miércoles, 30 de marzo de 2016

La huella medioambiental

Ser respetuoso con el medio ambiente parece una tarea relativamente sencilla, pero en realidad es mucho más complicada de lo que suponemos a primera vista. Ante todo, requiere de un grado de implicación que va mucho más allá de los gestos a los que nos hemos ido acostumbrando estos últimos años, como ahorrar agua, reciclar desechos o usar menos el vehículo privado en nuestros desplazamientos. Resulta descorazonador profundizar en las causas reales de los problemas medioambientales actuales y constatar que en el ideario del perfecto ecologista al uso, el que sigue atentamente las causas que abanderan Greenpeace o WWF,  es una aportación esforzada que  en realidad no sirve de gran cosa. Ni siquiera multiplicando cada esfuerzo individual hasta convertir a toda la población mundial al catecismo ecologista vigente se conseguiría una mejora notable en cuanto a emisiones de gases, deforestación o agotamiento de recursos hídricos.
 Así pues, estamos con que el ecologismo político –que poco tiene que ver con el medioambientalismo científico- nos imparte una serie de “obligaciones” para con la madre Tierra que son muy loables, por supuesto, pero cuyo impacto en el freno de la destrucción del entorno es muy poco apreciable, incluso si se aplican masivamente. De este modo, el ecologismo militante se ha convertido en una especie de lavadero de conciencias, donde incluso los más puristas y radicales no hacen más que gestos voluntariosos pero poco efectivos. Si alguien pretende apagar el incendio de un edificio con cubos de agua, puede llegar a sudar muchísimo por el esfuerzo y a estar sumamente convencido de su contribución a la extinción del fuego, pero su impacto sobre las llamas será mínimo. Y aunque pongamos a miles de personas a arrojar cubos de agua en el edificio en llamas, si se trata de algo así como el Empire State resulta más que evidente que tanto esfuerzo, aunque sea el de toda la población, no servirá de nada. Si acaso para retrasar algo –no mucho- la destrucción total del edificio.
 Aunque parezca increíble, casi todas las organizaciones ecologistas están preconizando este tipo de ecologismo, consistente en tirar cubos de agua a un fuego de dimensiones colosales. Algunos argumentan que para seguir a una fase posterior, de mayor envergadura y alcance, se precisa que primero pasemos por los pequeños pasos del reciclado diario, de poner ladrillos en la cisterna del váter y de salir a hacer la compra en bicicleta. El problema de ese tipo de programas es que requiere de mucho tiempo, pues la pedagogía social es lenta, incluso cuando se trata de actuaciones que no requieran un gran esfuerzo o sacrificio por parte del ciudadano común. Y sucede que de lo que carecemos es de tiempo real para evitar una catástrofe que afectará a las generaciones inmediatas, y que sólo puede resolverse atajando los males de raíz.
 Eso implica enfrentarnos a costumbres que van mucho más allá de nuestra inveterada querencia por la comodidad. Significa afrontar cambios radicales en las pautas de consumo en occidente. Tan radicales que a muchos les parecerá inaceptable lo que está por venir. Tan radicales que los sectores económicos afectados harán todo lo posible por impedir que se lleven a cabo, aunque ello sea a costa de un desastre masivo en un futuro no muy lejano. Y esto es así ya hoy en día, donde a los activistas contra la deforestación brasileños se les mata casi impunemente desde hace décadas, por oponerse a las industrias que explotan salvajemente los recursos naturales de la Amazonia.
 Pero no hace falta ir tan lejos, porque esas industrias, las agroalimentarias, operan en todos los demás países y a todos los niveles. Y resulta sorprendente constatar (como ha dictaminado la ONU y también la no gubernamental WorldWatch Institute) como la industria agroalimentaria, y en concreto, la que se dedica a la cabaña ganadera, son infinitamente más responsables de la contaminación atmosférica, de la deforestación masiva y del agotamiento hídrico que toda la humanidad junta. Y además por un factor que puede llegar a duplicar, triplicar o cuadruplicar los consumos humanos. Y todo por tener un bistec en la mesa.
