miércoles, 5 de agosto de 2015

Cuaderno de verano: la democracia cualificada

Esta entrada de hoy tiene más de ensayo (por su extensión) que de artículo de opinión. Tambíén, y ante la proximidad de varias citas electorales de suma importancia, que estarán teñidas como nunca por la manipulación perversa de la realidad para conseguir un alineamiento (o tal vez debería decir “alienamiento”) de la masa electoral a favor de los partidos de toda la vida, esta elucubración veraniega me permite ejercer el derecho de réplica ante algún comentario privado bastante crítico con mi posición escéptica sobre la democracia actual, y de modo más específico, sobre el grado de imperfección de los sistemas democráticos, que entiendo que son notablemente susceptibles de mejora. 

Cosa distinta es que dichas mejoras sean susceptibles de implantarse, siquiera a medio plazo, lo que no obsta a nuestra obligación moral de considerarlas y estudiarlas, en vez de repudiarlas bajo epítetos insultantes, como si reformar la democracia fuera equivalente a favorecer formas totalitarias de gobierno. Lo que quiero decir –y además, de forma contundente- es que el sistema democrático de partidos, tal como hoy existe, es manifiestamente incompleto y permite todo tipo de manipulaciones que desvirtúan no sólo el contenido, sino la esencia misma del estado de derecho. Y que tales desviaciones se deben a la voluntad manifiesta de los grupos de poder de controlar a su antojo, especialmente ayudados por los medios de comunicación de masas, el devenir político de los estados de derecho, convirtiendo la democracia en un mero mecanismo para la consecución, no del mayor beneficio para la mayor parte de la ciudadanía, sino para exclusivo disfrute de unas élites reducidas y consolidadas por decenios de ejercicio “democrático”. 

Ya me gustaría ser original en esta cuestión, pero otros autores de mucho mayor calado me han precedido de forma más profunda, aunque también hay que decir que han sido harto silenciados como outsiders de las ciencias sociales y políticas. Sólo me referiré a uno de esos grandes pensadores, que fundó el departamento de sociología de la Universidad de Reading, y que sólo por su manera de escribir,  extremadamente precisa y a la vez preciosista, merece la pena de ser leído con atención. Se trata de Stanislav Andreski, quien ya hace más de cuarenta años, advirtió en su obra Las Ciencias Sociales como Forma de Brujería (que debería ser texto de lectura obligada para todo interesado en la materia) el grado de corrupción semántica, ideológica y práctica que rodea las ciencias sociales en general, y a las políticas en particular. 

Se podría objetar que la perfección de un sistema político es una categoría utópica, y que por tanto, hemos de conformarnos con lo más accesible, es decir, la realidad actual. Sin embargo, toda ciencia que se precie no ceja en su empeño hasta conseguir formar un cuerpo teórico que dé respuesta satisfactoria a todas las cuestiones planteadas. Pues si no, la física se hubiera quedado en la mecánica newtoniana, por poner sólo un ejemplo comprensible por casi todo el mundo. Así pues, el conformismo político, basado en la falsedad de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, debe ser objeto de una severa censura, pues lo único que se consigue asintiendo a esa equívoca afirmación es consolidar el statu quo actual a favor de determinadas minorías cuyos intereses difieren mucho de los del conjunto de la sociedad. 

Esa misma imperfección de los sistemas democráticos es la causa de que –en muchas ocasiones de forma infundada y sumamente interesada- se tilde de populistas a cualesquiera alternativas que se propugnen para reformar el modelo democrático occidental. Cosa lógica, por otra parte, ya que cualquier remodelación profunda del sistema implicaría una más que previsible pérdida de privilegios de determinados colectivos o castas (para usar la terminología en boga) que hasta ahora copan el poder político, económico y social de los estados democráticos. 

