jueves, 4 de junio de 2015

De himnos y pitadas

A estas alturas de la historia, en una era de presunto triunfo de la racionalidad y de construcción de una sociedad supuestamente tolerante y avanzada, la discusión sobre los ultrajes a los símbolos patrios y  las pitadas al himno nacional  se convierte en la palpable demostración de que a la mayoría de nuestros dirigentes la evolución les pilló solamente en lo superficial, es decir, en el traje de Armani y la corbata de Hermès, pero a nivel mental todavía andan por donde solía estar el Homo Afarensis. Una verdadera pena, que merece una  réplica que deje constancia a generaciones futuras de que no todos los pobladores del siglo XXI eran unos bárbaros sectarios.
 Si no ando muy errado, lo de la bandera –en general- puede ser considerado una tomadura de pelo de calibre grueso, porque la verdad es que las personas no nacen con banderas u otros símbolos diferenciadores estampados en la piel a modo de tatuaje indeleble. Eso sólo les pasaba a los judíos y si no recuerdo mal no era de nacimiento, sino en los campos de concentración (nazis, por  más señas). Sarcasmos aparte, la realidad es que el concepto de la bandera como símbolo identificativo de una nación es bastante tardío en la historia de la humanidad, y  tiene su precedente en los estandartes con los que las fuerzas militares se distinguían en el campo de batalla.  Así pues, el estandarte, blasón o como quiera llamársele del que deriva la bandera tiene un origen y usos plenamente bélicos. De hecho, tomar el estandarte o la bandera del enemigo siempre ha significado infligir la derrota más humillante en el campo de batalla. Lo más deshonroso que podía sucederle a un jefe militar es que le tomasen la bandera. En cambio, ahora y a cuentas de lo mismo, nos toman el pelo, que eso si es ultrajante.
 Las resonancias marciales de las banderas siempre han tenido una preeminencia categórica en su constitución como símbolo para un conjunto de humanoides capaces, los muy burros, de morir por defender un trapo, como bien dijo el expresidente de Uruguay, José Mújica. Un trapo que significa fidelidad absoluta no a una causa, sino  a un señor y a una supuesta identidad que históricamente se ha basado en lengua, religión y territorio. Así pues, tenemos que en su origen y conceptuación, la bandera es un trapo de colorines lleno de sangre, embarrada de mierda y, metafóricamente, ahíta de un cúmulo de barbarie solo justificada por un misticismo épico y por el sabor, bastante absurdo, de pertenecer a un grupo de simios que sabe autoidentificarse a cualquier precio, precio que consiste sistemáticamente en exterminar a cualquiera que no se hinque de rodillas ante la sagrada enseña y abjure de toda otra creencia o afinidad.
 Los herederos de semejante majadería conceptual son los que ahora manifiestan una clara incapacidad para entender que los símbolos sólo pueden ser acatados por quienes realmente consideran que el símbolo les representa. Lo demás es una imposición militarista y muy poco rigurosa desde el punto de vista sociológico. Que vuestra bandera ondee por encima de nuestras cabezas puede significar muchas cosas, pero la primordial es la de sometimiento (voluntario o forzoso, tanto da) a un concepto  de comunidad que puede resultar muy útil para tener a las ovejas en el cercado, pero que dice muy poco sobre la libertad de pensamiento, sentimiento u opinión de los que prefieren ser negras a simples ovejas.
 Lo mismo ocurre con el himno nacional. La mayoría de los himnos son arengas musicales que han surgido para vertebrar una comunión de espíritu en una dirección netamente bélica y autoafirmativa. El himno como arenga tiene una larguísima tradición que en tiempos modernos se matiza en el himno como acompañamiento a la reverencia hacia los símbolos del estado o, en su defecto,  a los uniformados mercenarios del campo de fútbol. Ciertamente,  queda muy poco estético escénicamente izar una bandera en el más absoluto silencio, por mucha majestuosidad que se quiera dar al momento. Y menos majestuosa aún es la irrupción del monarca (y con esa expresión me refiero tanto a los hereditarios como a los electos, aunque en ese caso se les denomine presidentes) sin que suenen cornetines, timbales y alguna vibrante melodía que sublime las almas de los presentes y les haga sentir partícipes del tributo y vasallaje a un concepto por lo demás detestable en una sociedad moderna, es decir, libre e igualitaria.
