miércoles, 6 de mayo de 2015

La Crisis: Endlösung (I)

Tesis: el sistema capitalista actual todavía puede generar riqueza pero es totalmente incapaz de distribuirla adecuadamente. Y de ahí la razonable desconfianza popular ante los mensajes de recuperación (macro)económica y de crecimiento del PIB tras la mayor crisis sufrida desde el crac de 1929.
 Casi todos los analistas coinciden en que esta crisis es de carácter sistémico, lo cual quiere decir que cuando salgamos de ella, nada volverá a ser como antes. Por mucho que se maquillen las cifras del paro según diversos artificios, la realidad europea es cruel y persistente: el pleno empleo tal como se conocía hasta 2007 ya no volverá existir nunca más. Da igual qué formaciones políticas obtengan el poder ni qué políticas estatales o europeas se adopten. Gran parte del crecimiento económico es coyuntural o no depende en absoluto de las políticas estatales, sojuzgadas por la globalización mundial y el dominio absoluto de los mercados financieros.  El bajo precio del petróleo, los tipos de interés casi a cero o la inyección de liquidez en el sistema son variables volátiles y sobre todo, no sostenibles a largo plazo; mientras que por otra parte, todas estas favorables circunstancias están alimentando el despegue económico desde el fondo del pozo pero sin una traslación significativa a las economías domésticas.
 En realidad son muchos los que opinan que el sistema está agotando sus últimos cartuchos antes de su reconversión definitiva, que será necesariamente traumática y dolorosa. De inmediato o en algunos años, los que tarde en asentarse el cambio de paradigma económico que se avecina. Del mismo modo que la Revolución Industrial no se llevó a cabo sin damnificados –esencialmente en el sector agrario y los viejos sistemas de producción artesanales- ésta nueva revolución se llevará por delante muchos de los considerados dogmas del sistema capitalista liberal, mal que nos pese a todos. Especialmente a las clases medias dependientes del sector industrial de producción de bienes, y también a las clases empleadas en un sector servicios cada vez más automatizado y no necesitado de trabajadores permanentes y a tiempo completo.
 Que la tecnología iba a suponer una inmensa liberación de mano de obra era algo evidente ya hace años. El dogma postulaba que ese excedente laboral debería reconvertirse en otros sectores, y más concretamente en dos puntales. El primero de ellos era el sector de producción de bienes de alto valor añadido, reservado al mundo occidental avanzado (y dejando las manufacturas tradicionales a los países emergentes). El segundo debía haber sido el sector servicios, muchos de ellos orientados al ocio y a la mayor disponibilidad de tiempo libre por parte de los trabajadores. Sin embargo, ese dogma tenía dos puntos débiles que se están poniendo de manifiesto en este tramo (presuntamente final) de la crisis. En primer lugar, que la producción de bienes de alto valor añadido no puede absorber siquiera una fracción significativa de la población trabajadora que se libera de los empleos tradicionales, sobre todo si se tiene en cuenta que la población occidental, ya sea por crecimiento vegetativo, ya sea por inmigración, sigue creciendo y presionando al sistema. El segundo es que el sector servicios depende de un crecimiento económico continuado y de la generación de riqueza que se distribuya de forma relativamente equitativa entre la población, y que permita mantener unas tasas de consumo aceptables.
 Dejando de lado el primer factor, que es de naturaleza puramente demográfica (en el sentido de que la demanda de empleo es muy superior hoy -y lo seguirá siendo en el futuro- a la capacidad de oferta  laboral de los productores de bienes de alto valor añadido), la ocupación en el sector servicios va a ser cada vez más débil en un doble sentido. Primero, porque el incremento del consumo depende del poder adquisitivo de las familias, y resulta que es difícil mantener dicho poder adquisitivo mientras el modelo de economía familiar está retornando a la situación previa a los años sesenta del siglo XX, cuando el cabeza de familia trabajaba, y el cónyuge se quedaba en casa cuidando de las tareas domésticas no retribuidas o accedía a subempleos temporales. En segundo lugar, porque gran parte del sector servicios se está viendo afectado por las tecnologías de la información, que permiten prescindir de gran parte del personal necesario hasta ahora. El ejemplo más claro tal vez sean las entidades financieras, con la irrupción en masa de las operativas por internet y en cajeros automáticos, que permiten cerrar multitud de oficinas y despedir a miles de trabajadores. O también con la irrupción del comercio electrónico, que cada vez tiene mayor peso relativo y que permite tener abiertos establecimientos virtuales donde las compras se hacen sin la mediación del clásico dependiente.
