miércoles, 28 de octubre de 2015

Lo que mata es vivir

Parece que se ha desatado la guerra contra las carnes procesadas, acusándolas de cancerígenas para acto seguido ponerlas en la lista I de sustancias carcinogénicas junto con el amianto, los derivados del benceno y un amplio etcétera de productos cuyo mera mención ya resulta terrorífica de por sí, sin necesidad de aludir a sus efectos devastadores sobre los organismos expuestos. A eso le llamo yo inteligencia sublime, en efecto. En realidad los expertos de la OMS que han dictaminado la letalidad de la carne no son más que una pandilla de majaderos a los que convendría dar un repaso interesante, preferentemente en un gulag siberiano, porque el daño que han causado con su informe a toda una industria de la que viven millones de personas es muy, pero que muy superior a las treinta o cuarenta mil muertes al año que estiman que se producen en todo el mundo.
 No soy especialmente carnívoro, y mucho menos de carnes rojas y sanguinolentas, pero preferiría atiborrarme de bistecs crudos a tener que aguantar a muchos de los mentecatos que pontifican sobre  nuestros hábitos alimenticios  más o menos saludables. Por partes: si por algún motivo es poco recomendable el consumo exagerado de carne es ante todo por una cuestión de eficiencia. La eficiencia energética de los cerdos a la hora de producir músculo es sólo del veinte por ciento. Con todo es mucho mayor que la del ganado vacuno, que está alrededor del seis por ciento. Eso quiere decir que convertir proteínas vegetales en músculo rojo es un proceso muy poco eficiente, motivo por el cual las sociedades primitivas o subdesarrolladas tienen consumos cárnicos muy bajos o casi inexistentes, anecdóticos. También es ése el motivo de que países como la India hayan sacralizado al ganado vacuno: es mucho más rentable tener una vaca viva como animal de tiro y productor de estiércol (combustible esencial para muchas familias), que sacrificarla para comerse su carne, como ya advirtió con enorme lucidez el antropólogo Marvin Harris hace un buen pellizco de años.
 Así que el consumo de carne está reservado a sociedades pudientes, que puedan permitirse el lujo de criar ganado de todo pelaje, pese a ser tan ineficiente en la conversión de energía de origen vegetal en proteínas animales. Lo cual no quiere decir, como afirman otros mentecatos igualmente alienados, pero atrincherados en la orilla opuesta del nutricionismo descerebrado y rampante, que los alimentos de origen vegetal sean la pócima maravillosa de la eterna juventud. A esos fanáticos de la verdura y la fruta habría que recordarles que la mayoría de las toxinas existentes en la naturaleza son de origen vegetal. Y las plantas tienen una razón muy sólida para ser frecuentemente tóxicas: es la única manera que tienen de impedir que se las coman los herbívoros. Y casi todas las plantas que usamos alimentariamente son potencialmente tóxicas en mayor o menor grado, especialmente las que consumimos crudas. Oxalatos, aflatoxinas, saponinas, catecoles, flavonas, cianinas y un larguísimo etcétera de productos que constituyen la espectacular panoplia defensiva de las humildes plantas que luego ingerimos.
 Hasta la simpática lechuga puede ser tóxica si la consumimos inmoderadamente. Y por supuesto, hay vegetales, como el brócoli o la col, directamente relacionados con plagas endémicas de determinadas zonas, como el bocio, debido a la interferencia de algunos subproductos de la planta con el metabolismo del yodo. O las habas, que causan la intoxicación denominada favismo a unos cien millones de humanos. La lista de vegetales potencialmente tóxicos si se consumen de forma inadecuada o en grandes cantidades es espeluznante: soja, pepino, nabo, rábano, sorgo dulce, acelga, espinaca, berenjena, tomate, cebolla, patata, legumbres, diversos cereales, zanahorias, manzana, maíz, aguacate, plátano, cacahuetes tostados, copos de maíz, copos de arroz, mandioca, almendras amargas y un inconcebiblemente largo etcétera que pone en el casillero de la toxicidad casi todos los vegetales de uso habitual en la cocina si no se consumen adecuadamente.
 Algunos metabolitos de las plantas, como las aflatoxinas producidas por unas variedades de hongos que contaminan de forma natural el cacahuete y los cereales, son monstruosamente cancerígenos y, sin embargo, nadie nos previene contra el consumo normal de estos productos, que sin embargo matan más gente al año que todas las hamburguesas, salchichas y jamones que se consumen anualmente. Poca broma: Estudios del Instituto Internacional de Investigaciones sobre Políticas Alimentarias sugieren que aproximadamente sólo en el África Subsahariana 26.000 personas mueren anualmente de cáncer de hígado derivado de la exposición crónica a las aflatoxinas (a nivel mundial la cifra podría ser diez o veinte veces superior). Cifra que comparada con las treinta y pico mil defunciones anuales en todo el mundo causadas presuntamente por atiborrarse de frankfurts resulta cuanto menos conmovedora y bochornosa, por lo mucho que demuestra hasta qué punto el eurocentrismo sigue rigiendo el enfoque de los organismos internacionales que presuntamente velan por nuestro bienestar.
 O sea que, caramba, las plantas también matan, y nadie las ha puesto en la lista I de sustancias cancerígenas. Por otra parte, los que nos tomamos la estadística en serio ya hace muchos años que desconfiamos de estudios sensacionales que aparecen continuamente en los medios, atribuyendo efectos sanitarios a montones de alimentos sin tener en cuenta que las interacciones suelen ser tan complejas y sutiles que resulta casi imposible tener una población de estudio lo suficientemente fiable (es decir, con todos los demás parámetros controlados) como para asegurar si una cosa está realmente relacionada con otra distinta y pueda afirmarse que hay una relación de causa a efecto, o bien si se trata de un conjunto de correlaciones azarosas  que no tienen conexión entre sí. Pero es que aún en el caso de aceptar la bondad metodológica del estudio ahora publicado, lo que hay que tener presente es que prácticamente cualquier actividad que hagamos es potencialmente letal.
 Un paso más allá: es lugar común totalmente aceptado por la ciencia dura que a medida que avanzamos en la conquista de la longevidad, mayor es (y seguirá siendo) el número de casos declarados de cáncer en sus múltiples formas. Y ello de forma natural, sin tener que acudir a interpretaciones sesgadas: el cáncer es un error de replicación celular, ocasionado por genes proclives a ello o por mutaciones. Y cuanto más tiempo vive un organismo, más fácil es que se produzcan errores  en la replicación celular. Es más, al final se acabarán produciendo aunque hayamos llevado una espartana vida de eremitas vegetarianos; sólo hace falta que sobrevivamos suficientes años y el cáncer aparecerá ahí de un modo u otro. Y si no el cáncer, será  el alzheimer o cualquier otra manifestación de demencia senil o degeneración neurológica, porque sencillamente, nada es eterno y todo se degrada, especialmente los organismos vivos.
 A estupideces como la de estos días tenemos que oponer el sentido común. Si la vida se ha de convertir en una especie de martirio penitencial durante el que nos hemos de abstener de cualquier acto placentero porque es peligroso para nuestra salud, más vale no vivirla. La guía  de nuestra alimentación ha de ser la moderación en todo, pero no porque unos expertos pongan determinados alimentos en la lista I de sustancias peligrosas, sino porque la clave de la nutrición correcta está en el equilibrio y la variedad. Aunque ello no nos librará, finalmente, de morirnos de cáncer o de cualquier otra patología digamos degenerativa.
 Porque en definitiva lo que al parecer no comprenden estos idiotas de la OMS es que lo que mata es vivir, no el jamón de bellota.

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