viernes, 1 de mayo de 2015

Filtraciones

Perplejidad. Esa es la sensación que está dejando el debate a costa de las filtraciones sumariales a los medios de comunicación entre quienes, como empleados públicos, conocen los entresijos del funcionamiento de la administración de justicia, así como de otros aparatos del Estado que manejan información sensible. El escándalo, francamente teñido de fariseísmo, ha brotado desde los propios medios de comunicación ante la insinuación nada velada del ministro de justicia de que podría hipotéticamente optarse por la sanción económica a los medios que filtraran sumarios declarados secretos por el juez instructor, o documentos clasificados como confidenciales al amparo de diversas disposiciones legales o reglamentarias.
 La reacción inmediata y casi unánime ha sido considerar semejante propuesta como un atentado a la libertad de expresión. Lo que se me antoja una salida facilona y extraordinariamente demagógica por parte de quienes, presuntamente, deben velar por exponer las noticias de forma ecuánime, reflexiva y desde todos los ángulos posibles. Lo cierto es que en el debate caben diversas interpretaciones válidas en defensa de una y otra postura, pero lo extrañamente ausente ha sido el necesario apunte de la responsabilidad de los medios en semejantes hazañas informativas. Porque a veces –demasiadas-  la libertad de expresión encubre intereses ocultos muy alejados de los puramente informativos. Y casi siempre se trata de intereses de contenido económico.
 No me refiero a la necesaria difusión de noticias exclusivas por parte de los medios que les permita alcanzar tiradas sensacionales y un mayor incremento de su facturación y beneficios. Al fin y al cabo, los medios de comunicación, en su mayoría, son empresas privadas sometidas a las leyes del mercado, y  necesitan generar beneficios para seguir satisfaciendo a los accionistas y a los empleados. Pero en el fondo, esa salida por la tangente, acusando al ministro de querer limitar un derecho fundamental como es la libertad de expresión, sólo sirve como cortina de humo de algo mucho más preocupante de lo que sí son responsables los grandes y no tan grandes medios.
 Cierto es que reconocer la imposibilidad gubernamental para controlar los flujos indeseados de información sensible es grave. Y desde luego, ante la impotencia de los mecanismos de control estatales, optar por trasladar el régimen disciplinario a los receptores de esa información debe ser analizada con mucho cuidado e introduciendo muchas distinciones, porque la casuística es muy variada. Sin embargo, en el debate de estos días se aprecia una clamorosa omisión en todo este asunto, hasta el punto de que me sentí obligado a intervenir en la emisión de un conocido programa de televisión para dejar constancia de ello. En honor a la verdad, debo reconocer que mi advertencia salió en pantalla casi inmediatamente, lo que honra la transparencia y pluralidad de ese programa en concreto.
 El eje de la cuestión, y causa de mi inquietud y enojo, está en que las afirmaciones que se están haciendo en este debate parten de una premisa del todo irrazonable. Y es que los empleados públicos de todo rango que filtran secretos sumariales o administrativos lo hacen exclusivamente por amor al arte. O más exactamente, por fidelidad a alguna ideología o formación política. Y eso es del todo incierto, salvo algunas excepciones de gentes muy militantes, que por supuesto, están dispuestas a arriesgar su puesto de trabajo por la causa. Pero en general ese no es el caso: los empleados públicos están sometidos a controles que pueden llegar a ser muy estrictos, especialmente en el caso de los adscritos a áreas económicas. La práctica de auditorías mensuales de los accesos a las bases de datos es moneda corriente hoy en día, y se les advierte de sanción incluso por motivos tan nimios como la autoconsulta, es decir, consultar los propios datos tributarios a laborales sin permiso expreso.
 También es cierto que, desde tiempo inmemorial, en la administración de justicia han existido mordidas bastante generalizadas que permiten que un sumario enterrado en las profundidades de decenas de legajos suba a la superficie como por arte de magia, para acelerar su tramitación. Y viceversa, como saben bien los cientos de despachos de abogados que trabajan en causas mercantiles, por poner un ejemplo. O sea, que ha existido una práctica generalizada de retribuir actos que otorgaban alguna ventaja al interesado. Pequeñas acciones u omisiones sin mayor trascendencia que permitían redondear la nómina a final de mes. Puede que esto actualmente ya no ocurra, pero durante mucho tiempo sucedió y ello allana el camino a actitudes del presente que explicarían la avalancha de filtraciones procedentes de muchísimos ámbitos y que resultan del todo irrazonable atribuir al idealismo político de los empleados que tienen acceso al material sensible.
 Porque lo cierto es que los medios, sometidos a una cruel competencia diaria, están obligados a mantenerse a flote como sea, y si para ello hay que pagar por obtener una información sustanciosa, no lo van a dudar ni un momento. Así como los paparazzi pueden llegar a ganar cantidades asombrosas por fotos comprometedoras de los famosos de turno, no me cabe duda alguna (salvo que ahora resulte que vivimos en el mejor de los mundos posibles) que también se pagan, y jugosamente, las informaciones de alto interés político que pueden mantener las rotativas calientes durante mucho tiempo.  Tal vez no las pague directamente el medio de comunicación, pero sí, por descontado, los numerosos intermediarios  existentes en forma de agencias y gabinetes de comunicación, detectives privados y demás personajes que viven del tráfico de dosieres más o menos secretos, comprometedores o reveladores. Y este tipo de servicios, por muy subterráneos que sean, existen. Haberlos haylos, aunque no los vea el gran público.
 Y en eso resulta la perplejidad teñida de indignación de muchos acerca del debate causado por las polémicas declaraciones del ministro, en el que los propios medios han omitido su más que probable parte de responsabilidad. Ninguno de los habituales columnistas y tertulianos han siquiera insinuado levemente que el tema de las filtraciones podría deberse, si no en todo al menos en gran medida, a la práctica de sobornos a empleados públicos para facilitar el acceso a sumarios secretos y demás documentos confidenciales. Y no está de más recordar que en el soborno el delito es doble, tanto por parte del receptor como del actor. Y en ese sentido, la propuesta del ministro de justicia de sancionar a los medios que hicieran públicos documentos secretos se podría justificar perfectamente bajo esa presunción que todos tratan de ocultar pero que está ahí, flotando en un interesado limbo informativo.

Todos los "garganta profunda" que la historia reciente nos ha dejado lo han sido por ambición, por despecho o por codicia; en todo caso amalgamados por un escaso sentido de la ética profesional y alentados por quienes de verdad iban a sacar un extraordinario provecho (político o económico) de la información que pudieran obtener. Y eso, señores de los medios,  nada tiene que ver con la libertad de expresión.

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