 Así las cosas, parece obvio que el empleo en el sector servicios se va a  mantener sólo en los puestos de atención directa al consumidor, que son ocupaciones de bajo valor añadido y peor retribución. Para  el resto, habrá en el mejor de los casos muchos empleos a tiempo parcial, los ya célebres minijobs que tanto juego están dando a las estadísticas del paro en los países del norte de Europa. Pero con el modelo de capitalismo actual esa situación no es sostenible por mucho tiempo, porque lo único que puede asegurar (y aún con serias dudas) es un modelo de subsistencia que nada tiene que ver con el estado del bienestar al que estábamos acostumbrados.
 En resumen, y ahí subyace la causa primera de la tesis que sustento, lo que está a punto de suceder es una quiebra muy grave del sistema capitalista de los últimos doscientos años. El capitalismo se basa en la generación de una riqueza para unas minorías (que aportan el capital) que se distribuye a las demás capas de la sociedad a través de la retribución por el trabajo efectuado para realimentar esa riqueza. Es decir, hasta hoy los salarios eran la vía para distribuir de forma aceptable la riqueza generada gracias al capital, que a su vez se enriquecía con el consumo que generaban esos salarios. Es un sistema de retroalimentación en principio perfecto, y que comprendió perfectamente el señor Ford cuando lanzó su primer modelo T: tenía que pagar buenos sueldos a los trabajadores para que pudieran comprar los modelos T, y así hacer crecer a su empresa, y poder pagar mejores salarios y fabricar más y mejores coches que serían comprados por los trabajadores, y así sucesivamente.
 Es decir, la asequibilidad (o la promesa de una futura asequibilidad) de los bienes de consumo estaba en la base del sistema, pero sus cimientos eran más profundos: la asequibilidad dependía de una estabilidad laboral y de sueldos cada vez más altos. Una especie de máquina de movimiento perpetuo en la que el flujo constante de sueldos permitía más consumo, que generaba más riqueza, que a su vez revertía en más salarios. Justo la situación inversa a la que se da actualmente, en la que el flujo de salarios se ha visto mermado, bien por desempleo, bien por baja ocupación, y sin perspectivas de mejora a medio plazo.
Esta situación ya se dio en otras ocasiones, como la crisis de los primeros años noventa, que se resolvió en falso acudiendo al crédito masivo. En vez de subir salarios, el sistema optó por distribuir tarjetas de crédito. Los créditos hipotecarios y al consumo crecieron de forma monstruosa en los siguientes quince años, con las consecuencias que se vieron a partir de 2007.  Pero ahora eso ya no es posible, y se están gastando los últimos cartuchos en tratar de reanimar al comatoso enfermo en forma de tipos de interés bajísimos y brutales inyecciones de liquidez, insostenibles a largo plazo, y que sólo permiten sanear las cuentas a nivel financiero, pero que no se traducen en una mejora real del poder adquisitvo de los trabajadores, porque no hay empleo de calidad, y porque los incrementos de productividad  se corresponden con mejoras tecnológicas que no implican mejores salarios, sino todo lo contrario: la desaparición de cada vez más puestos de trabajo tradicionales.
Y con esto volvemos al principio: el sistema aún es capaz de generar riqueza, pero lo hace a través de la especulación financiera y de los incrementos de productividad debidos a las tecnologías. Es decir, el lago de la riqueza mundial no sólo no se ha secado, sino que ha incrementado su volumen. Pero no desagua en el mar de las clases trabajadoras a través del río de los salarios, o al menos no lo hace  ni lo hará al ritmo suficiente para mantener un caudal digno en los próximos decenios. De ahí que muchos aboguen por crear nuevos afluentes a través de mecanismos de compensación social. Bien retribuyendo el trabajo doméstico de los miembros de las familias que se queden al cuidado del hogar en lugar de trabajar como asalariados, bien a través de una renta básica universal para todos los ciudadanos que les permita participar de la creciente riqueza nominal, y que también les permita invertir esa renta en consumo, en lugar de las privaciones a las que actualmente se ven sometidas las familias.
Ni que decir tiene que los detentadores del capital no quieren ni oír hablar de semejantes mecanismos, porque significarían ceder parte de su capital a cambio de (aparentemente) nada. Pues hasta ahora, la esencia del capitalismo consistía en transferir riqueza a cambio de trabajo. Lo que proponen estas alternativas (llamémoslas humanistas) es que se transfiera riqueza a cambio de consumo y estabilidad social, lo cual es demasiado osado incluso para las menos inmovilistas mentes de esa ínfima fracción de población que en todos los países del mundo detenta más del ochenta por ciento de la riqueza. Y desde luego, es considerado una temeridad por parte de los políticos gobernantes que, no nos engañemos, están a sueldo del pueblo pero al servicio de los intereses de los grandes grupos de poder económico.
 Sin embargo, existe otra alternativa -atroz pero sumamente efectiva- que mi natural pesimista me obliga a considerar como cada vez más próxima y real. Parte de la base de que todo conflicto que no es posible resolver por la vía de la concesión o de la negociación, debe resolverse finalmente por la de la confrontación. De esa "solución final"  y sus regeneradores efectos hablaré en mi próxima entrada.

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