jueves, 15 de octubre de 2015

O sea

O sea, que poner de vuelta y media  a un juez en un editorial o artículo de fondo de un medio de comunicación nacional, someterlo a una persecución infernal, y pedir para él la horca o poco menos es algo perfectamente lícito, sobre todo si la línea de actuación es molesta para determinados poderes próximos al gobierno, como en los casos de Baltasar Garzón o Elpidio Silva.
 O sea, que masacrar públicamente la honestidad e integridad de un juez porque resulta que en su tiempo libre ejerce la libertad de pensamiento, y además el suyo es un pensamiento crítico, izquierdista e independentista, resulta ser totalmente compatible con los valores democráticos y no constituye, qué va, una presión inadmisible sobre el poder judicial a fin de apartarlo de la carrera, como en el caso de Santiago Vidal.
 O sea, dar apoyo público a unos gobernantes legítimamente elegidos y representantes del pueblo (catalán en este caso), en contra de la persecución penal que sufren por la convocatoria del 9N constituye, según las fuerzas vivas del españolismo rampante, un gravísimo ataque contra la independencia del poder judicial y una inadmisible forma de presión contra la libertad de acción de los magistrados que juzgan esos actos.
 O sea, que cuando los ataques se orquestan desde los medios de comunicación –esos adalides de la libertad de pensamiento y de la postura crítica y olé- resultan perfectamente normales, aceptables y democráticos, siempre que salgan en primera plana, resulten lo suficientemente insultantes y, ante todo, satisfagan al gobierno de turno, que es el último rasero por el que se mide la limpieza de inmaculados estados de derecho, como España, Kazajistán o Birmania. En cambio, cuando son unas decenas de ciudadanos y políticos los que simplemente se manifiestan en la puerta de un tribunal para dar su apoyo civilizado y sensato y sin uso de ningún tipo de violencia a los imputados, el portavoz gubernamental se escandaliza de tamaña agresión al estado de derecho, se rasga las vestiduras y no se arranca los ojos de las órbitas porque resultaría demasiado bíblico y en exceso melodramático.
 O sea, hemos llegado a tal punto de imbecilidad parlamentaria, que los voceros del gobierno no paran mientes en la desmesura de las incongruencias que dicen y practican. Lo de los fariseos en el templo de Jerusalén hace tiempo que quedó como cosa de chiquillos comparado con la maroma de dificilísimos equilibrios semánticos y políticos sobre los que se balancea torpemente  la credibilidad de muchos de nuestros diputados y senadores, que estarían mejor callados antes de incendiar el ánimo del personal con declaraciones no ya sesgadas, sino completamente tumbadas hacia la interpretación de conveniencia institucional del momento. En estos casos incluso se agradece el galleguismo impertérrito del presidente del gobierno, que suele ser impenetrable, pero al menos no suele desvariar, excepto cuando le entrevistan en la radio a primera hora y se ha dejado la sesera en casa por aquello de salir con prisas.
 Tranquiliza una barbaridad ver que semejantes distorsiones estúpidas de la racionalidad más elemental no afectan sólo al partido en el gobierno. A la hora de distorsionar no hay diferencias ideológicas que valgan. Aquí en Cataluña tenemos también a tipos más bien sectarios, aunque lo disimulan muy bien bajo una capa de modernidad excelentemente tejida, como nuestro Toni Cruanyes, un personaje que conduce el informativo estrella de TV3, en el  que tienen el valor de presentar a Garbiñe Muguruza como la “tenista barcelonesa” en horario de máxima audiencia, omitiendo que es hispano-venezolana, de padre vasco y madre venezolana, que nació en Venezuela, y que vino a Barcelona a los seis años de edad. Vamos, que es tan barcelonesa como lo pueda ser Leo Messi, aunque nadie ha llegado al atrevimiento de reubicar al prodigioso futbolista con semejante descaro. Y sí, por mucho que duela, ser barcelonés o madrileño o parisino está reservado a los naturales de dichas localidades. Otra cosa es que uno se sienta barcelonés de adopción, pero eso no será óbice para que el genial Picasso siga siendo malagueño en todas las enciclopedias. Ni barcelonés ni francés, por favor.
 O sea, y a lo que se ve, que hay un sector del establishment político que necesita tergiversar los hechos hasta el ridículo de forma conspicua y pertinaz, auxiliado por periodistas que no es que tengan una ideología cercana al poder, sino que solamente practican lo que se espera de ellos, es decir, el servilismo más descarado y ruin hacia la mano que les da de comer. Y si esa mano que mece la cuna anda escasa de héroes catalanes o barceloneses, pues se inventan y ya está. Cap problema.
 Y si hay que omitir las felonías del pasado, pues se tapan con una gruesa capa de silencio, y tan contentos. Por ejemplo, resulta de lo más sorprendente que entre todo el guirigay mediático que se ha montado alrededor de las deleznables prácticas de Volkswagen en cuanto a falsear resultados de consumo y emisiones de sus vehículos, no haya surgido ninguna voz que recuerde que esas prácticas vienen de antiguo, y que no son exclusivas de la marca europea. Por más señas, el formidable Michael Moore en su relato autobiográfico “Cuidado Conmigo” (publicado bastante antes del escándalo VW) relata con toda frialdad como General Motors, fabricante de los célebres automóviles Buick, enviaba vehículos trucados a la agencia de protección ambiental para que los resultados de las pruebas de emisiones y consumo fueran más ajustados, ya a mediados de los años setenta. Y no lo explica ningún indocumentado: Moore es natural de Flint, donde el monocultivo industrial de General Motors era de lo más patente (estaban a un tiro de piedra, en términos del Medio Oeste americano, de Detroit) y conoce muy bien los entresijos de la industria automovilística norteamericana.
 Sin embargo, ninguno de esos periodistas estrella ha tenido siquiera la suficiente iniciativa como para escarbar en las hemerotecas en busca de datos fidedignos. Basta, como en el caso de nuestros apaleados patrios, con arremeter a lo bruto y sin anestesia contra el objetivo, y obtener lo antes posible una condena pública, que la judicial es totalmente secundaria y prescindible. Digamos que tal como está montado el sistema, la condena mediática y pública es equivalente a un tajo en la garganta, y la sentencia judicial son los puntos que le aplican al degollado en el cuello para que esté presentable en su entierro. Pero una vez muerto mediáticamente, ya no hay quien lo resucite, ni siquiera un señor con toga y puñetas impartiendo latinajos jurídicos.
 O sea....

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