Por otra parte, los avances tecnológicos habrían de permitir la implantación de mecanismos de control que hicieran factibles la mayoría de las propuestas que indicaré a continuación en un futuro no muy lejano, sin que ello significara ningún menoscabo de los derechos fundamentales de nadie. Sin embargo, esas medidas sí coartarían el abuso masivo ejercido actualmente sobre los mecanismos democráticos por parte de las élites detentadoras del poder. Y uso la palabra “detentar” de forma muy específica y literal, en el sentido (dicho de una persona) de retener lo que manifiestamente no le pertenece. La clase política occidental, ciertamente, se ha erigido en detentadora de todos los mecanismos democráticos, convenientemente ayudada y dirigida por el poder económico transnacional y por los todopoderosos e imbecilizantes medios de comunicación globales y masivos, aliados imprescindibles del contubernio en que se ha convertido la toma del poder político primero, y su ejercicio descaradamente egocéntrico, después. 

Si alguna de las leyes de las ciencias sociales debe darse por válida porque todavía no ha sido refutada ni una sola vez, es la Ley de Hierro de la Oligarquía, formulada por Robert Michels hace ya más de cien años. Que son muchos lustros para que si contuviera alguna hipótesis falsa, ya se hubiera demostrado desde entonces. Pero no, sigue tan vigente como el primer día. En esencia, la Ley de Hierro de la Oligarquía viene a decir lo siguiente: cuanto más crece una organización, más compleja se hace y se burocratiza; la burocracia favorece la aparición de especialistas que conforman una élite. La conjunción de complejidad organizativa y existencia de élites actúa en detrimento de la democracia interna y externa, porque fomenta un liderazgo fuerte y excluyente. El conjunto de líderes se transforma en una oligarquía con intereses comunes que actúan cerradamente para impedir la aparición y competencia de líderes nuevos surgidos dese las bases de los partidos o desde la sociedad. Lo único que finalmente pueden hacer los ciudadanos es votar periódicamente para sustituir a un líder por otro, pero siempre surgido desde dentro de la oligarquía política. De esta manera, la oligarquía se perpetúa y procura, por todos los medios, impedir cambios en el sistema político que puedan perjudicar a la organización. Porque llegados a este punto, los partidos políticos no sirven a la democracia, sino que se sirven de ella para cumplir sus propios fines, que son el favorecimiento de las oligarquías internas. Por eso, ante la aparición de nuevas formaciones políticas (como Syriza, FN, Podemos, etc) la oligarquía en el poder impulsa artificial y mediáticamente un movimiento de pánico entre las masas para amedrentar al votante e impedir un cambio sustancial en el statu quo vigente. 

A quien todo lo que acabo de describir no le resulte tremendamente familiar en el contexto europeo de los últimos años, es que carece de la lucidez suficiente como para poder autodenominarse ciudadano (a lo sumo simplemente será súbdito), porque sus insuficiencias cognitivas sobre los mecanismos de la democracia de partidos le convierten en una especie de discapacitado político, lo cual tiene mucho que ver con una de las mayores imperfecciones de la democracia occidental: la facilísima manipulación de gran parte del electorado, atribuible a partes iguales a una tremenda pereza mental y a un equiparable analfabetismo político y social.

Por tanto, una democracia perfecta debería habilitar los medios para impedir la formación de oligarquías potentes y autoperpetuadoras en el poder. En ese sentido, son muchos los pensadores que han puesto el dedo en la llaga respecto a que la democracia de partidos que hoy conocemos es un mal menor, pero un mal a fin de cuentas. Y aún a riesgo de que a uno lo tachen gratuitamente de parafascista, hay que recordar que ya en tiempos tan lejanos como los de Platón, preguntado éste sobre el mejor sistema político, afirmó que debería ser el del gobierno de los hombres más sabios y honestos. Y es a todas luces evidente que a ese nivel no es que estemos lejos de estar, es que nos alejamos a velocidad hiperlumínica, porque el sostenimiento de oligarquías burocráticas no suele ser fuente de sabiduría ni de honestidad. 

