Esta entrada de hoy tiene más de ensayo (por su extensión) que de
artículo de opinión. Tambíén, y ante la proximidad de varias citas
electorales de suma importancia, que estarán teñidas como nunca por la
manipulación perversa de la realidad para conseguir un alineamiento (o
tal vez debería decir “alienamiento”) de la masa electoral a favor de
los partidos de toda la vida, esta elucubración veraniega me permite
ejercer el derecho de réplica ante algún comentario privado bastante
crítico con mi posición escéptica sobre la democracia actual, y de modo
más específico, sobre el grado de imperfección de los sistemas
democráticos, que entiendo que son notablemente susceptibles de mejora.
Cosa
distinta es que dichas mejoras sean susceptibles de implantarse,
siquiera a medio plazo, lo que no obsta a nuestra obligación moral de
considerarlas y estudiarlas, en vez de repudiarlas bajo epítetos
insultantes, como si reformar la democracia fuera equivalente a
favorecer formas totalitarias de gobierno. Lo que quiero decir –y
además, de forma contundente- es que el sistema democrático de partidos,
tal como hoy existe, es manifiestamente incompleto y permite todo tipo
de manipulaciones que desvirtúan no sólo el contenido, sino la esencia
misma del estado de derecho. Y que tales desviaciones se deben a la
voluntad manifiesta de los grupos de poder de controlar a su antojo,
especialmente ayudados por los medios de comunicación de masas, el
devenir político de los estados de derecho, convirtiendo la democracia
en un mero mecanismo para la consecución, no del mayor beneficio para la
mayor parte de la ciudadanía, sino para exclusivo disfrute de unas
élites reducidas y consolidadas por decenios de ejercicio “democrático”.
Ya me gustaría ser original en esta cuestión, pero otros
autores de mucho mayor calado me han precedido de forma más profunda,
aunque también hay que decir que han sido harto silenciados como
outsiders de las ciencias sociales y políticas. Sólo me referiré a uno
de esos grandes pensadores, que fundó el departamento de sociología de
la Universidad de Reading, y que sólo por su manera de escribir,
extremadamente precisa y a la vez preciosista, merece la pena de ser
leído con atención. Se trata de Stanislav Andreski, quien ya hace más de
cuarenta años, advirtió en su obra Las Ciencias Sociales como Forma de
Brujería (que debería ser texto de lectura obligada para todo interesado
en la materia) el grado de corrupción semántica, ideológica y práctica
que rodea las ciencias sociales en general, y a las políticas en
particular.
Se podría objetar que la perfección de un sistema
político es una categoría utópica, y que por tanto, hemos de
conformarnos con lo más accesible, es decir, la realidad actual. Sin
embargo, toda ciencia que se precie no ceja en su empeño hasta
conseguir formar un cuerpo teórico que dé respuesta satisfactoria a
todas las cuestiones planteadas. Pues si no, la física se hubiera
quedado en la mecánica newtoniana, por poner sólo un ejemplo
comprensible por casi todo el mundo. Así pues, el conformismo político,
basado en la falsedad de que vivimos en el mejor de los mundos posibles,
debe ser objeto de una severa censura, pues lo único que se consigue
asintiendo a esa equívoca afirmación es consolidar el statu quo actual a
favor de determinadas minorías cuyos intereses difieren mucho de los
del conjunto de la sociedad.
Esa misma imperfección de los
sistemas democráticos es la causa de que –en muchas ocasiones de forma
infundada y sumamente interesada- se tilde de populistas a cualesquiera
alternativas que se propugnen para reformar el modelo democrático
occidental. Cosa lógica, por otra parte, ya que cualquier
remodelación profunda del sistema implicaría una más que previsible
pérdida de privilegios de determinados colectivos o castas (para usar la
terminología en boga) que hasta ahora copan el poder político,
económico y social de los estados democráticos.
