jueves, 7 de abril de 2016

Panamá, entre lo legal y lo inmoral

Legalidad y moralidad no suelen ir de la mano, por mucho que los legisladores pretendan que los actos legales son siempre ajustados a la moralidad. Esto es así porque en muchos casos se legisla de un modo francamente sesgado, bien por omisión de determinados conceptos, bien por desproporción entre el concepto jurídico y la realidad social, o bien, en definitiva, por una falta de adecuación jurídica a las necesidades cambiantes de la sociedad civil. De ahí que muchos aspectos de las leyes se perciban como injustos o favorecedores de actuaciones poco éticas o francamente inmorales, como sucede habitualmente en las prácticas de los expertos mercantiles y tributarios tendentes a encontrar fisuras o agujeros en la legislación que les permitan hacer cosas que en general no están al alcance del común de los mortales. Es ese viejo estereotipo (pero no por ello menos cierto) de que quien tienes dinero suficiente para pagar un buen abogado especialista, siempre podrá encontrar un resquicio legal para satisfacer sus intereses; pero si se es un pelagatos que no tiene donde caerse muerto, lo más probable es que la justicia  le aplaste con todo el formidable peso de la ley, en seco y sin anestesia.
 Que la legalidad resulta tremendamente opresiva e injusta resulta bien patente cuando examinamos el código penal y atendemos a las diferentes penas según la calificación de los delitos. Que por robar un par de yogures en un supermercado te puedan caer un par de años a la sombra, mientras que al defraudador de un par también, pero de millones de euros, se salde la cuestión  con una multa y una condena menor es algo que todos hemos visto hasta la saciedad en los medios de comunicación. En el ámbito penal, las barbaridades en la aplicación estricta de la ley suelen resultar conmovedoras, pues es fácil apreciar cómo las percepciones cambiantes de la sociedad se traducen, muchas veces a destiempo, en un endurecimiento o relajación de las penas de una forma  carente de congruencia con el resto de delitos tipificados en el código, según el legislador quiera congraciarse con su electorado sin atender a un principio general de proporcionalidad criminal.
 Al tratar de objetivar toda conducta ilícita, la tozuda realidad nos demuestra que los tipos penales dependen en gran medida de supuestos de partida puramente ideológicos, sin relación ninguna con el daño real que esas conductas ilícitas puedan causar en sí mismas, y sobre todo sin tener en cuenta que una sociedad tan compleja como la actual no está preparada para el reduccionismo (a veces hasta el absurdo) con el que las leyes contemplan los castigos por conductas ilegales. De este modo llegamos a conclusiones tan aberrantes como que determinados delitos de sangre tengan penas inferiores a según qué delitos puramente ideológicos (como el de apología del terrorismo, que exige una apreciación tan extraordinariamente subjetiva que en última instancia depende del dolor de muelas que padezca esa mañana el magistrado de turno).
 Pero lo que más llama la atención de los sistemas legales represivos no es su asimetría interna (que ha llegado a algunos a apreciar que tal como están las cosas sería mejor volver al Código de Hammurabi, que institucionalizó el sistema de reciprocidad en las penas, es decir, la ley del talión, antes que seguir con este desbarajuste en que se ha convertido la legislación penal en casi todas partes, de tanto atender intereses contradictorios y surgidos de la urgencia o la presión mediática del momento), sino su asimetría externa. Es decir, su diferente grado de aplicación en función del estamento al que pertenezca cada individuo. Es aquí donde se manifiesta en todo su esplendor el alejamiento entre legalidad y moralidad; de hecho, la moralidad llega a quedar totalmente desfigurada  frente a lo previsto por la ley.
 Este caso  está teniendo reconocimiento mundial estos días a raíz de los Papeles de Panamá. Como se han apresurado a vomitar los interesados en todos los medios y de todos los modos posibles, la tenencia de cuentas y sociedades en paraísos fiscales no es necesariamente ilegal. Tampoco hacía falta que nos lo dijeran, pues casi todos somos conscientes de ello. Y somos conscientes en un sentido muy concreto, que nos lleva a considerar que existen dos clases de reglas de conducta lícitas; una para las élites ricas, y otra para todos los demás. Donde los demás tenemos que pasar por el ojo de la aguja administrativa o judicial por un quítame allá esas pajas y soportar que Hacienda nos dé un revolcón por una diferencia de cincuenta euros en la declaración de renta, mientras que los ricos pueden escaquear –legalmente, eso sí- una porción más que sustancial de su patrimonio al escrutinio de las autoridades fiscales, gracias a la constitución de las célebres SICAV u otros artilugios de ingeniería fiscal.
 Es aquí donde el concepto de la moralidad de los actos lícitos trastabillea y cae finalmente de bruces. Porque gracias a esta época de redes sociales y difusión global e instantánea de la información, todo el planeta es consciente de que el problema de los paraísos fiscales es que están diseñados desde una perspectiva totalmente inmoral, y que  por mucho que se amparen en la legalidad de las actuaciones, crean una distorsión tremenda en el trato fiscal de los ricos y de los pobres. Y  eso es así en todo el planeta, sin excepción alguna.
