jueves, 1 de octubre de 2015

La fractura catalana

Mucho se ha hablado últimamente de la fractura social existente en Cataluña, a la vista del resultado de las elecciones del 27S. Tal vez habría que comenzar definiendo un marco común para el concepto de “fractura”. Si por tal entendemos una confrontación entre dos Cataluñas, lo mejor es pedir a quienes tanto avivan esa imagen que se den una vuelta por aquí para cerciorarse cumplidamente de que la confrontación existe, sí, pero en unos ámbitos muy minoritarios. La gran mayoría de la población sigue conviviendo perfectamente pese a las provocaciones mediáticas a las que se da amplia resonancia debido al sesgo descaradamente partidista que algunos utilizan como arma electoral,  pretendiendo elevar a la categoría de general algunas situaciones que son francamente particulares.
 Es cierto que los dos sectores en que se divide la sociedad catalana han radicalizado sus posiciones, pero sin que la sangre haya llegado al río. Lo curioso es que hay muchos medios de comunicación peninsulares que han asumido que las aguas bajan teñidas de rojo, adoptando una estrategia de clara incitación al anticatalanismo, como si esa fuera la clave para desactivar el movimiento independentista. Una estrategia que pasa por un enfoque extraordinariamente agresivo de lo que sucede en Cataluña, y cuyo telón de fondo sería una especie de balcanización en la que Cataluña tendría las de perder. La aspiración última de estos medios y de gran parte de sus lectores sería la eliminación del autogobierno y pasar el rodillo unionista por las tierras al este del Ebro.
 Sin embargo, a nadie con dos dedos de sesera y  que no sea francamente miope se le escapa que avivar la confrontación a base del insulto, el desprecio y el odio hacia Cataluña no conseguirá nunca que la situación se normalice, sino al contrario. Es bien sabido que las provocaciones  lo único que pueden conseguir es un incremento del sentir nacionalista en sus destinatarios. A fin de cuentas, toda esta historia comenzó con la  memorable y absurda impugnación del nuevo Estatut de Catalunya por el PP, que movilizó a amplios sectores hasta la fecha bastante conciliadores con el resto de España hacia posiciones mucho más nacionalistas. Posicionamiento que se agravó notablemente cuando el Tribunal Constitucional, en un alarde de incongruencia política -que no jurídica- anuló partes esenciales del Estatut sin que dicha medida tuviera trascendencia en otros estatutos, como el andaluz, que contienen disposiciones similares que no han sido impugnadas.
 Agravio sobre agravio (y los que he mencionado son incuestionables) no puede esperarse una reacción paciente y comedida por parte de la población afectada, sea en Cataluña o en Botswana. Otra cosa es el discurso incendiario de los políticos y sus medios afines, pero poco más se puede esperar de quienes sistemáticamente aplican una visión cortoplacista a todas sus estrategias. La realidad es tozuda y bastante diáfana: hubo un error político, movido por intereses partidistas, y eso llevó a que el catalanismo político elevara el listón de sus aspiraciones en una espiral que por muy español que se sea, no puede por menos que considerarse lógica y legítima.
 Los agravios venían de lejos. El hecho de que  el AVE llegara veinte años antes a Sevilla que a Barcelona no  es el más trascendente, pero resulta ilustrativo de una forma de usar las finanzas de todos en beneficio puramente electoral de unos pocos. La excusa de la Expo del 92 para justificar semejante despropósito –al que han seguido muchos otros- indica hasta que punto el dinero de todos se emplea de forma arbitraria y que nada tiene que ver con el crecimiento económico equitativo de las regiones de un país necesitado, ante todo, de ponerse al día en infraestructuras imprescindibles y en fomentar la economía productiva, no en las aberraciones en forma de autovías vacías, aeropuertos desiertos y AVEs inoperantes que plagan la geografía nacional.
 Sobre todo cuando, según cuál sea la metodología empleada, resulta claro que el déficit fiscal catalán oscila entre los ocho y los once mil millones al año. Lo cual estaría muy bien, si dicho déficit hubiera servido, a lo largo de toda la democracia, para crear riqueza en forma distinta al mero ladrillazo. Es decir, si se hubiera estimulado una economía productiva que permitiera al resto de las regiones españolas alcanzar un grado de autosuficiencia  que les hubiera facilitado ir escalando puestos en el ránking del PIB interno. Pero en realidad la redistribución de la riqueza que se ha encarado en los últimos treinta y tantos años sólo ha servido para favorecer la cultura del subsidio y del faraonismo constructivo desatinado, sin crear un tejido económico persistente en la sociedad española.