Por otra parte,
los avances tecnológicos habrían de permitir la implantación de
mecanismos de control que hicieran factibles la mayoría de las
propuestas que indicaré a continuación en un futuro no muy lejano, sin
que ello significara ningún menoscabo de los derechos fundamentales de
nadie. Sin embargo, esas medidas sí coartarían el abuso masivo ejercido
actualmente sobre los mecanismos democráticos por parte de las élites
detentadoras del poder. Y uso la palabra “detentar” de forma muy
específica y literal, en el sentido (dicho de una persona) de retener lo
que manifiestamente no le pertenece. La clase política occidental,
ciertamente, se ha erigido en detentadora de todos los mecanismos
democráticos, convenientemente ayudada y dirigida por el poder económico
transnacional y por los todopoderosos e imbecilizantes medios de
comunicación globales y masivos, aliados imprescindibles del contubernio
en que se ha convertido la toma del poder político primero, y su
ejercicio descaradamente egocéntrico, después.
Si alguna de las
leyes de las ciencias sociales debe darse por válida porque todavía no
ha sido refutada ni una sola vez, es la Ley de Hierro de la Oligarquía,
formulada por Robert Michels hace ya más de cien años. Que son muchos
lustros para que si contuviera alguna hipótesis falsa, ya se hubiera
demostrado desde entonces. Pero no, sigue tan vigente como el primer
día. En esencia, la Ley de Hierro de la Oligarquía viene a decir lo
siguiente: cuanto más crece una organización, más compleja se hace y se
burocratiza; la burocracia favorece la aparición de especialistas que
conforman una élite. La conjunción de complejidad organizativa y
existencia de élites actúa en detrimento de la democracia interna y
externa, porque fomenta un liderazgo fuerte y excluyente. El conjunto de
líderes se transforma en una oligarquía con intereses comunes que
actúan cerradamente para impedir la aparición y competencia de líderes
nuevos surgidos dese las bases de los partidos o desde la sociedad. Lo
único que finalmente pueden hacer los ciudadanos es votar periódicamente
para sustituir a un líder por otro, pero siempre surgido desde dentro
de la oligarquía política. De esta manera, la oligarquía se perpetúa y
procura, por todos los medios, impedir cambios en el sistema político
que puedan perjudicar a la organización. Porque llegados a este punto,
los partidos políticos no sirven a la democracia, sino que se sirven de
ella para cumplir sus propios fines, que son el favorecimiento de las
oligarquías internas. Por eso, ante la aparición de nuevas formaciones
políticas (como Syriza, FN, Podemos, etc) la oligarquía en el poder
impulsa artificial y mediáticamente un movimiento de pánico entre las
masas para amedrentar al votante e impedir un cambio sustancial en el
statu quo vigente.
A quien todo lo que acabo de describir no le
resulte tremendamente familiar en el contexto europeo de los últimos
años, es que carece de la lucidez suficiente como para poder
autodenominarse ciudadano (a lo sumo simplemente será súbdito), porque
sus insuficiencias cognitivas sobre los mecanismos de la democracia de
partidos le convierten en una especie de discapacitado político, lo cual
tiene mucho que ver con una de las mayores imperfecciones de la
democracia occidental: la facilísima manipulación de gran parte del
electorado, atribuible a partes iguales a una tremenda pereza mental y a un equiparable analfabetismo político y social.
Por
tanto, una democracia perfecta debería habilitar los medios para
impedir la formación de oligarquías potentes y autoperpetuadoras en el
poder. En ese sentido, son muchos los pensadores que han puesto el dedo
en la llaga respecto a que la democracia de partidos que hoy conocemos
es un mal menor, pero un mal a fin de cuentas. Y aún a riesgo de que a
uno lo tachen gratuitamente de parafascista, hay que recordar que ya en
tiempos tan lejanos como los de Platón, preguntado éste sobre el mejor
sistema político, afirmó que debería ser el del gobierno de los hombres
más sabios y honestos. Y es a todas luces evidente que a ese nivel no es
que estemos lejos de estar, es que nos alejamos a velocidad
hiperlumínica, porque el sostenimiento de oligarquías burocráticas no
suele ser fuente de sabiduría ni de honestidad.