 Detestable y además obsoleto, porque en verdad tiene su enjundia reverenciar un himno y una bandera que los mercados (que son quienes de verdad mandan en el corral y quienes nos dan de comer o nos sumen en la miseria) se pasan por el forro. Porque en el hoy ultraeconomicista en el que estamos sumidos, las consideraciones de tipo emocional y de amor patrio seguro que hacen mucha gracia en los centros financieros de Londres y Nueva York y desde luego sirven para tener a la gente distraída de asuntos de mayor calado. Pues nada hay más eficaz que una buena bandera, un himno y unas pocas lágrimas de emoción para distraer al personal mientras el prestidigitador bursátil les echa mano a la cartera sin que se den cuenta (y en los casos más graves de estulticia patriotera, aunque  se den cuenta: les da lo mismo que les roben mientras les enseñen un trapo  de colorines que les enaltezca el espíritu).
 Es obvio que para cualquiera de los débiles mentales a los que me refiero, todo esto que escribo les resultará una jerigonza cuando menos irresponsable, si no la conciben directamente como una ofensa condenable  con el paredón, pero me conformaré con dirigir mi reflexión a gentes más flexibles de pensamiento y de espíritu. Ciertamente, el ultraje a los símbolos nacionales, en la medida que no tienen un carácter universal (y no lo tienen, por más que algunos se empeñen en ello), puede ser constitutivo solamente de una falta de respeto, pero jamás de un delito, salvo que estemos en trance de regresar a la Edad Media, cosa que viendo las apariciones públicas del ministro del interior me empiezo a temer. Y no está de más señalar que cuanto más autoritario y regresivo es un régimen político, mayores son los castigos por ultraje a los símbolos nacionales, delitos sancionados incluso con la pena de muerte. Lo que creo que no es un dato precisamente trivial.
 Las faltas de respeto son condenables cívicamente, y yo soy el primero en hacerlo, porque tensan las relaciones sociales y personales de forma muchas veces innecesarias (en otras ocasiones no es así, y la falta de respeto se traduce en un toque de atención a quien no quiere o no puede ver claramente una situación en la que un colectivo se siente oprimido, frustrado o agredido). De hecho, la falta de respeto institucionalizada existió hasta bien entrado el siglo XIX en la figura de arrojar el guante (preferentemente a la cara) para retar en duelo a un adversario incómodo o especialmente antipático. Es decir, la falta de respeto es una falta de urbanidad pero también un síntoma y un trámite a veces necesario (e incluso obligado) para poner de manifiesto algo que la contraparte tiene mucho interés en ocultar bajo el faldón de la bandera común.
 Por eso, si me cisco en la bandera y pito estridentemente el himno nacional, me podrán tildar de maleducado y de carente de todo respeto hacia los símbolos de otras personas, pero decidir que esa conducta es sancionable significa un salto atrás hacia los tiempos  feudales y claramente inquisitoriales en los que se inspiran nostálgicamente algunos de nuestros próceres, de aquellas épocas en las que el vasallaje indubitado podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. Así lo han entendido quienes son demócratas de verdad, esos yanquis tan odiados por aquí, cuya bandera hemos visto pisotear y su himno pitar abruptamente por españolistas de profunda convicción en diversas ocasiones, entre las que cabe destacar las de política internacional (guerra de Irak) y deportivas (algo que también les ha sucedido a nuestros queridísimos vecinos franceses, a quienes al parecer todo español de bien debe odiar congénitamente).  Pues bien, esos yanquis tan amantes de su bandera y de su himno, que tienen incluso un procedimiento reglamentado para mostrar su respeto a la enseña (tanto para civiles como para militares), tienen consagrado constitucionalmente el aún mayor respeto hacia la libertad de expresión, y uno puede plantarse frente al Capitolio de Washington y quemar la bandera de las barras y estrellas sin que le pase absolutamente nada desde el punto de vista penal,  a lo sumo una sanción por ensuciar la vía pública.