Así pues, la cuestión se reduce a preguntarnos si existen métodos para fortalecer la democracia basados en combatir a la oligarquía política. Y a esa cuestión, que hace pocos años no tenía respuesta posible, podemos hoy afirmar que la tecnología actual nos permitiría hacer eso y mucho más por el bien de la humanidad. No se trata de descalificar conjeturas e hipótesis por impracticables ahora mismo, sino de establecer un horizonte factible de aplicación de medidas ciertamente regeneradoras. Pero sobre todo, se trata de no ser pusilánimes y aceptar que una democracia cualificada no tiene nada que ver con el totalitarismo, sino más bien con el hecho de que la que tenemos hoy en día es consecuencia de muchas limitaciones históricas derivadas de la imposibilidad de implantar un sistema de excelencia ciudadana que permitiera que las oligarquías políticas lo tuvieran mucho más difícil que ahora para formarse y perpetuarse. 

Las democracias liberales se fundamentan en el criterio de “un hombre, un voto” que hace tabla rasa de los votantes equiparándolos a todos los niveles, tanto de cualificación como de implicación sociopolítica. Ese axioma es a todas luces falso, pero nadie se atreve a romper su hegemonía histórica por miedo a ser tachado, precisamente, de antidemocrático y filofascista. Pero cualquier ciudadano es consciente de que aunque todos deben tener los mismos derechos básicos, la capacidad y valía como sujeto de derechos electorales no es idéntica, sino que se encuentra moldeada por una infinidad de circunstancias, desde educativas hasta socioeconómicas. En cualquier caso, es obvio que nuestra actitud política depende en gran medida de nuestros conocimientos y de nuestra implicación con los procesos políticos. Limitarnos a participar cada cuatro años en un proceso electoral es una solución muy barata pero muy ineficiente para mantener la salud de un sistema democrático. 

La cuestión de promover la excelencia ciudadana puede ser todo lo compleja que uno desee, pero lo que está en juego es de tanto calado que no puede alegarse esa complejidad como excusa para no afrontar el problema en profundidad, al menos desde el campo teórico de las ciencias políticas, como paso previo a una implantación práctica de sus conclusiones. Si Darwin fue un genio, lo fue tanto por diseñar su teoría de la evolución como por su valentía al exponerla públicamente y sembrar así la semilla de multitud de estudios posteriores que corroboraron sus intuiciones iniciales (sin olvidar que su publicación se retrasó bastantes años precisamente por su miedo inicial a exponer sus reveladoras observaciones ante la oligarquía científica del momento, muy condicionada por la visión creacionista del universo). 

Algunos países promueven una forma embrionaria y distorsionada de la excelencia ciudadana al exigir al ciudadano que se inscriba voluntariamente en un censo electoral para poder transformarse en votante. Ese es el modelo norteamericano, en el que todos los ciudadanos tienen derecho al voto, pero para ejercerlo efectivamente han de efectuar un acto voluntario de compromiso con el sistema político. Un acto de implicación política que es un balbuceante primer paso en dirección a la excelencia. 

Para no adentrarnos en espesuras abstrusas, una prolongación natural de ese primer paso ya existente podría ser exigir que, además de la inscripción como votante, tal inscripción estuviera condicionada a la participación efectiva y continuada del ciudadano en actividades voluntarias de servicio a la comunidad. Es decir, la plena ciudadanía estaría condicionada por el grado de implicación de cada individuo en las necesidades de la sociedad, de las que hay muchas y muy variadas. La constitución de un voluntariado efectivo y permanente que facilite el acceso al voto de aquellos realmente comprometidos con su sociedad, ya sería un gran salto adelante en la búsqueda de la excelencia en el ejercicio de los derechos electorales. Y obligaría a la ciudadanía a dejar de lado esa pereza innata que nos hace a todos ser excelentes tertulianos políticos de sobremesa, pero con muy poca implicación y participación real en el devenir de nuestra sociedad. 