Así pues, la
cuestión se reduce a preguntarnos si existen métodos para fortalecer la
democracia basados en combatir a la oligarquía política. Y a esa
cuestión, que hace pocos años no tenía respuesta posible, podemos hoy
afirmar que la tecnología actual nos permitiría hacer eso y mucho más
por el bien de la humanidad. No se trata de descalificar conjeturas e
hipótesis por impracticables ahora mismo, sino de establecer un
horizonte factible de aplicación de medidas ciertamente regeneradoras.
Pero sobre todo, se trata de no ser pusilánimes y aceptar que una
democracia cualificada no tiene nada que ver con el totalitarismo, sino
más bien con el hecho de que la que tenemos hoy en día es consecuencia
de muchas limitaciones históricas derivadas de la imposibilidad de
implantar un sistema de excelencia ciudadana que permitiera que las
oligarquías políticas lo tuvieran mucho más difícil que ahora para
formarse y perpetuarse.
Las democracias liberales se fundamentan
en el criterio de “un hombre, un voto” que hace tabla rasa de los
votantes equiparándolos a todos los niveles, tanto de cualificación como
de implicación sociopolítica. Ese axioma es a todas luces falso, pero
nadie se atreve a romper su hegemonía histórica por miedo a ser tachado,
precisamente, de antidemocrático y filofascista. Pero cualquier
ciudadano es consciente de que aunque todos deben tener los mismos
derechos básicos, la capacidad y valía como sujeto de derechos
electorales no es idéntica, sino que se encuentra moldeada por una
infinidad de circunstancias, desde educativas hasta socioeconómicas. En
cualquier caso, es obvio que nuestra actitud política depende en gran
medida de nuestros conocimientos y de nuestra implicación con los
procesos políticos. Limitarnos a participar cada cuatro años en un
proceso electoral es una solución muy barata pero muy ineficiente para
mantener la salud de un sistema democrático.
La cuestión de
promover la excelencia ciudadana puede ser todo lo compleja que uno
desee, pero lo que está en juego es de tanto calado que no puede
alegarse esa complejidad como excusa para no afrontar el problema en
profundidad, al menos desde el campo teórico de las ciencias políticas,
como paso previo a una implantación práctica de sus conclusiones. Si
Darwin fue un genio, lo fue tanto por diseñar su teoría de la evolución
como por su valentía al exponerla públicamente y sembrar así la semilla
de multitud de estudios posteriores que corroboraron sus intuiciones
iniciales (sin olvidar que su publicación se retrasó bastantes años
precisamente por su miedo inicial a exponer sus reveladoras
observaciones ante la oligarquía científica del momento, muy
condicionada por la visión creacionista del universo).
Algunos
países promueven una forma embrionaria y distorsionada de la excelencia
ciudadana al exigir al ciudadano que se inscriba voluntariamente en un
censo electoral para poder transformarse en votante. Ese es el modelo
norteamericano, en el que todos los ciudadanos tienen derecho al voto,
pero para ejercerlo efectivamente han de efectuar un acto voluntario de
compromiso con el sistema político. Un acto de implicación política que
es un balbuceante primer paso en dirección a la excelencia.
Para
no adentrarnos en espesuras abstrusas, una prolongación natural de ese
primer paso ya existente podría ser exigir que, además de la inscripción
como votante, tal inscripción estuviera condicionada a la participación
efectiva y continuada del ciudadano en actividades voluntarias de
servicio a la comunidad. Es decir, la plena ciudadanía estaría
condicionada por el grado de implicación de cada individuo en las
necesidades de la sociedad, de las que hay muchas y muy variadas. La
constitución de un voluntariado efectivo y permanente que facilite el
acceso al voto de aquellos realmente comprometidos con su sociedad, ya
sería un gran salto adelante en la búsqueda de la excelencia en el
ejercicio de los derechos electorales. Y obligaría a la ciudadanía a
dejar de lado esa pereza innata que nos hace a todos ser excelentes
tertulianos políticos de sobremesa, pero con muy poca implicación y
participación real en el devenir de nuestra sociedad.
