viernes, 25 de septiembre de 2015

Volkswagen y más

El escándalo Volkswagen demuestra hasta qué punto la ingenuidad y la consiguiente falta de escepticismo de los consumidores permite a las grandes empresas manipular datos descaradamente, ya sean relativos al rendimiento económico y beneficios potenciales, como de respeto al medio ambiente y cumplimiento de las normas establecidas, pasando por la prestación de una calidad que muchas veces se limita a aspectos puramente superficiales –de estilo- pero que ocultan muchas incidencias que sólo se revelan una vez adquirido el producto (véase, por ejemplo, la apreciación generalizada de que la industria automovilística italiana produce artefactos bellísimos pero francamente inconsistentes).
 El caso VW resulta especialmente llamativo porque, aparte del fraude evidente y reconocido por los dirigentes de la firma, ha hecho quedar como imbéciles a muchísimos compradores que han pagado unos miles de euros más por una superioridad tecnológica que ciertamente existía, pero no en el sentido por el que los interesados pagaban de más. Volkswagen ha empleado una sofisticada técnica informática para engañar a los verificadores de sus motores, con lo que ha demostrado que la presunta eficiencia actual de los motores diésel ha tocado techo y colateralmente, que sale más a cuenta emplear sofisticadísimos medios para engañar a la clientela que trabajar de veras en la reducción de la contaminación.
 A los pobres compradores de VW, antes orgullosos propietarios de vehículos con el logotipo alemán, se les ha quedado una cara de tontos formidable, porque ahora se dan cuenta de que han estado pagando un plus sólo por lucir el logo de VW en las parrillas de sus coches, pero poca cosa más. Algo que ya intuíamos los propietarios de marcas menos rimbombantes, pero que en prestaciones, consumos y emisiones venían a ofrecer lo mismo que Das Auto.
 Si alguien es tan inocente como para pensar que se trata de un caso aislado, me temo que se equivoca de principio a fin. La tecnología mejora nuestras vidas, ciertamente, pero también permite manipularlas para aumentar los beneficios de los conglomerados empresariales de forma fraudulenta. A fin de cuentas, la introducción de chips informáticos para generar obsolescencia programada en infinidad de electrodomésticos es práctica habitual y hasta ahora consentida, con más o menos resignación, por la población en general.
 Y es que se consiente la estafa porque la oposición a ella conduce inexorablemente a la amenaza empresarial de reducción de plantillas o deslocalización de empresas para seguir manteniendo o incrementando los dividendos de los accionistas. Una dinámica perversa que venimos denunciando los críticos de la globalización desde hace mucho tiempo. Porque a fin de cuentas, la globalización no es buena, sino sólo un mantra con el que los neoliberales y su panda de acólitos mediáticos nos atacan histéricamente en cuanto nos oyen apartarnos del discurso oficialista.
 Hace muchos años que los vehículos diésel están condenados, pero existe un evidente interés por prorrogar su existencia con elevados costes medioambientales, a cambio de presuntas mejoras tecnológicas que, como el famoso filtro antipartículas, resultan ineficaces a medio plazo y mucho más caras que el empleo de motores de gasolina catalizados. La persistencia del mercado diésel, con sus consabidos engaños publicitarios (de los que sólo una mayor robustez mecánica parece ser cierta, pero matizada por el hecho de que al aderezarla con tanta electrónica, se ha vuelto cada vez menos fiable en conjunto) sólo puede interpretarse a  la luz de intereses empresariales de amplio alcance, que presionan a los políticos a sueldo de los poderosos lobbies de la industria.
 Por eso resulta indignante que antaño defensores de la democracia ciudadana presuntamente de izquierdas (como nuestro expresidente González)  defiendan el mecanismo de las puertas giratorias con tanto ahínco, alegando que los políticos tienen derecho a ganarse la vida tras dejar el cargo. Cierto, pero no a cambio de un plato de lentejas para la ciudadanía, mientras ellos se sientan a la orgiástica mesa de los señores del dinero.
