viernes, 23 de octubre de 2015

A propósito de Netanyahu

Las declaraciones de Netanyahu sobre los palestinos y su implicación directa en el holocausto ponen de manifiesto hasta qué punto la maldad se ha apoderado de gobernantes presuntamente democráticos y que afirman estar al servicio del estado de derecho. El lado oscuro gobierna el mundo occidental, y uno de los métodos que está empleando a fondo para conseguir sus fines es el de pretender reescribir la historia, dándole una vuelta de tuerca a la tergiversación historicista mediante el recurso de convertir la anécdota en hecho categórico y definitorio de una época. 

Reconvertir el pasado conforme a las apetencias del gobernante de turno puede parecer una puerilidad para quienes han vivido de cerca los hechos, pero resulta mucho más insidioso y grave cuando se evalúa con cierta perspectiva temporal. Porque a nosotros el dirigente israelí no nos engaña, pero todos sabemos que repetir una mentira una vez y otra, y hacerlo desde el discurso oficialista, suele acabar impregnando toda una cultura y su sistema educativo. Y los escolares de las generaciones futuras no tendrán a nadie que cuestione semejante afirmación, y menos si eso está escrito en los libros de texto que estudiarán en clase.Y creerán a pies juntillas que los palestinos encabezaron el exterminio de los judíos en Europa si no hay nadie que se oponga de forma continuada y contundente a la difusión de semejante barbaridad.

Eso lo sabía perfectamente George Orwell cuando escribió la actualísima obra 1984, en la que el sistema, personificado en el Gran Hermano, usa a miles de miembros del partido para reevaluar y reescribir continuamente los hechos históricos para adecuarlos a la necesidad del momento. Funcionarios encargados de rastrear el pasado y borrar y sustituir unos acontecimientos por otros conforme a los discursos triunfalistas del poder establecido. Algo que Orwell criticaba solapadamente del régimen estalinista, y que éste a su vez adoptó sin ningún remilgo de la Alemania nazi. Un régimen que elevó a la categoría de arte la propaganda distorsionadora de la realidad y del pasado hasta convencer a millones de alemanes de cuantas barbaridades se le antojaron a Goebbels y compañía.

En ese sentido es bastante acertado calificar a Netanyahu como discípulo aventajado de todos esos autócratas que ahogaron en sangre Europa durante la primera mitad del siglo XX. Sólo que él presume de democrático y de haber sido limpiamente elegido por sus ciudadanos. Algo de lo que también podía presumir el presidente Bush y sus amigos, que inauguraron la época de la desfachatez política manifestada en forma de mentiras incontestables elevadas a la categoría de dogma político.

El problema de esos políticos elegidos democráticamente pero que podrían ser émulos de cualquier dictador se fundamenta en la creencia, absolutamente errónea y alentada por el neoconservadurismo en boga, de que la democracia se puede defender de cualquier manera, incluso vulnerando los derechos humanos y falsificando los hechos. Lo que cuenta es el fin, y los medios utilizados son algo accesorio e irrelevante.En cualquier caso, se trata de legalizar medios aberrantes para conseguir fines teóricamente virtuosos.

Pero como han manifestado muchos, muchísimos pensadores no precisamente "izquierdistas y antipatrióticos", si todo vale se destruye la esencia del estado de derecho. No hay democracia que pueda resistir fundamentada en la mentira, en la falsedad histórica, y en la discriminación respecto al trato humanitario al adversario. No hay democracia que pueda perdurar sin ser defensora acérrima de los derechos humanos para todos. El pensamiento neocon pone el acento en la diferencia entre nosotros -los buenos- y los otros -los malos-, y apuesta por un trato completamente diferente hacia esos otros, despersonalizándolos y deshumanizándolos, mostrándolos tendenciosamente a la opinión pública como perros sin ninguna clase de derechos.