Este
modelo traería consigo algún beneficio adicional, como el que resultaría
del final del debate sobre el significado y trascendencia de la abstención o los votos en blanco. El voto
abstencionista de ciudadanos inscritos electoralmente sería una opción
activa que dejaría bien a las claras el descontento con todas las
formaciones existentes, y no sería solamente un dato manipulable
estadísticamente, como sucede actualmente, ya que hoy es una opción
puramente pasiva. Si además, esa abstención luego se reflejara
proporcionalmente en la composición de las cámaras, restando escaños
efectivos a los partidos contendientes, sería mucho más que ilustrativa
de un estado de ánimo popular. Sería una advertencia muy seria a los
partidos de que algo no funciona; una advertencia que tendría costes muy
importantes para las formaciones políticas en liza.
Sin
embargo, un sistema democrático realmente avanzado exigiría ir un paso
más allá para romper el hechizo que tiene maniatada a la democracia
liberal desde sus primeros pasos. Y es que, ciertamente, no todos los
individuos tienen las mismas capacidades, y para eso existen las pruebas
de aptitud para el acceso a infinidad de puestos y para el ejercicio de
innumerables actividades. Algo tan sencillo como conducir requiere de
la obtención de un permiso que se concede por los conocimientos teóricos
y prácticos adquiridos en un curso de capacitación relativamente
exigente. Sin embargo, el voto, que es algo mucho más serio y
trascendente desde el punto de vista colectivo, se otorga como una
sinecura con igual facilidad para todo el mundo.
A primera vista
puede parecer aterrador clasificar a las personas en grupos de aptitud
electoral (al estilo de Un Mundo Feliz de Huxley, con su aberrante sociedad de
castas determinadas biológicamente), pero eso es consecuencia de una mal entendida, y peor
administrada, noción de igualdad como derecho fundamental
constitucional. Una igualdad que es sólo teórica, porque bien entendemos
que a lo largo de la vida, las desigualdades (no sólo económicas) entre
los individuos se van haciendo más y más patentes. Tal vez sería hora
de hacer algo provechoso con esa desigualdad (que por otra parte es
la madre de la diversidad y nos aleja de ser meros clones robóticos) y
empezar a idear sistemas de ponderación política de los individuos, de
modo que como votantes, no todos los votos tuvieran el mismo valor, sino
que en función de diversos parámetros, todos ellos relacionados con la
formación y el conocimiento políticos, y solamente respecto a esos
aspectos fundamentales pero muy concretos, se otorgara un coeficiente
multiplicador al voto de cada elector en función de su adscripción a
determinado grupo de cualificación. De modo que un votante podría ser
albañil pero tener la máxima ponderación de voto por sus cualidades como
elector; mientras un catedrático de física nuclear, pese a ser toda una
eminencia en su materia, podría tener una ponderación muy inferior como
titular de derechos electorales.
Antes de proseguir, y para
ahorrar el berrinche a los puristas del método, tengo que afirmar
rotundamente que la tecnología que permitiría esta estratificación del
votante y el control del cumplimiento de los requisitos que se
establecieran ya existe y está plenamente desarrollada, y que podría
implantarse incluso en los chips electrónicos que hoy inundan todo el
globo, desde tarjetas identificadoras y de crédito hasta documentos de
identidad y seguridad social. Por otra parte, alegar dificultades
metodológicas u organizativas es una actitud muy propia del inmovilismo
sociopolítico, que ya en épocas recientes ha intentado poner palos en
las ruedas a algo tan sensato como el sistema de notificaciones
electrónicas de actos administrativos, sin que las apocalípticas
previsiones de sus anquilosados detractores se hayan visto cumplidas en
lo más mínimo.
Por otra parte, queda claro que la implantación de
sistemas de cualificación democrática no representa una limitación de
derechos fundamentales, en la medida de que todos los ciudadanos pueden
acceder a la condición de votante, y ya en ella, podrían superar
diversos niveles de cualificación. Del mismo modo que todos los
ciudadanos tienen derecho y acceso a la educación, pero el propio
sistema los estratifica en función de sus capacidades e intereses desde
edades bastante tempranas, sin que nadie toque a rebato por una presunta
ruptura de la igualdad democrática de los ciudadanos. En este caso no
se trata de formar castas inamovibles, sino de habilitar un ascensor
político mediante el que los ciudadanos se desplacen voluntariamente por todo el arco de posibilidades como votantes.