Este modelo traería consigo algún beneficio adicional, como el que resultaría del final del debate sobre el significado y trascendencia de la abstención o los votos en blanco. El voto abstencionista de ciudadanos inscritos electoralmente sería una opción activa que dejaría bien a las claras el descontento con todas las formaciones existentes, y no sería solamente un dato manipulable estadísticamente, como sucede actualmente, ya que hoy es una opción puramente pasiva. Si además, esa abstención luego se reflejara proporcionalmente en la composición de las cámaras, restando escaños efectivos a los partidos contendientes, sería mucho más que ilustrativa de un estado de ánimo popular. Sería una advertencia muy seria a los partidos de que algo no funciona; una advertencia que tendría costes muy importantes para las formaciones políticas en liza. 

Sin embargo, un sistema democrático realmente avanzado exigiría ir un paso más allá para romper el hechizo que tiene maniatada a la democracia liberal desde sus primeros pasos. Y es que, ciertamente, no todos los individuos tienen las mismas capacidades, y para eso existen las pruebas de aptitud para el acceso a infinidad de puestos y para el ejercicio de innumerables actividades. Algo tan sencillo como conducir requiere de la obtención de un permiso que se concede por los conocimientos teóricos y prácticos adquiridos en un curso de capacitación relativamente exigente. Sin embargo, el voto, que es algo mucho más serio y trascendente desde el punto de vista colectivo, se otorga como una sinecura con igual facilidad para todo el mundo. 

A primera vista puede parecer aterrador clasificar a las personas en grupos de aptitud electoral (al estilo de Un Mundo Feliz de Huxley, con su aberrante sociedad de castas determinadas biológicamente), pero eso es consecuencia de una mal entendida, y peor administrada, noción de igualdad como derecho fundamental constitucional. Una igualdad que es sólo teórica, porque bien entendemos que a lo largo de la vida, las desigualdades (no sólo económicas) entre los individuos se van haciendo más y más patentes. Tal vez sería hora de hacer algo provechoso con esa desigualdad (que por otra parte es la madre de la diversidad y nos aleja de ser meros clones robóticos) y empezar a idear sistemas de ponderación política de los individuos, de modo que como votantes, no todos los votos tuvieran el mismo valor, sino que en función de diversos parámetros, todos ellos relacionados con la formación y el conocimiento políticos, y solamente respecto a esos aspectos fundamentales pero muy concretos, se otorgara un coeficiente multiplicador al voto de cada elector en función de su adscripción a determinado grupo de cualificación. De modo que un votante podría ser albañil pero tener la máxima ponderación de voto por sus cualidades como elector; mientras un catedrático de física nuclear, pese a ser toda una eminencia en su materia, podría tener una ponderación muy inferior como titular de derechos electorales. 

Antes de proseguir, y para ahorrar el berrinche a los puristas del método, tengo que afirmar rotundamente que la tecnología que permitiría esta estratificación del votante y el control del cumplimiento de los requisitos que se establecieran ya existe y está plenamente desarrollada, y que podría implantarse incluso en los chips electrónicos que hoy inundan todo el globo, desde tarjetas identificadoras y de crédito hasta documentos de identidad y seguridad social. Por otra parte, alegar dificultades metodológicas u organizativas es una actitud muy propia del inmovilismo sociopolítico, que ya en épocas recientes ha intentado poner palos en las ruedas a algo tan sensato como el sistema de notificaciones electrónicas de actos administrativos, sin que las apocalípticas previsiones de sus anquilosados detractores se hayan visto cumplidas en lo más mínimo. 