 Y es que el estado de derecho auténtico, nunca me cansaré de repetirlo, consiste en la defensa a ultranza de una serie de derechos fundamentales que no pueden ser limitados de forma discrecional, al gusto de quien gobierne. Entre ellos, el derecho a la libertad de expresión, siempre que no implique la comisión de algún delito contra las personas. Cualquier otro concepto restrictivo respecto a la sumisión a los símbolos del estado puede ser tangencialmente democrático, pero nunca tendrá cabida en  un estado de derecho, y eso lo comprendieron notoriamente los padres de la patria norteamericana hace cosa de doscientos cincuenta años.
 Por cierto, que el ejemplo de los eventos deportivos viene al caso de la demostración fáctica de que los himnos y banderas tienen connotaciones claramente bélicas, aunque (por suerte) ritualizadas por el momento; y que en general, el respeto que los españoles piden por su himno y su bandera, no suelen manifestarlo en el plano deportivo por el himno y la bandera de los demás, sean catalanes, franceses, yanquis o cualquiera de los enemigos de turno del extinto imperio patrio. Del mismo modo que todos se consideran autorizados para ridiculizar y vejar a Mahoma y los símbolos religiosos islámicos, sin caer en la cuenta de que se trata de exactamente del mismo problema de falta de respeto. Y no vale el argumento de que unas cosas merecen ser respetadas y otras no, ante todo porque el islam es mucho más antiguo que cualquier nación occidental, y porque ha aportado a la cultura y la ciencia occidentales lo que no tengo tiempo de explicar aquí, pero que indudablemente es de dimensión cósmica, por mucho que los sectores más fundamentalistas se estén cargando la impresionante herencia histórica del mundo musulmán. Lamentablemente, en estos asuntos se toma siempre la parte por el todo y se ridiculizan símbolos comunes del islam, o se prohiben directamente (como el espinoso asunto del velo), pero sin embargo se considera inadmisible la chanza respecto a los nuestros propios.
 La asimetría en la definición de lo que debe ser el respeto hacia los demás y qué cosas ajenas deben ser respetadas es una constante en la evolución histórica de la humanidad. Y eso es así porque en temas que en el fondo son sentimentales (cuando no directamente viscerales), ser juez y parte es del todo contraindicado. Por eso, legislar contra las faltas de respeto es un experimento tremendamente peligroso y muy lejos de ser inocuo, porque está cargado de subjetividad y casi siempre descaradamente sesgado de forma irracional en favor de las convicciones personales o grupales (que suelen estar muy alejadas de la objetividad exigible a seres racionales). Así que dejemos que todo el que quiera pite el himno, pisotee la bandera y le de la espalda al monarca si se tercia (algo que, por cierto, hicieron los policías de Nueva York a su alcalde hace pocos meses sin que recayera ninguna sanción), y reprobemos su actitud, y llamémosles maleducados e irrespetuosos, pero no pretendamos aplicarles el código penal, porque aparte de hacer el ridículo –de eso ya se encargan los portavoces del PP ellos solitos- y de no estar en sintonía con la mayoría de la doctrina judicial respecto a la constitucionalidad de este tipo de sanciones, las iniciativas para castigar estos incidentes son peligrosamente autoritarias y dañan mucho al estado de derecho y a la democracia. Y sobre todo rebajan al humano que las propone al nivel de bruto dogmático y fundamentalista. O sea, al nivel de un talibán.

1 comentario:

  1. Pese a que el cinismo resta credibilidad a las afirmaciones, siendo recurso literario habitual en tus párrafos, les proporciona gran digestibilidad y atractivo. No serían lo mismo sin él. Pero la máxima inicial, la de que todo es mentira, se perpetúa y da sentido a todos tus pensamientos. Y claro, no podemos olvidarla, porque reza ahí en encabezado. Yo no estoy de acuerdo con la misma, salvo en todo aquello importante. Efectivamente tengo convicciones, que me ayudan en el transcurrir de la vida, por eso lo digo.
    Felicidades por el nuevo artículo. Es de lectura in-interrumpida.
    Un cordial saludo.

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