Eso, que Hitler y Stalin practicaron sin mesura alguna contra los "enemigos del pueblo" y sirvió como justificación del extermino no sólo de los judíos, sino de millones de compatriotas suyos por el mero hecho de estar en el bando equivocado, lo han aprovechado descaradamente algunos de los mayores delincuentes de la historia contemporánea, como Bush., Chenney y Rumsfeld, para crear las atrocidades de Guantánamo y de Abu Ghraib. Ellos fueron los verdaderos impulsores de crear un estado de terror entre la población estadounidense para justificar así un combate contra el "imperio del mal" cuya base residía en tratar a los prisioneros como animales y aprobar métodos de tortura absolutamente degradantes e inhumanos contra los islamistas detenidos sin ningún tipo de garantía.

No lo digo yo, lo dice, con toda su autoridad Phil Zimbardo en su libro "El Efecto Lucifer". Una obra de una lucidez prístina en la que nos enseña cuán fácil es que personas normales y corrientes, y por otra parte bondadosas, se pueden convertir en peligrosas alimañas para sus congéneres. Zimbardo sabe bien de lo que habla, pues fue el director del experimento de Stanford, en el que estudiantes voluntarios aleatoriamente escogidos se repartieron los papeles de carceleros y presos en una cárcel simulada. Aquello acabó muy mal y antes de tiempo, pues Zimbardo hubo de poner fin al experimento antes de una semana, ante la crueldad desmedida que los carceleros impartieron sin ningún control.

Cuando los máximos responsables de un estado, por muy de derecho que sea, permiten, alientan o simplemente aplican una ceguera selectiva ante la brutalidad de los métodos policiales, es que las cosas van muy mal. Cuando además promulgan leyes -como la Patriot Act- que dan poderes casi omnímodos al presidente al margen de cualquier control parlamentario; y éste los utiliza para autorizar la creación de métodos de detención e interrogación dignos de la Lubianka en plena época estalinista, es que estamos al borde del abismo. Cuando, por fin, los máximos dirigentes de un país intentan justificar su aversión a un colectivo tergiversando y reescribiendo a conveniencia los hechos históricos (como hizo Bush con las armas de destrucción masiva en Iraq o Netanyahu con la descarada insinuación de la responsabilidad palestina en el holocausto judío), es que ya hemos resbalado por la pendiente y nos precipitamos directamente al escenario que dibujó Orwell en 1984.

Hace ya un tiempo escribí que la guerra contra el fundamentalismo islámico era una guerra perdida, y aducía diversas razones para justificar mi afirmación. Entre ellas, que para los teóricos del yihadismo es obvio que es una guerra que no pueden ganar mediante batallas convencionales, pero sí carcomiendo la democracia desde dentro. Y una de las formas de que Occidente pierda esa guerra es mediante la destrucción de la compleja estructura del estado de derecho creado en los últimos doscientos años. Los halcones neoconservadores están desmontando paso a paso toda la estructura democrática de sus respectivos países basándose en el dogma de que los buenos pueden permitirse todo tipo de marranadas para preservar la cultura occidental democrática, sin caer en la cuenta de que una vez puestos en marcha esos mecanismos, sirven lo mismo para combatir terroristas que para abatir a opositores democráticos. Es la senda de la tiranía en nombre de la democracia. Es decir, el peor de los sacrilegios políticos.

Si no queremos que el futuro de nuestros nietos sea asombrosamente parecido a la tiránica y opresiva Oceanía de Orwell, tenemos la obligación moral de oponernos enérgicamente a toda actividad política que pretenda desdibujar las fronteras entre nosotros y nuestros adversarios. Todos somos humanos y todos tenemos los mismos derechos fundamentales (aunque no nos guste). Y todos tenemos la imperiosa obligación de reconocer a otro ser humano en el más odiado de nuestros enemigos y de reconocerle los mismos derechos que nosotros reclamamos para los ciudadanos de nuestras democracias. Si caemos en las trampas que en los últimos decenios nos han tendido los Bush, Netanyahu y demás compinches, seremos cómplices inexcusables del asesinato del estado de derecho. Y lo que es peor, pondremos la soga alrededor de nuestro propio cuello.

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