 Resulta obvio concluir que esto está sucediendo porque el legislador suele estar a sueldo (o directamente bajo la bota) de quienes detentan el poder económico, y por tanto, se legisla bajo la directriz principal de no perjudicar al poderoso. En cuestiones fiscales, ya es de sobra conocido el viejo dicho de que “es mejor cobrar un poco de muchos, que recaudar mucho de unos pocos”, como si dicho argumento validara todo el cinismo e hipocresía con los que Montoro y sus secuaces tratan a los ciudadanos corrientes y molientes. Por supuesto, ese es el típico sofisma pragmático y utilitarista que tiñe gran parte de las legislaciones fiscales occidentales dejando totalmente de lado a cualquier consideración de índole moral. De modo que, con el paso de los años, la brecha entre legalidad y moralidad se convertido en un abismo insalvable.
 Los medios han reproducido en grandes titulares la existencia de estas sociedades instrumentales creadas por el bufete panameño como si fuera una gran novedad (lo cual resulta muy sospechoso), pero muy pocos han incidido en que el problema no debe debatirse en el ámbito de lo que es legal, sino de lo que es moralmente aceptable. Y del mismo modo que yo, trabajador por cuenta ajena, no puedo percibir mi sueldo en una sociedad offshore y disfrutar de la evasión legal de impuestos que ello significa, habría que cuestionarse por qué los ricos están autorizados a ausentarse de cualquier conducta moral en lo relativo a su tributación y contribución al sostenimiento del estado en cuya bandera suelen envolverse cuando les interesa (que es justamente cuando tienen algo a ganar, ya todos somos conscientes de que el patriotismo de los millonarios sólo se exacerba cuando se trata de engordar su cuenta corriente).
 Porque mucho perorar sobre la unidad e indivisibilidad de la patria, pero ni hablar de poner del propio bolsillo para sostenerla, y mucho menos de la unidad e indivisibilidad del esfuerzo tributario. Lo de contribuir cada uno según su riqueza relativa sólo es válido para los pobretones asalariados y los autónomos de medio pelo. Y ahora, que esa tremenda discrepancia entre el discurso oficial y la realidad fiscal se ha hecho por fin patente con luz y taquígrafos, que nadie espere cambios sustanciales. Si los mismos que legislan son propietarios de múltiples sociedades offshore resulta difícilmente creíble que tengan el menor interés en luchar de forma efectiva contra los paraísos fiscales y la evasión legal de impuestos (por cierto, el término "evasión" se usa mucho en USA, pues por muy legal que sea, se trata de evadir el pago de los tributos que corresponderían en función del nivel de riqueza).
Como ya se ha visto en otras ocasiones, la lucha oficial  contra la opacidad fiscal y financiera solo sale a la palestra cuando se trata  de aflorar el dinero procedente de actividades francamente ilegales, como el tráfico de estupefacientes. Que nadie se llame a engaño: cuando los estados diseñan ofensivas de este tipo (como la que acabó con la banca Privada de Andorra a instancias de los todopoderosos Estados Unidos de América) no se atiende a cuestiones morales, sino sencillamente a todo un enorme sumidero de dinero negro que escapa al control del establishment económico, que a su vez controla a los poderes públicos. Es decir, sólo se persigue a los outsiders, no por delincuentes ni por inmorales, sino por no seguir las reglas del juego de los ricos de siempre.
 Así que la consecuencia principal de todo lo que ha salido a la luz estos días es que no va a suceder absolutamente nada. Tras la crisis financiera del 2008 que hizo tambalear el orden económico mundial todos los dirigentes occidentales clamaron a voz en grito que “nunca más”  y que se tomarían medidas para castigar a los responsables y para que no volviera a suceder cataclismo semejante, sin que hasta la fecha se haya movido un dedo en dicho sentido. Ahora sucederá exactamente lo mismo: habrá mucha palabrería hueca y mucha declaración altisonante y –salvo cuatro cabezas de turco cuidadosamente escogidas para mayor gloria electoral del gobierno de turno- los demás seguirán haciendo exactamente lo mismo que ahora sin inmutarse lo más mínimo. Porque saben perfectamente que la moralidad es cosa de imbéciles e idealistas. Y que lo que cuenta es el dinero, preferiblemente oculto y a salvo de cualquier intervención estatal.
 Por eso, cuando veamos esos conmovedores anuncios en los que hacienda nos instiga  a declarar hasta el último céntimo y ser intolerantes con la economía sumergida, más vale que todos y cada uno de los ciudadanos se cuestione, al menos, la dudosa moralidad de semejante mensaje. Yo, por mi parte y aún a riesgo de ser acusado de sedicioso y castigado de forma ejemplarizante, seguiré tratando de que mi fontanero me cobre las reparaciones de casa sin el IVA. El IVA que lo paguen Mossack & Fonseca y sus clientes y amigos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario