era evidente que el mercado hipotecario había comenzado a reventar ya a primeros de 2006 y había muchísimas hipotecas impagadas.
 Pues bien, lo que resulta un contrasentido lógico, y que no veo que nadie ponga de manifiesto de forma contundente, es la presunción hayekiana de que los mercados son capaces de autorregularse sin causar excesivos daños. Con independencia de que los hechos han demostrado lo contrario, cabría preguntarse si no fue pecar de ingenuidad –o de otra cosa mucho más perversa- creer que las elucubraciones mentales de unos académicos muy bien pagados pero al parecer también muy desconectados de los mecanismos básicos de comportamiento de la especie humana fueran a plasmarse de forma real, en una especie de jardín de las delicias económico, donde todo el sistema se sustentaría sobre unas cuantas fórmulas matemáticas que corregirían cualquier desviación.
 El problema de Hayek, Friedman y todos los que les han seguido es que  no han tenido en cuenta algo que resulta esencial (mucho más que cualquier teoría matemática financiera) en cualquier actividad económica. Y ese elemento fundamental es el factor humano, y su inequívoca tendencia a salirse de los cauces presuntamente establecidos de lógica, raacionalidad y conducta ética. Los hayekianos siempre se han comportado como si la codicia, el ansia de poder a cualquier precio y la vanidad desorbitada no fueran variables de importancia en la economía.  Es una ingenuidad equivalente a la de pensar que la economía la rigen unos superordenadores sumamente potentes para los que la ética no es necesaria, puesto que se suple con la eficiencia del sistema. Lo cual resulta de una imbecilidad pasmosa, si no es que esconde alguna perversión de orden superior, como ya he apuntado antes.
 Y es que concluir que la sociedad necesita policías resulta de lo más natural. Pero que los mismos que dicen eso afirmen que los mercados no necesitan una regulación estricta incurren en una incongruencia no por frívola menos grave. Como subconjunto del conjunto de las actividades sociales, la economía tiene los mismos puntos débiles y las mismas posibilidades de albergar elementos indeseables que cualquier otro sector. Sin embargo, el uso de abstracciones como la de “los mercados” ha conducido a mucha gente a pensar en ellos como en una especie de entes organizados a un nivel superior al de los comunes mortales, obviando el hecho palmario de que los mercados están formados también por personas. Y que precisamente los mercados son muy vulnerables a la penetración de individuos de muy  escasa moralidad, para quienes  el fin de enriquecerse justifica todos los medios disponibles, incluso los fraudulentos o directamente delictivos.
 Sólo por eso, la economía necesita un regulador fuerte, no sólo en el  aspecto legislativo y judicial, sino en el de constituirse en un contrapoder económico efectivo ante los tiburones financieros que se apoderaron del sistema económico global durante los años dorados y que no han soltado su presa desde entonces. De ahí que el denostado Putin, que podrá ser muchas cosas pero ante todo es un personaje sumamente astuto y con visión a largo plazo, se cargó prontamente a todo oligarca que no reverenciara los poderes del estado en materia económica. Para Putin, la madre Rusia (y su vicario en la tierra, o sea él) están por encima de cualquier veleidad económica.  O los oligarcas se postraban ante el Estado, o los decapitaba, así de fácil.
 Tal vez la actitud de Putin sea la herencia autoritaria de tantos años de zarismo y de dictadura soviética, pero al menos en la Federación Rusa nadie se aprovecha del estado, más bien al contrario (y ocn un índice de aprobación popualr mucho más alto que el de cualquier democracia occidental). No está de más recordar que Hayek y sus discípulos diseñaron sus teorías económicas movidos por su profundo anticomunismo y su malestar por las economías planificadas. Sin embargo, sus ideas acabaron pariendo un engendro que, finalmente, puede resultar tan horrible como el de aquellos turbulentos años del siglo XX. O peor, porque ahora al neoliberalismo económico -brutal, deshumanizado y amoral- se le ensalza en nombre de la democracia y la libertad. 

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