Porque el concepto fundamental de un estado de derecho es que la
igualdad de los ciudadanos reside en las oportunidades para ejercer un
derecho, pero no en que el derecho establezca una tabla rasa inamovible
para todos, cosa que, por cierto, solamente sucede con la cuestión
electoral, lo cual no deja de causar cierta perplejidad si se analiza
detenida y racionalmente.
Las ventajas de pureza democrática
que reportaría un sistema basado en esos principios son evidentes. La
concreción del ejercicio del derecho de voto en un colectivo implicado
en la gestión de la cosa pública sería transformar al ciudadano en un
elector activo, frente a la configuración actual, que relega al
ciudadano a la condición de ente pasivo y fácilmente manipulable cada
cuatro años, tras los que resulta lógicamente olvidado hasta la
siguiente ocasión.
Un colectivo especialmente cualificado es de
muy difícil manipulación, y en todo caso, la inversión mediática y
publicitaria que requeriría engañarle sería enorme y con resultados más
que dudosos. El número de indecisos, a quienes se dirige
sistemáticamente el bombardeo preelectoral, se reduciría
drásticamente, con lo que el coste de las mentiras de los programas
electorales no compensaría el escaso rendimiento que se obtendría. Por
otra parte, ante un colectivo de votantes mucho más preparado, sería
extraordinariamente difícil colarles según qué tipo de propuestas poco
creíbles. Y la penalización inducida por el cómputo real de la
abstención como drenaje de los escaños a repartir sería un poderoso
desincentivador para la típica maquinaria electoral llena de promesas
sistemáticamente incumplidas.
Es cierto que los lobbies
electorales seguirían existiendo, pero la combinación de factores que he
descrito antes formaría un conjunto de mecanismos que disuadirían del
empleo de muchas de las tácticas aberrantes que se usan actualmente, por
la desfavorable relación existente entre costes y beneficios a obtener
por cada lista electoral. De este modo, se obligaría de forma automática
a una mayor limpieza democrática, a diseñar programas electorales más
realistas, y sobre todo, a intentar cumplirlos a rajatabla, en vez de
tener que padecer las infames excusas con que los líderes surgidos de
las urnas despachan sus temerarias promesas una vez concluidas las
elecciones.
Ni que decir tiene que este sistema, combinado con
otros mecanismos de segundo nivel, como las listas abiertas, las
circunscripciones electorales reducidas a un solo diputado y otros
mecanismos ya existentes en la actualidad harían de la democracia, si no
perfecta, al menos difícilmente corrompible en interés de las
oligarquías partidistas.
Por otra parte, en la medida en que se
consiguiera una mayor limpieza democrática tanto en el sistema electoral
como en el ejercicio del poder por las formaciones vencedoras, se iría
fomentando un poderoso incentivo para que personas que en el
sistema actual cabe calificar de desafectas y carentes de todo interés
en la política, se decidieran a participar de forma mucho más activa
como ciudadanos auténticamente implicados en el devenir político del
estado. Es decir, sería una forma de minimizar el grave problema de
desencanto político en que muchos ciudadanos están inmersos, y
especialmente gran parte de la juventud, que ha hecho del pasotismo
cínico su bandera.
En cualquier caso, aún a riesgo de ataques
furibundos por parte del “establishment” consolidado (ése que se
autoproclama defensor de la esencia democrática en la misma medida en
que los mecanismos actuales favorecen a sus miembros y les perpetúan a
cuenta de una gran mentira), es necesario acometer un debate en
profundidad sobre si aceptamos que la democracia siga siendo un
espectáculo fabulosamente mediático pero totalmente amañado al estilo de
las retransmisiones televisivas de lucha libre, o bien si queremos que
las generaciones futuras puedan vivir una democracia real, participativa
y no dominada por oligarquías parasitarias.
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