 De este modo se ha perpetuado durante decenios el uso del presupuesto del estado con fines puramente electoralistas, con un claro desprecio, tanto del PP como del PSOE, de los intereses de Cataluña, pues a fin de cuentas ambas formaciones no eran hegemónicas en el principado y su electorado más fiel se encontraba  en otras regiones. Sin embargo, ningún medio de comunicación de la capital ha tenido el menor recato en amplificar interesadamente el concepto de una Cataluña insolidaria y egoísta a fin de favorecer los intereses inmediatos el gobierno de turno. Una situación que ha conducido a incongruencias de gran calibre a cuenta de una solidaridad para la que, al parecer, existen raseros distintos si el destinatario está más allá de nuestras fronteras. El ejemplo del rapapolvo a Grecia, a cuentas de que España se siente solidaria pero sólo hasta un punto, y con la condición de que dicha solidaridad revierta en compromisos firmes por parte del gobierno griego. Una reversión que no se ha exigido a ninguna de las comunidades históricamente destinatarias de la solidaridad autonómica. Simplemente se ha ido llenado la faltriquera presupuestaria de las regiones pobres sin exigir nada a cambio de tanta transferencia.
 El recurso fácil siempre ha sido atacar a Cataluña por unas aspiraciones que miradas de forma ecuánime, siempre han estado más que justificadas, sobre todo teniendo en cuenta que las dos regiones más ricas de España lo son por disponer de un régimen foral que implica no poner ni un euro a disposición del estado para el sostenimiento de las estructuras autonómicas. Teniendo en cuenta que hasta la todopoderosa Unión Europea tiene puesto el ojo en esa abismal diferencia intrahispánica, no deja de ser razonable que desde Barcelona se clame por un trato fiscal más justo. A fin de cuentas, este enfrentamiento que vivimos los últimos años es por una cuestión de dinero.
El idiota de turno argüirá que si no hubiera tanta corrupción no haría falta más dinero para Cataluña. Tamaña majadería sólo puede caber en mentes cerriles y muy poco ilustradas que se niegan a comprender algo tan sencillo como la proporción cualitativa y cuantitativa de su impacto en la economía nacional. Por mucho pesar que cause constatarlo, la corrupción es endémica en cualquier democracia liberal, y si no nos mirásemos tanto el ombligo nos asombraríamos de lo que sucede también en otros países de nuestro entorno. Además, la corrupción no representa más que una pequeñísima fracción del déficit fiscal de las autonomías "ricas", de modo que aunque estamos todos de acuerdo en que hay que combatirla con todos los medios a nuestro alcance, no es menos cierto que el déficit histórico que padecen Cataluña y otras regiones, no se reequilibraría  lo más mínimo si todo el mundo se volviera repentinamente honrado.
Es cierto que los políticos de aquí han practicado el victimismo siempre que han podido. También es cierto que bajo esas argucias políticas se esconde una realidad a la que nadie pude sustraerse: Cataluña es de las autonomías en las que el dinero de todos ha revertido menos. La financiación estatal per cápita es de las menores de España, lo cual reconoce el propio gobierno del PP. Y eso viene siendo así desde hace muchos años. Por eso no son de extrañar las quejas del funcionariado de la Generalitat, que han perdido no una, sino varias pagas extras, mientras que en Extremadura -gracias a las transferencias autonómicas- los empleados públicos no se han visto afectados en la misma medida. O la incomprensible situación educativa en Andalucía, donde el gobierno subvenciona los libros de texto escolares, a cuenta nuevamente de la forzosa solidaridad de las familias (no sólo) catalanas, que pagan la escolarización más cara de toda España. Y así un sinfín de incoherencias demostrables que no se deben a la genialidad gestora de las administraciones autonómicas de turno, sino al dinero contante y sonante que no ha parado de afluir procedente de las comunidades presuntamente ricas. 
Ser catalán en España es harto complicado, por mucho que uno desee reforzar vínculos históricos, sociales y familiares. Este país tiene vocación jacobina, y muchos de sus habitantes también. El respeto a las diferencias, pese a la grandilocuencia del discurso oficialista relativa a la riqueza de la diversidad de nuestra "gran nación", no ha existido casi nunca, porque en el fondo España sigue anclada en la nostalgia de una estado centralista y centralizador muy al estilo francés (por algo llevamos tres siglos de borbonismo), en el que la supremacía de lo castellano es lo que identifica al español de bien y todo lo demás o es folklore o es enemigo interior. Y con esta premisa difícilmente podemos sentirnos identificados muchos catalanes. Si a eso sumamos que económicamente se nos trata como habitantes de una distante posesión colonial, poco más hay que añadir.

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