miércoles, 29 de julio de 2015

Fundamentalistas

A tenor de algunas discusiones –más bien enfrentamientos- que se vienen dando últimamente en los medios de comunicación y en las redes sociales, parecería que el fundamentalismo es una actitud exclusivamente religiosa, y por eso se usa y abusa del concepto como si sólo pudiera referirse a las dos primeras acepciones que recoge la Real Academia Española, que conciernen a los movimientos integristas islámicos y cristianos que andan campando a  sus anchas por este turbulento mundo actual. Sin embargo, fundamentalismo es toda exigencia de sometimiento intransigente a una doctrina o práctica establecida, y entonces el concepto se amplía a casi todas las esferas de nuestra vida personal, familiar, profesional y social.  Y resulta sorprendente que muchas personas que pontifican en contra de los fundamentalismos islamistas o cristianos no sean capaces de percibir que ellos mismos son fundamentalistas en muchos otros ámbitos.
 Los tiempos que corren, lejos de facilitar la flexibilidad de pensamiento, parecen habernos llevado a un punto tal de desorientación ética que inducen a gran parte de las masas a anclarse en ideologías tan fundamentalistas o más que las que pretenden combatir en nombre de la democracia o de cualquier otro valor pretendidamente superior. Curioso es que se pueda llegar a ser un fundamentalista democrático sin darse cuenta de que la democracia no ha demostrado en ningún momento de la historia reciente ser una doctrina absoluta e irrefutable, cuestión que da mucho jugo que exprimir intelectualmente. Quien se escandalice ante semejante observación debería reflexionar sobre el resultado de tratar de imponer la democracia en una multitud de países con resultados que han sido fascinantemente desastrosos, convirtiéndolos en polvorines sumamente inestables.
 En todo caso, la cuestión radica en  cómo los fundamentalismos brotan continuamente a nuestro alrededor en campos tan dispares como en el de las relaciones sociales o en el de las identidades culturales y nacionales. Y estas hirvientes y periódicas surgencias, por otra parte impredecibles, ponen en cuestión que el humano moderno tal vez tiene más necesidad de certezas que nunca, y eso, en un mundo incierto por definición, es causa de mucha inquietud y ansiedad. Ante la volubilidad de la vida moderna, muchas mentes, por lo demás tan inteligentes o tan idiotas como las de cualquier mortal, necesitan un punto de apoyo sólido en el que anclarse, y eso les conduce a una creciente falta de flexibilidad.
 Flexibilidad y tolerancia son parejas y van de la mano en cualquier diálogo o debate. El fundamentalista, aterrado ante el vacío que le proponen las múltiples interpretaciones de la práctica social o política, opta por aferrarse a la norma (creándola a su antojo si no existía previamente), para luego convertirse en un practicante de la literalidad de la ley ante la que no admite desviación alguna, por mínima o irrelevante que pueda parecer a otros ojos más sensatos. La práctica continuada de la literalidad, bien por convicción, bien por interés personal convenientemente disfrazado de doctrina, acaba provocando una parálisis y un estancamiento en muchos campos, por la imposibilidad manifiesta de modificar los escenarios en los que se desenvuelven el fundamentalista y sus colegas.
 Esta situación resulta muy obvia en la práctica política, sin que sus actores (que por lo demás suelen ser un prodigio de incoherencia personal) reconozcan que sus críticas a cualquier fundamentalismo religioso o político no son coherentes con sus interpretaciones  y actitudes internas frente a ideologías diferentes a la propia. En el caso de España, por ejemplo, hay muchos políticos –con su reata de seguidores- empeñados en convertir la Constitución de 1978 en una especie de Sharia inamovible sobre la que se fundamenta todo el espacio político nacional. Para evitar problemas, todos andan con que la legalidad constitucional no se toca, salvo que se efectúe una conveniente reforma constitucional, sabedores como son de que tales reformas son prácticamente inviables al requerir una mayoría de las cámaras tan cualificada que casi exigiría la unanimidad del arco político parta conseguirla. Es decir, es muy fácil invocar un milagro y confiar tranquilamente en que jamás se produzca, porque el dios de turno esté en ese momento ausente, que es como suele estar la mayor parte de la eternidad. En ese sentido, los fundamentalistas constitucionales se asemejan mucho a los instigadores de aquellas ordalías medievales en las que el reo debía demostrar su inocencia introduciendo su mano en agua hirviendo y no quemándose.
En el ámbito de la administración pública también es muy frecuente el funcionario fundamentalista, persona que normalmente encubre sus carencias intelectuales y profesionales bajo un manto de profundo conocimiento del formalismo legal, del que es incapaz de apartarse siquiera para ir al excusado, lo que le confiere una aura de incontrovertible firmeza y honestidad, cuando en realidad lo que pone de manifiesto es su enorme inseguridad, que le impide tener el más mínimo asomo de flexibilidad mental. Esa flexibilidad tan imprescindible, pues nos hace diferentes de una máquina y que es opuesta a la lógica conclusión - de ser ciertos los argumentos fundamentalistas - de que la administración pública podría ser sustituida en su totalidad por máquinas no pensantes que simplemente aplicaran los reglamentos a rajatabla, sin excepción posible. Se trata pues, de esos funcionarios tan peligrosos que se aferran a la norma y la obediencia debida para cometer las más increíbles aberraciones sin pestañear, porque la ley lo dice. Les encanta la literalidad, menos cuando otro la usa igualmente para señalarles que son (o se comportan como) unos autómatas imbéciles. Y luego, tomando un café critican abiertamente a los talibanes afganos sin ponderar que su actitud y la de sus referentes islamistas es ominosamente similar.
 De ese tipo de burócratas inamovibles e inquisidores puedo dar fe, porque trabajo junto a ellos, pero lo significativo de todo este asunto es que esos inflexibles muftíes a la occidental que proclaman sus fatwas en sus respectivos ámbitos de actuación (como por ejemplo nuestro presidente del gobierno, o de forma mucho más marcada la inefable vicepresidenta Soraya, que lo suyo sí que es de traca cuando se pone a pontificar sobre lo eterno e inamovible de nuestro ordenamiento constitucional) son incapaces de reconocer -y seguramente de hacer una autoapreciación reflexiva- de hasta qué punto están mucho más cerca de la rigidez gubernamental wahabista de Arabia Saudí que de lo que se supone que debería ser un genuino demócrata contemporáneo. Porque ese espécimen político (si es que no se ha extinguido todavía) debe ser ante todo un humanista con la suficiente agilidad neuronal como para entender que la diversidad (incluso la de pensamiento) es enriquecedora, y no algo a combatir, cuando no directamente a exterminar, que ya les gustaría muchos de los seguidores de nuestra derecha gobernante nacionalcatólica. Claro que la derecha tampoco tiene toda la culpa, porque el clima de fundamentalismo que vivimos con excesiva frecuencia en España no es privilegio de la derecha, ni mucho menos, aunque hay que reconocer que el PP se encuentra mucho más a gusto en el pantanoso terreno de la intolerancia que la mayoría de las formaciones de izquierda. Ni tampoco ese fundamentalismo es patrimonio de los habitantes de la meseta, porque por la periferia tenemos también unos cuantos personajes, supuestamente cultivados, que no pueden dejar de lado ninguno de sus prejuicios integristas desde que adoptaron el catecismo del revanchismo perpetuo frente a todo cuanto venga del centro peninsular y sus zonas de vasallaje inmediato.
 Así que criticar el fundamentalismo de los demás se ha convertido en una especie de carta de presentación de todo demócrata á la mode, incapaz de ver la viga en ojo propio, ni siquiera cuando relee los titulares de prensa que recogen sus hilarantes aberraciones e incoherencias. Y así nos va, porque esta gente –toda esta gente- ya ha llegado a un nivel tal de putrefacción discursiva que se pasan la vida criticando en los demás los mismos –exactamente los mismos- defectos que ellos poseen incluso en mayor grado que sus oponentes. Hasta que un buen día las encuestas electorales les dicen que tal vez se han pasado de rosca, y conviene una cierta recapitulación, como le acaba de suceder a la mejor propagandista del independentismo catalán, Alicia Sánchez, que con su feroz integrismo españolista convenientemente teñido de una supuesta catalanidad adoptiva (obviamente limitada a haber obtenido el nivel C de lengua catalana, lo cual  en cierto modo le honra, pero no certifica en absoluto que sienta lo más mínimo lo que significa ser catalán, del mismo modo que un blanco de Rhodesia – perdón, Zimbabwe- podrá hablar muy bien en shona pero generalmente no se identificará en lo más mínimo con sus coloreados compatriotas) ha conseguido espantar incluso a su electorado tradicional, que le ha dado la espalda. Claro que la solución de la dirección madrileña del PP, nombrando a García Albiol como sucesor, da mucho qué rumiar sobre qué tipo de inteligencia habita en los despachos de la calle Génova, que a lo que se ve han decidido que dará más rédito electoral arrearle al moro inmigrante que al catalán de pura cepa.
 Otro fundamentalismo, ese del palo al inmigrante al que todos explotamos con el mayor descaro, que no ha descubierto el PP de Badalona, ni tan siquiera el lepenista Frente Nacional francés, pero que demuestra que el integrismo no es concepto explícitamente religioso, y que antes que ése, ya existía el fundamentalismo más antiguo de todos: el xenoexcluyente.  Lo importante, lo realmente fascinante de todo este mejunje maloliente en que se ha convertido la política en el siglo XXI, es que el fundamentalista lo es de raíz, y cuando el objetivo de sus ataques acaba careciendo de sentido y le deja huérfano de intransigencia e intolerancia, de inmediato se encamina a alguna otra causa a la que aplicar la literalidad de un dogma destructivo y autoafirmativo. Los fundamentalistas lo son en su íntima esencia y necesitan justificarse continuamente. Por eso da lo mismo que el motivo sea religioso, político, social o deportivo (que eso también da para una tesis doctoral), porque lo importante es fastidiarle en grado sumo la vida a alguien por ser, parecer u opinar diferente a ellos. Porque lo dice la ley. Su ley inamovible.

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