jueves, 8 de octubre de 2015

Incongruencias

Una mañana soleada de principios de junio. La temperatura a las ocho es de 20 grados y sopla una ligera brisa de levante. Las calles se llenan paulatinamente de personas que se dirigen a sus quehaceres diarios. Una profusión de mujeres se pasea vestida ligeramente; las jóvenes, especialmente veraniegas, lucen sucintas camisetas de tirantes y shorts ultracortos casi hasta las nalgas. El frío se ha acabado, el verano  se adivina cercano y apoteósico.
 Una mañana soleada de principios de octubre. La temperatura a las ocho es de 20 grados. El viento casi ni se percibe. Como en junio, hay un frenesí de personas moviéndose arriba y abajo. Sin embargo, su aspecto es totalmente diferente. Las ninfas que hace cuatro meses se mostraban epidérmicas a más no poder, salen de casa con jersei de manga larga y vaqueros o leggins completos. Incluso muchas de ellas llevan pañuelos al cuello para abrigarse mejor. Sin embargo la temperatura es la misma, hora por hora, que la que había pocos meses atrás.
Este es un preclaro ejemplo de que la racionalidad no sólo es esquiva, sino que se halla casi siempre oculta por tremendos sesgos de subjetividad. Por mucho que nos esforcemos, cometemos un sinfín de actos irracionales que justificamos de las más diversas maneras. Por ejemplo, en el caso del vestir femenino, la explicación habitual es que no es lo mismo venir del frío invierno hacia el calor estival, que estar traspasando las fronteras del verano en dirección al otoño.
 Excusas, justificaciones para racionalizar todo lo que se aparta de la lógica y no resiste un análisis serio. Si la temperatura es la misma, la sensación térmica objetiva ha de ser la misma, pero sin embargo, todas esas jóvenes y  adolescentes que en puertas del verano exhibían su anatomía de forma palpable, ahora se escudan en que tienen frío al salir de casa. El científico les dirá que en igualdad de condiciones atmosféricas y de estado metabólico personal, la sensación térmica no puede oscilar tanto como para pasar del top escueto y las ancas al aire al jersei de lana y el fular anudado al cuello. La subjetividad tiñe casi todas nuestras acciones y decisiones, y así debe ser muchas veces para preservar la identidad personal, la individualidad y la diversidad. Pero hemos de tener presente que la subjetividad casi siempre va acompañada de fuertes dosis de irracionalidad, que no es en absoluto justificable por mucho empeño que le pongamos.
 En cuestión de vestimentas, da la mismo cuán irracionales sean nuestras decisiones. A fin de cuentas, el hecho de pasearnos semidesnudos o abrigados cual esquimales por la Gran Vía no tiene mayor trascendencia que la del cotilleo que puedan generar nuestras indumentarias. Pero las incongruencias en otros ámbitos de la vida personal y social sí resultan demoledoramente trascendentes, y muy notablemente en lo que se refiere a la política, en la que todos participamos directamente con nuestras opiniones y votos.
La discordancia entre lo que percibimos en un momento dado y lo que sentimos un tiempo después respecto a cualquier acontecimiento idéntico es un notable campo de estudio de la sociología y la psicología. Esa discordancia perceptiva nos conduce, las más de las veces, a la adopción de posturas sumamente incongruentes que nuestra mente trata de justificar de las formas más variadas, pero todas fundamentadas en el autoengaño. Y el autoengaño en política es extremadamente peligroso, porque significa entregarle el poder a alguien durante un mínimo de cuatro años. Un poder que utilizará de forma omnímoda y aplastante, tanto si nos gusta como si no. En ese sentido, el acto de reflexionar profundamente sobre nuestras opciones electorales, más allá de la subjetividad orientada por las simpatías del momento o por los golpes de efecto electoralistas,  no suele formar parte de nuestro repertorio de herramientas mentales.
 Más allá de cualquier otra consideración, resulta bastante penoso constatar que la pérdida de sustento electoral del PP se atribuye mayoritariamente al hecho de que traicionó descaradamente su programa electoral de 2011. Se omite, sin embargo, un error garrafal del elector: de cómo un partido neoliberal hasta las cachas habría podido aplicar una política económica de orientación social hacia las clases menos favorecidas, nadie da respuesta. En realidad, el PP tenía un programa oculto –el auténtico- que coincide punto por punto con el de los demás partidos neoliberales del mundo occidental, encabezados por el establishment norteamericano. No se trata ahora de debatir las bondades de dicho programa (allá cada uno con sus convicciones personales), pero sí de poner de manifiesto que igual que nuestras adolescentes preveraniegas, ante iguales circunstancias políticas y sociales, nos quieren vestir el alma y el entendimiento de forma radicalmente distinta. Y eso que hace el mismo frío que en 2011, por más que los datos pronostiquen lo que los gurús quieran pronosticar.
 Y no es que a la gente la engañen, es que le encanta autoengañarse, y si se le da un empujoncito, mejor que mejor. En ese sentido, el PP les dio a muchos unas pocas palmadas en el hombro que fueron suficientes como para que votaran a la derecha más reaccionaria que ha habido desde el fin de la segunda guerra mundial, creyendo –autoengañándose de nuevo- que el lobo vestido de abuelita iba a perder los colmillos con ese travestismo tan evidente. La campaña de 2011 fue de lo más subjetiva que uno pueda imaginar, como si la crisis global que se llevó por delante a medio mundo fuera culpa exclusiva del PSOE; y como si la operación de (presunta) higienización  que significó otorgar el poder al PP fuera a poner España como un guante del revés.
 Quiá, que diría un paisano. El PP es un partido neocon hasta en la tinta con la que redactaron sus estatutos, y no podía esperarse ninguna política en clave social por su parte, sino el más estricto acatamiento de la ortodoxia económica oficial de la troika y del FMI. Y eso significaba podar totalmente el árbol del bienestar social, y entregar los resultados de la poda al poder financiero global. Como dice Warren Buffet, “vamos ganando”, y el uso de ese gerundio por parte de los magnates que controlan la economía mundial no está pasando de moda. En realidad está más justificado que nunca, porque no sólo van ganando, sino que a estas alturas del partido, lo hacen por goleada. Y a nosotros, a la alta clase baja en que se ha convertido la antigua y otrora poderosa clase media occidental, nos queda el optimismo banal y la subjetividad falaz que van a explotar al máximo en las próximas citas electorales.
 Pues a fin de cuentas, estamos peor que en 2011 casi todos nosotros. Que nos hayan devuelto unas migajas de lo anteriormente expoliado puede ayudar a que nos parezca que estamos en junio en lugar de en octubre, pero estamos exactamente a la misma temperatura social y sociológica que hace cuatro años. Sólo que ahora nos dicen que nos hemos de poner shorts y camisetas de tirantes, porque ha llegado la luz con el visto bueno de los poderes trasnacionales a las políticas gubernamentales de este cuatrienio que acaba. La analogía con el ejemplo de la indumentaria es más que notable: en 2011 nos dijeron que nada de exuberancias, a tapar agujeros y a vestirnos como monjes ascéticos. Ahora la temperatura es la misma, pero el PP nos dice que ya podemos sacar las sombrillas para ir a la playa y lucir tipito en cueros.
 Si el lector es de aquellos fácilmente sugestionables que en octubre se visten de invierno aunque haga calor estival, ya le irá bien convencerse para votar al PP, porque la justificación es exactamente la misma que la de las jovencitas que visten nuestras calles. Totalmente  irracional, subjetiva e incongruente. 

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