jueves, 16 de julio de 2015

Grecia, la oportunidad perdida

Son muchos los que se cuestionan para qué ha servido el referéndum griego, vistos los resultados más bien contraproducentes que ha tenido sobre la sociedad helena desde la perspectiva de la negociación de la permanencia de Grecia en la eurozona. A mi modo de ver, y fuera de todo prejuicio ideológico –del que casi nadie se encuentra exento- ha servido para bastantes cosas. Muchas lecciones sobre el presente y el futuro del mundo occidental.
 En una aproximación histórica, el referéndum griego ha servido para demostrar que no aprendemos de otras situaciones anteriores con las que la ecuación actual presenta mucha similitud. Salvando las distancias pertinentes, la actuación de la UE ha sido un calco de la humillación impuesta al bando perdedor por el tratado de Versalles tras la finalización de la primera guerra mundial. Es decir, ha sido una venganza en toda regla no tanto contra el gobierno griego como contra la ciudadanía que osó votar “no” en la consulta. Dicho en llano castellano, si no querían caldo, pues les han dado dos tazones. Las humillaciones vengativas y las políticas de sometimiento o tierra quemada son muy peligrosas, porque aunque sirven de aviso y vuelta al ruedo a otros posibles díscolos, no menos cierto es que preparan el terreno para la germinación de un bonito bosque de odio y revanchismo.
 Si alguien piensa que los griegos no tienen la capacidad para vengarse del poderosísimo Eurogrupo, es que –igual que nuestros caudillos neoliberales- tampoco han aprendido nada de la historia del siglo XX, por poner un ejemplo cercano. La Alemania derrotada de la Gran Guerra era un guiñapo irreconocible, empobrecida hasta el extremo y con unas compensaciones de guerra a pagar tan monstruosas que lastraron su economía de un modo que ya quisieran para sí los griegos de hoy. Rodeada de potencias victoriosas que la tenían atada bien corto, no parecía que Alemania pudiese renacer en todo el siglo XX. Y sin embargo, quince años más tarde, un Hitler pletórico ascendía al poder (pan)germánico y pocos años después liaba la de dios es cristo en un teatro de operaciones que empequeñeció, y mucho, al de la anterior guerra global.
 Lo cual demuestra que planificar la historia futura, más que un error es una solemne  idiotez, y que andar haciendo “amigos” como hace Alemania actualmente resulta de lo más temerario. No está de más recordar que a la finalización de la segunda guerra mundial, hubo quien propuso (desde muy altas esferas) arrasar para siempre Alemania y dejarla reducida a un pueblo de agricultores y colonos, para evitar un nuevo conato imperialista en el futuro. Pero triunfó el más humanitario plan Marshall, que mira por donde, vino a ser como un rescate pero de magnitud infinitamente superior a los manejados actualmente. A cambio, Alemania quedaba desmilitarizada durante muchos años y bajo el control de las tres potencias occidentales ocupantes, que la convirtieron en el escudo protector frente a una posible agresión soviética.
 Así que, aunque especulativo, no es difícil imaginar un escenario futuro en el que Grecia –que indudablemente no olvidará lo sucedido durante generaciones- le haga el caldo gordo a algún enemigo potencial de la UE y consiga fastidiarnos a todos o ponernos en una tesitura francamente comprometida. La historia da muchas vueltas inesperadas, y casi nadie cae en la cuenta de que sembrar vientos siempre acaba cosechando un buen número de tempestades, indefectiblemente. Tal vez sea la siguiente generación, o la de nuestros nietos, pero que todo esto traerá consecuencias es tan verosímil como que la especie humana es así, terriblemente rencorosa y vengativa.
 Otra de las lecciones griegas que hemos aprendido estos días es que existe un notable divorcio entre lo que desean los ciudadanos y lo que exigen los mercados. Esta dicotomía, que puede parecer de perogrullo, también va a tener su trascendencia futura, porque lo que todos sabemos es que el Sistema se mantiene incólume hasta la fecha más por miedo que por convicción. Con ese panorama de fondo, la democracia condicionada a cuya implantación estamos asistiendo, sólo se sostendrá durante años mediante la coacción y el terrorismo institucional, para mayor regocijo de los grupos radicales de extrema derecha o de ultraizquierda, que tendrán el campo abonado para incrementar su clientela. Yo no sé qué pensarán los lectores, pero a mí me viene a la cabeza aquella frase de Brecht, relativa a que el vientre de la bestia aún es fecundo, lo que me lleva concluir que la actuación germana es parecida a una eyaculación en toda regla en lo más profundo del útero del autoritarismo. El alien que puede engendrar semejante cópula tendrá una esencia claramente antieuropea y disgregadora, y sus fluidos serán tan corrosivos que podrán licuar los cimientos de ese artificio que llamamos Europa (pretendidamente) Unida.
 Porque, no nos hagamos ilusiones, la UE futura será como la actual: un mercado puramente económico, puesto a rodar para competir con el coloso yanqui y con las potencias emergentes. Los ideales de solidaridad, comunión, cultura, igualdad y etcétera son muy decorativos pero totalmente inoperantes. De lo que se trata es de sacar la máxima tajada posible de un mercado de unos quinientos millones de personas y del correspondiente presupuesto comunitario, y punto. De ahí la ferocidad neoliberal de los nuevos integrantes de la Unión, desde Finlandia hasta Bulgaria, pasando por todos los de en medio, que hay que ver lo ultraoccidentales que se sienten repentinamente, cuando históricamente habían vivido de espaldas no ya al Mediterráneo, sino a todo lo que sonara a ribera atlántica, con o sin imperio soviético de por medio. Y esos son los defensores de la ortodoxia europeísta, dios nos libre.