 De hecho, la cabaña bovina mundial supera los mil quinientos millones de cabezas; la porcina está sobre los mil millones, y la ovina algo más retrasada. Si a ello sumamos la producción aviar, nos encontramos con un panorama poco prometedor respecto al impacto real de estas especies sobre la biosfera.  Son muchos millones de individuos,  consumen muchos recursos, y generan muchos residuos inaprovechables, cuando no directamente perjudiciales para el medio ambiente. Las emisiones de metano animal son casi la mitad de todas las emisiones de este gas de origen antropogénico, y el metano es un gas de efecto invernadero sumamente más potente que el dióxido de carbono. Para que una vaca se alimente, se necesita el equivalente a más de una hectárea de terreno agrícola, y consume hasta ciento cincuenta litros de agua al día. Multiplíquese esto por el número de cabezas de ganado mundiales y obtendremos unas cifras estratosféricas de deforestación y generación de productos agropecuarios sólo para alimentación de la cabaña, así como de desechos directamente tóxicos para el medioambiente (como los purines y el metano). Y, por cierto, las tres cuartas partes del consumo mundial de agua no son por el consumo doméstico, sino para la industria agroalimentaria.
 Obtener un litro de leche precisa que una vaca consuma tres litros de agua. El pienso con que se alimentan las vacas (básicamente derivados de soja, colza y maíz) requiere un nivel de riego constante e imponente en términos globales. Así que cuando no tiramos de la cadena del váter para ahorrar cinco o seis litros de agua, pero nos comemos una hamburguesa a continuación y la acompañamos de un gran vaso de leche, estamos consumiendo, indirectamente pero de forma real, mucha más agua de la que resultaría conveniente para la salud del planeta. Y frente a esos volúmenes monstruosos, ya podemos ir ahorrando en el consumo doméstico, que sólo representará (literalmente) una gota en el océano.
 Esto es así no sólo porque subestimamos la importancia numérica de la cabaña de ganado mundial, que es en términos de biomasa muy superior a la de toda la especie humana (pensemos en lo que pesa una vaca o un cerdo y hagamos cuentas), sino porque también subestimamos lo poco eficiente que es un animal convirtiendo energía en relación con la eficiencia energética de los vegetales. Y eso, con siete mil millones de almas hambrientas de carne en el mundo, es un problema de magnitud colosal. Porque si bien es cierto que con una adecuada gestión de los recursos es posible alimentar sobradamente a toda la humanidad con alimentos de origen vegetal, no es menos cierto que no hay terreno cultivable suficiente en todo el planeta para una alimentación con base cárnica de todos los humanos. La cantidad de terreno y de agua necesarios para alimentar al modo occidental  a gran parte de la humanidad requeriría un planeta  con mucha más superficie cultivable, y lo que es peor, con más agua dulce de la que somos y seremos capaces de suministrar en un futuro próximo.
 No es  mi pretensión convertir esta entrada en un alegato a favor del veganismo (para los interesados en profundizar en la materia, recomiendo el mundialmente reconocido documental Cowspiracy, de Kip Andersen), sino la de ilustrar como nuestras deficiencias a la hora de evaluar nuestras pautas de consumo nos hacen ser ingenuamente optimistas en cuanto a la cuestión de la sostenibilidad ambiental. Nada de lo que los humanos como sociedad hagamos tendrá un impacto real sobre la sostenibilidad del planeta mientras se mantengan las políticas actuales, basadas en voluntaristas cubos de agua para apagar el incendio. Esto es así porque no estamos acostumbrados a rastrear la huella hídrica o energética de nuestros consumos, y nos limitamos a hacer el ahorro en el último paso (es decir, en nosotros como consumidores), cuando en realidad, la mayor parte del consumo de recursos se ha producido en los pasos anteriores. A nosotros nos dejan sentirnos culpables y aportar un granito de arena, ridículo e ineficaz, con lo cual todas las conciencias quedan a salvo. Pero la Tierra no.
