miércoles, 27 de mayo de 2015

PrePotentes

La prepotencia displicente con que habitualmente trata  el PP a todos los ciudadanos no es exclusiva de esa formación política, pero en Rajoy et al alcanza unos niveles estratosféricos, de aquellos que para apreciarlos en toda su dimensión hay que tomar mucha distancia física y emocional.  Sus majestades neoliberales, hinchadas como globos meteorológicos a punto de reventar de tan alto que han llegado, son  incapaces de contenerse en su verborrea autocomplaciente y en el ataque a cualquiera que les lleve la contraria. Incapaces, en suma, de la más mínima humildad política o personal.
 Ese es un rasgo hispánico muy común que, desde la denostada periferia en que los catalanes habitamos, siempre se ha visto como algo entre lo risible y lo  francamente ridículo. Espantosamente ridículo, porque sus fundamentos son tan débiles que ponen de manifiesto un total desconocimiento de la realidad, y un desprecio absoluto por lo que realmente significa construir un país.  Durante decenios, las avanzadillas de esa derechona hidalga y prepotente se han ido dando a conocer de un modo que digamos oblicuo. En la periferia peninsular siempre nos han sorprendido mucho aquellas funcionarias genuinamente “españolas” que aparecían por estos lares cargadas de oros en manos y cuello para trabajar como vulgares oficinistas de medio pelo y peinado elaboradísimo (mayormente acompañadas de sus engolados y engominadísimos cónyuges). Sus tintineos y repiqueteos en los pasillos, sus abrigos de pieles en pleno mediterráneo subtropical y su pose tan característica –debida seguramente a la increíble multiplicación de apellidos, guiones y preposiciones con que adornaban su filiación- nos permitía hacernos unas sanas y gratuitas risas a costa de tanta fatuidad.
 Sin embargo, esa prepotencia genotípica de hidalgo mesetario no es inocua ni mucho menos. Durante siglos ha perjudicado enormemente a España, sobre todo por culpa de los abanderados de aquella “honra sin barcos, etc etc”, que resulta de lo más estúpido a la vista de cómo le ha ido al país gracias a ellos. Y de cómo le fue al imperio que nunca fue tal, ni sirvió para construir una modernidad al estilo de la inglesa, francesa u holandesa. Un (sin)sentido de superioridad moral de raigambre ultrarreligiosa y pseudoaristocrática  que se tradujo en imbecilidades tales como la de una España constituida en “reserva espiritual y moral de occidente”, ya que no podíamos ser otra cosa; para finalmente demostrar que la moralidad tampoco ha resultado ser una de las virtudes nacionales, al menos entre la clase política. Al final, el granero estaba vacío.
 En definitiva, lo esencial de la españolidad no es más que un conjunto de relatos fraudulentos construidos para justificar la miseria en que nuestros gobernantes desde el siglo XV han sumido al pueblo llano. Incapaces de entender la modernidad, el esfuerzo y la humildad que requiere toda construcción de futuro, se anclaron en una serie de pretendidos valores superiores para dejar España anclada en una remota isla de la historia. Todos hemos conocido a representantes  de esa manera tan torpe, ridícula y enormemente caricaturesca de ser español: orgulloso en exceso, siempre hidalgo, incapaz de doblar el espinazo pero necesitado de aparentar grandeza y señorío; y ante todo siempre tirando al recurso facilón y de corto alcance para vivir.
 Claro, los que se lo miran desde el tendido siempre han contemplado entre compasiva y despectivamente a esa españolidad más o menos apoyada oficialmente. Pero los que tenemos que sobrellevar el día a día de un DNI rojigualdo vivimos en una situación mucho más complicada. De ahí que la frase más repetida para concluir cualquier conversación  de fondo político en los coloquios de taberna o en las sobremesas domingueras sea “es que este país es una mierda”. Para acabar añadiendo: “menos mal del clima, porque si no, sería insoportable”. Así pues, entre las heces en las que la ciudadanía está convencida de habitar, y la prepotente superioridad de determinados políticos, especialmente del PP, que al parecer residen en el mejor de los mundos posibles, media un abismo que alguien debería explicar. Aunque en realidad no hace falta, que aquí todos nos entendemos.
 A fin de cuentas, hay que ser pazguato (y considerablemente cínico, amén de mezquino) para atribuirse unos éxitos económicos que, de entrada y por muchos años, la ciudadanía no va a siquiera a atisbar en la lontananza. Pero es que también hay que tener muchos redaños y muy poca vergüenza para considerar un éxito el mero hecho de aplicar disciplinadamente una receta fabricada por otro y con los ingredientes tasados, medidos y servidos por una troika nada española. Al señor Rajoy le debe parecer que repetir una receta de Ferran Adrià le convertiría en un tres estrellas michelín. Él sabe que no es así, y nosotros también lo sabemos. Rajoy y sus chicos y chicas no han sido más que alumnos disciplinados de un sargento instructor durísimo que no ha permitido alternativa entre la obediencia ciega y la expulsión del cuartel. Así que la clave está en dilucidar qué mérito ha tenido todo esto.