Por otra parte, queda claro que la implantación de sistemas de cualificación democrática no representa una limitación de derechos fundamentales, en la medida de que todos los ciudadanos pueden acceder a la condición de votante, y ya en ella, podrían superar diversos niveles de cualificación. Del mismo modo que todos los ciudadanos tienen derecho y acceso a la educación, pero el propio sistema los estratifica en función de sus capacidades e intereses desde edades bastante tempranas, sin que nadie toque a rebato por una presunta ruptura de la igualdad democrática de los ciudadanos. En este caso no se trata de formar castas inamovibles, sino de habilitar un ascensor político mediante el que los ciudadanos se desplacen voluntariamente por todo el arco de posibilidades como votantes. Porque el concepto fundamental de un estado de derecho es que la igualdad de los ciudadanos reside en las oportunidades para ejercer un derecho, pero no en que el derecho establezca una tabla rasa inamovible para todos, cosa que, por cierto, solamente sucede con la cuestión electoral, lo cual no deja de causar cierta perplejidad si se analiza detenida y racionalmente. 

Las ventajas de pureza democrática que reportaría un sistema basado en esos principios son evidentes. La concreción del ejercicio del derecho de voto en un colectivo implicado en la gestión de la cosa pública sería transformar al ciudadano en un elector activo, frente a la configuración actual, que relega al ciudadano a la condición de ente pasivo y fácilmente manipulable cada cuatro años, tras los que resulta lógicamente olvidado hasta la siguiente ocasión. 

Un colectivo especialmente cualificado es de muy difícil manipulación, y en todo caso, la inversión mediática y publicitaria que requeriría engañarle sería enorme y con resultados más que dudosos. El número de indecisos, a quienes se dirige sistemáticamente el bombardeo preelectoral, se reduciría drásticamente, con lo que el coste de las mentiras de los programas electorales no compensaría el escaso rendimiento que se obtendría. Por otra parte, ante un colectivo de votantes mucho más preparado, sería extraordinariamente difícil colarles según qué tipo de propuestas poco creíbles. Y la penalización inducida por el cómputo real de la abstención como drenaje de los escaños a repartir sería un poderoso desincentivador para la típica maquinaria electoral llena de promesas sistemáticamente incumplidas. 

Es cierto que los lobbies electorales seguirían existiendo, pero la combinación de factores que he descrito antes formaría un conjunto de mecanismos que disuadirían del empleo de muchas de las tácticas aberrantes que se usan actualmente, por la desfavorable relación existente entre costes y beneficios a obtener por cada lista electoral. De este modo, se obligaría de forma automática a una mayor limpieza democrática, a diseñar programas electorales más realistas, y sobre todo, a intentar cumplirlos a rajatabla, en vez de tener que padecer las infames excusas con que los líderes surgidos de las urnas despachan sus temerarias promesas una vez concluidas las elecciones. 

Ni que decir tiene que este sistema, combinado con otros mecanismos de segundo nivel, como las listas abiertas, las circunscripciones electorales reducidas a un solo diputado y otros mecanismos ya existentes en la actualidad harían de la democracia, si no perfecta, al menos difícilmente corrompible en interés de las oligarquías partidistas. 

Por otra parte, en la medida en que se consiguiera una mayor limpieza democrática tanto en el sistema electoral como en el ejercicio del poder por las formaciones vencedoras, se iría fomentando un poderoso incentivo para que personas  que en el sistema actual cabe calificar de desafectas y carentes de todo interés en la política, se decidieran a participar de forma mucho más activa como ciudadanos auténticamente implicados en el devenir político del estado. Es decir, sería una forma de minimizar el grave problema de desencanto político en que muchos ciudadanos están inmersos, y especialmente gran parte de la juventud, que ha hecho del pasotismo cínico su bandera. 

En cualquier caso, aún a riesgo de ataques furibundos por parte del “establishment” consolidado (ése que se autoproclama defensor de la esencia democrática en la misma medida en que los mecanismos actuales favorecen a sus miembros y les perpetúan a cuenta de una gran mentira), es necesario acometer un debate en profundidad sobre si aceptamos que la democracia siga siendo un espectáculo fabulosamente mediático pero totalmente amañado al estilo de las retransmisiones televisivas de lucha libre, o bien si queremos que las generaciones futuras puedan vivir una democracia real, participativa y no dominada por oligarquías parasitarias. 

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