 Los biólogos hace mucho tiempo que saben que obtener un kilo de carne requiere de diez a cincuenta kilos de pasto (según la calidad nutritiva del alimento utilizado), con lo que la eficiencia de la conversión energética de un bovino es, en términos vulgares,  una birria. Cuando compramos nuestros bistecs en el supermercado, no sería mala idea que en el tíquet de compra se expusiera cuánta agua y cuanto pienso se ha necesitado para conseguir ese hermoso y sanguinolento pedazo de carne. Como experimento mental, tampoco sería mala idea que con cada bistec nos dieran unos cuantos garrafones de agua y unos monumentales sacos de pienso para que nos hiciéramos la idea de lo que le cuesta, a nuestro planeta, producir esos alimentos que tan despreocupadamente consumimos. Y todo ello debido a dos cosas: a nuestro desconocimiento de la huella real de nuestros consumos sobre los ecosistemas y a los sucios  intereses agropolíticos que pretenden ocultar, a toda costa (incluso con amenazas, agresiones  y asesinatos), los verdaderos problemas medioambientales que hoy en día afectan al planeta.
 La sostenibilidad se ha convertido en un cuento chino con el que se azota a los pobres ciudadanos de a pie, como si la responsabilidad exclusiva de lo que sucede fuera nuestra, pero sin permitirnos profundizar en las verdaderas alternativas sostenibles, que pasan por un radical cambio de costumbres alimenticias. Igual sucede con el tema de la locomoción, en la que al parecer todos los responsable políticos han decidido que el problema es el uso del vehículo particular, cuando es sobradamente conocido que el consumo de combustibles de aviación supera, a nivel mundial, al de gasolina para transporte privado (no se incluye el gasóleo, utilizado sobre todo para transporte de mercancías). En un increíble alarde de hipocresía política, se nos recrimina el uso del vehículo particular pero se nos alienta a practicar un turismo de masas que de sostenible tiene bien poco en términos de conservacionismo energético y de control de emisiones de gases. Por cierto, los motores de aviación no están catalizados, y arrojan sus gases directamente a las capas altas de la atmósfera, con lo que agudizan el problema de forma significativa. Pero todos los responsables políticos callan y miran a otro lado.
 No hay mal que cien años dure, y los días de los apoteósicos Big Macs a un euro darán paso a un futuro en el que el humilde bistec  de supermercado costará lo que la ternera de Kobe criada entre algodones y música, pero esa es la típica solución cegata y obtusa que hace que la gente se sienta estafada por los poderosos. Por otra parte, la conversión de un occidente fundamentalmente carnívoro a un sistema nutricional sostenible parece cosa utópica, porque quienes tienen en sus manos el poder político para transformar la sociedad no van a hacer nada que moleste a los grandes imperios agropecuarios internacionales.  Pero  no estaría de más iniciar campañas serias de educación, ya en la infancia, para limitar el consumo de proteínas de origen animal y favorecer, de verdad y no con migajas, la sostenibilidad del medioambiente.
 Un atisbo de solución podría pasar por instaurar en las escuelas una materia obligatoria sobre consumo responsable, para que los jóvenes aprendieran que cada producto que usamos en nuestra vida diaria tiene un coste adicional que no se paga con dinero inmediato, sino en forma de costes sociales y ecológicos, a primera vista difusos, pero fácilmente cuantificables (sobre todo a largo plazo). En resumen, se trataría de formar a las nuevas generaciones para aprender a seguir el rastro a las huellas del gasto de recursos naturales que va dejando cada paso del proceso de elaboración de las cosas que compramos tan desenfadadamente. Tal vez así, también nosotros nos plantearíamos valorar los costes reales –casi siempre ocultos- de nuestros hábitos de consumo.

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