 Por cierto, y esto es un apunte meramente hispano, no deja de ser irónico en extremo (o más bien desvergonzadamente cínico) que nuestras españolísimas autoridades se suban al carro del azote a Grecia diciendo que la solidaridad europea tiene un límite, faltaría más; mientras aquí tirios y troyanos han sido incapaces de poner freno al desbarajuste del desequilibrio fiscal entre comunidades desde la transición democrática. Es decir, que hay que tener mucha desfachatez para  hurgar en la llaga griega y reírle las gracias a la señora Merkel, mientras que a Cataluña y otras comunidades autónomas le han endosado treinta y muchos años de expolio presupuestario a cuenta de la solidaridad, y Guindos y sus jefes siguen como quien oye llover.
 Pero todo lo expuesto hasta ahora en realidad es una minucia comparado con un trasfondo mucho más acuciante, y con una trascendencia tal que los jueces de la historia nos pondrán como ejemplo de imbecilidad colectiva,  ceguera visceral e inacción suicida. Y es que todo lo que está sucediendo a nuestro alrededor no es más que el primer síntoma de un agotamiento del modelo económico vigente. Y que todas las acciones, amenazas, decisiones y presuntos  golpes de timón actuales no conseguirán eludir el hecho fundamental de que vamos en rumbo de colisión contra un escollo insuperable, que viene determinado de forma puramente matemática. Y es que un modelo basado exclusivamente en el crecimiento (por mucho que se le adorne con el adjetivo comodín de "sostenible"), es insostenible por definición. Del mismo modo que la materia ni se crea ni se destruye, sino que sólo se transforma, el modelo económico vigente, basado en el incremento del consumo y el derroche de materias primas, no puede crear nunca más riqueza de la que existe en el planeta considerada en su totalidad. O sea, que hay un límite para el crecimiento, tras el cual no sabemos lo que vendrá, pero lo que es seguro es que al principio va a ser muy desagradable, si no directamente letal para una inmensa mayoría.
 Esa riqueza planetaria debe ser considerada de forma global, en el sentido de que podemos crear más riqueza manufacturada, pero a costa de una disminución cada vez mayor de la riqueza básica, la de los recursos naturales. Pero llegará un punto en que el agotamiento de los recursos básicos impondrá un parón en las demás escalas de producción, por muy eficientes que pretendamos ser, y por muchas teorías optimistas que nos vendan sobre los avances tecnológicos. La tecnología nos abre expectativas, pero siempre a costa de nuevas dependencias, y sobre todo a costa de un consumo de recursos y energético cada vez más abultado. Y todo esto tiene un punto final, tras el que sólo queda un abismo enorme en forma de colapso económico.
 Ese colapso puede estar a la vuelta de la esquina o faltar todavía un siglo, pero si no se cambia el modelo, la sentencia de (casi) muerte es inevitable. Y lo que ha pasado con Grecia podría haber sido una oportunidad de oro para cuestionarnos, a nivel global, no ya los gravísimos errores financieros y presupuestarios cometidos, sino todo el modelo sobre el que nos sustentamos en la actualidad. Podríamos haber procurado dar unos primeros pasos tímidos, pero firmes, en la dirección correcta para librarnos de la catástrofe que el futuro nos depara. Obviamente, los optimistas recalcitrantes argüirán muchas de sus estupideces sobre la capacidad de la humanidad de revertir las situaciones críticas, pero el crecimiento mundial de los últimos cien años en todos los aspectos -consumo de recursos, agresiones medioambientales,  explosión demográfica- ha sido tan desmesuradamente exponencial que es obvio que nos conduce a una implosión, nada controlada, del sistema económico y de la sociedad tal como la conocemos.
 De lo sucedido con Grecia podríamos haber aprendido, como ya postulaba Galbraith hace bastantes años, que lo único que realmente es sostenible es el crecimiento cero. Y que la sostenibilidad auténtica pasa por tomar decisiones que implican renunciar a muchas cosas que hoy damos por sentadas. Reincidir en medir el progreso con la vara del crecimiento económico y de los flujos financieros crecientes es un suicidio colectivo. Tenemos ejemplos históricos de ello: hay consenso general en que el ocaso de la civilización pascuense se debió a la superpoblación de la isla, al agotamiento de los recursos –básicamente la madera con que hacer fuego y construir barcos de pesca- y la imposibilidad de sostener la alimentación de sus ciudadanos, que llegó a los quince o treinta mil habitantes para una isla cinco veces más pequeña que Menorca. También hay un extendido acuerdo de que hubo graves disturbios dirigidos contra las clases dirigentes antes del colapso definitivo, que dejo la isla de Pascua con no más de dos mil pobladores sumidos en la miseria cuando llegaron los primeros europeos.
 Los pascuenses no supieron o no fueron capaces de frenar la espiral destructiva en que había caído su sociedad. Ellos no tenían referencias previas, y tal vez eso nos permita ser condescendientes con su desgracia, pero nosotros no tenemos excusa para no poner freno a tanta estupidez. Y sin embargo, no aprendemos. Seguimos favoreciendo el acaparamiento y la codicia, aunque sea a costa de acelerar el final de la civilización occidental que conocemos. Tras esta enorme crisis sistémica que padecemos, tal vez hubiera sido el momento de tener  políticos valientes, de verdaderos líderes europeos preocupados por la construcción de un futuro lo menos traumático posible para nuestros hijos y nietos, en lugar de la obsesión de cobrador del frac que exhiben  la gendarme Merkel y sus esbirros.

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