 Fenómeno éste, el de las puertas giratorias y los escandalosos vínculos entre política, medios de comunicación y poder económico, que no son una novedad ni mucho menos, aunque en este país nos hayamos caído del burro hace bien poco. Estudios tan sesudos como los Owen Jones en su recién publicada obra El Establishment, revelan hasta qué punto la confabulación de los poderes fácticos alrededor del parlamento británico lo ha convertido en un nido de corrupción que deja a nuestro Bárcenas a la altura de un principiante. La percepción de la población británica respecto a su clase política es de lo más desmoralizante que uno pueda imaginar, y la desaprobación general, mezclada con una hartada resignación, es tremenda, pero aun así,  la casta política de Gran Bretaña, encastillada en el neoliberalismo más extremo y falaz, sigue haciendo caso omiso del clamor de su ciudadanía, sirviéndose para tal fin de mentiras descaradas, campañas de desprestigio personal y ataques furibundos y masivos contra cualquiera que se atreva a denunciar el cariz que están tomando las cosas en las últimas décadas.
 Estos hijos del thatcherismo y de la reaganomics han acabado triunfando por la vía de romper el consenso histórico sobre el estado del bienestar, alegando que sólo fomentaba que los pobres trabajaran poco y gandulearan a costa del estado. Ahora sabemos que centrar la atención en los desfavorecidos es la estrategia dominante de esos hijos de perra, para que no desviemos los focos hacia los auténticos expoliadores del estado, del contribuyente y del consumidor. Esos que chupan subvenciones multimillonarias del estado, que cargan las pérdidas al contribuyente y juegan siempre con los dados trucados: si sale cara, gano yo, si sale cruz, pierdes tú.
 En los círculos superelitistas de Oxbridge circula alegremente la expresión: “Si eres pobre, es tu culpa; si no, vamos a reírnos de ellos”. Y eso es lo que efectivamente llevan haciendo los discípulos de esa cohorte de neoliberales extremistas tremendamente resentidos contra las clases trabajadoras. Esos tipos cuyo sueño no es mejorar las condiciones de vida de los paupérrimos obreros de Bangla Desh, sino que las nuestras se vayan pareciendo cada vez más a las de los parias de la tierra, mientras eso no afecte a su abultada cuenta corriente. Y el arma que tienen a su disposición es la globalización de todo aquello que les conviene para amedrentarnos. Para tenernos literalmente acojonados, renunciando a derechos sindicales e individuales para poder seguir viviendo con un mínimo de dignidad y ninguna certeza de que en el futuro la cosa no vaya a empeorar, que lo hará.
 Pero no nos engañemos: jamás aceptarán la globalización de los sistemas fiscales y tributarios, ni la unificación mundial de las legislaciones laborales y de las condiciones de trabajo, ni la creación de sistemas viables de seguridad social homogéneos. Para ellos globalizar esto significaría dejar de engordar los dividendos económicos y el omnímodo poder político y social  que disfrutan, así que ni soñarlo, nos dicen conmiserativamente. Lo único que se globaliza son las tácticas de presión, persecución y engaño al consumidor, de las que ésta de Volkswagen que hemos conocido recientemente no es más que una gota en un océano de corrupción generalizada, cuyas consecuencias son muy leves para los culpables.
 El presidente de la firma ha dimitido, pero de todos es sabido que en pocas semanas o meses se le nombrará para otro cargo relevante y muy bien retribuido en cualquiera de las corporaciones que su extensa red de amigos le proporcionará de inmediato. La conclusión de la cúpula de VW, como hemos visto antes en otros casos, no será la de una mayor transparencia y limpieza, sino la de qué idiotas han sido por dejarse pillar, y que no les vuelva a pasar nunca más.
 El riesgo de que aprendan de sus delitos pero no los enmienden es muy real, y su conclusión lógica será la de que deben aprender a camuflarlos mejor en el futuro. Por eso es nuestra obligación, como ciudadanos, consiste en procurar entender los vínculos entre poder financiero, económico, mediático y político, y votar a cualquiera que no forme parte de esos círculos infernales que nos van ahogando como los anillos de una serpiente constrictora sobre el cuerpo inerme del ciudadano. Que al menos no nos rindamos fácilmente, y sobre todo, que no nos dejemos engañar por sus desvergonzadas mentiras urdidas en los últimos cuatro decenios.

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