 Ninguno. Porque por reducción al absurdo, que no voy a reproducir aquí para no ofender la inteligencia de algunos lectores, resulta que la mera aplicación mecánica de unas recetas prefabricadas no convierte a nadie en un genio de nada, y lo que es más ilustrativo, eso lo podría haber hecho cualquier máquina o pseudointeligencia cibernética sin necesidad de participación humana. Lo que de paso nos habría salido bastante más barato en sueldos y dietas.  Ser obediente, rigurosamente obediente; no salirte del temario y reproducir fidelísimamente el guión prescrito, te convierten en todo caso en buen y fiable subalterno, pero no en un líder político.
 El segundo quid de la cuestión es que, como subalterno fiel y cumplidor, ¿a quién está sirviendo nuestro presidente Rajoy y todos sus lacayos? Lo cierto es que la sangre, sudor y lágrimas que –a diferencia de Churchill- jamás tuvieron la valentía de ofrecer al pueblo español a cambio de su voto no les sirve de excusa en absoluto. Lo cierto es que Rajoy y compañía son unos excelentes subalternos de los mercados financieros y de sus representantes en la tierra, esa trinidad incorpórea conocida como troika. Lo cual no quiere decir que sean buenos gobernantes, porque de haberlo sido, al menos hubieran obtenido alguna concesión para la inmensa mayoría de los cuarenta y tantos millones de españoles que no se forraron indecentemente antes, durante y después de la crisis. Pero no, como subalternos que son, se trataba de hacer un inmenso favor a sus superiores y amigos para hacerlos más ricos todavía y de incrementar las diferencias sociales hasta niveles nunca vistos no ya en este país, sino en todo occidente (OCDE dixit).
 Sucede que a ese tipo de subalterno tan servil con la mano que le acaricia y tan vil con quien tiene por debajo en el escalafón no se le suele llamar así. En concreto, ese tipo de explotación del más débil no es más que  proxenetismo político, y sus practicantes son unos genuinos chuloputas -perdón, rufianes, según la RAE- de sexo masculino o femenino, tanto da (y me ahorro el chiste fácil que viene al caso entre proxenetas, sexo y orificios corporales de la ciudadanía). Y como buenos chuloputas en ejercicio, tienen la necesidad de entroncar con esa tradición de honra raigambre hispanomesetaria y prepotente de desprecio y sometimiento del prójimo. Una tiranía de atropello permanente, de caciquismo, de autoritarismo,  de despotismo, de abuso continuo sobre el pueblo, sobre la palabra, sobre la idea. Con ese aire con el que encararon la campaña de las municipales, entre chulesco y provocador. Y  tras el revolcón del 24 de mayo, han decidido mantener el tipo proclamándose vencedores de las elecciones, rechinando los dientes de resentimiento, pese a que en cualquier otro país con tradición democrática y de respeto a la ciudadanía el resultado del PP habría acarreado dimisiones sin cuento (véase lo que sucedió hace escasos días en Gran Bretaña, la pérfida Albión de la que tanto debemos aprender de democracia, aún), y que debería obligar  a la Real Academia Española a redefinir el concepto de “victoria pírrica” por el otro mucho más preciso de “victoria pepeica”.
 De victorias así nos libre la vida. Y también nos libre a todos de gentes incapaces de afrontar –ante su pueblo nada menos- las derrotas y las equivocaciones con humildad y modestia, en vez de empezar de nuevo a agredir al adversario como fórmula escapista de la crítica interna y externa. O peor aún, con actitudes de pataleta rabiosa de niña malcriada como la de la señora Aguirre, cuya semblanza ya hice anteriormente en este blog, y que para mi triste satisfacción  ha demostrado punto por punto el talante y objetivos de esa mujer, prepotente como pocas ("Por motivos personales", publicado el 19 de septiembre de 2012). Y resentida y mala perdedora, añado. Aunque, para ser honestos, semejante soberbia autocomplaciente no es patrimonio exclusivo del PP: aún nos partimos el pecho recordando aquellas afirmaciones petulantes del anterior presidente de gobierno, sobre el hecho de que habíamos superado a Italia e íbamos a la caza de Francia, justo antes del fenomenal batacazo que nos dimos tras tropezar con el cordón de nuestros zapatos económicos. Hecho que entronca con el aún más autocomplaciente y casticista “Soy español, casi ná” con que nos inflamaron las meninges durante unos cuantos lustros, a cuenta de que nos tomaban –y nos siguen tomando- por idiotas y que no sabemos siquiera compararnos con lo que sucede allende nuestras fronteras.
 Porque además, la manera en que atacaron durante la campaña a las nuevas formaciones que iban surgiendo como alternativas fue especialmente insidiosa e indecente. A fin de cuentas, su discurso se reducía a señalar  la ignorancia y falta de experiencia de los nuevos aspirantes, y  las terribles incertidumbres que eso traía para el país. En resumen: al parecer debemos fiarnos de la experiencia del PPSOE (sobre todo en materia de chapucerismo y corrupción) y a la certeza que aportan (de que nos seguirán expoliando y chuleando). Como si ellos hubieran nacido sabiendo gobernar y tuvieran las únicas credenciales. Además, eso mismo les podrían haber espetado a ellos hace casi cuarenta años, cuando estrenamos democracia y, sin embargo, bien que se pusieron a gobernar el terruño. Bueno, no  todos, que algunos ya llevaban los cuarenta años anteriores mangoneando a España, y aún siguen ahí, intocables en su sitial. Cargados de superioridad y resentimiento contra un pueblo ignorante e insuficientemente agradecido, a su  modo de ver.
 Por eso es normal que sean como son. Por eso acabamos intuyendo que las siglas PP significan, en realidad, Pre Potentes.

No hay comentarios:

Publicar un comentario