miércoles, 13 de mayo de 2015

La Crisis: Endlösung (II)

Muchos economistas opinan que  lo que voy a exponer a continuación constituye un escenario impensable. Pero también saben que las proyecciones futuras en base a las circunstancias actuales suelen contener un grado de error tan alto que son equivalentes a basura estadística. Sobre todo en ámbitos como el económico, en el que los cisnes negros suelen ser determinantes de muchos bruscos cambios de rumbo políticos y sociales. Por otra parte, los historiadores suelen insistir en que las grandes revoluciones no tienen lugar en los momentos de crisis, ni siquiera en su punto álgido, sino que se suelen producir bastante tiempo después. De hecho, las crisis sistémicas actúan como una especie de fermento con el que se maceran, lenta pero continuadamente, nuevas perspectivas políticas y sociales, que poco a poco se van transformando en una masa burbujeante que incrementa gradualmente su presión sobre los muros de contención del sistema político-económico hasta que éste salta por los aires en una explosión que pocas veces resulta controlada. Más bien al contrario, resulta en un tipo de reacción en cadena con un casi siempre fatídico punto de no retorno situado bastante más allá de los acontecimientos iniciales. O sea, que lo que voy a exponer se correspondería con un escenario situado a unos pocos decenios vista, y contradice las tajantes opiniones en contra de muchos econoptimistas, pues la economía, como el clima, es absolutamente impredecible respecto a horizontes tan lejanos.
 Una cosa es constatable, y es que los grandes cambios de los últimos doscientos años tal vez se puedan predecir perfectamente hacia atrás, que es una tarea que hacen extraordinariamente bien los economistas (me refiero a predecir con total agudeza acontecimientos pasados). Pero lo cierto es que en su momento nadie vio venir las enormes transformaciones que determinados acontecimientos causaron unos pocos años después de producirse. El ejemplo más claro tal vez sea que el mundo occidental tal como lo conocemos hasta hoy fue el producto, bastante claro ahora, de las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y su devastador efecto sobre la nación alemana, para acto seguido y tras el crack del 29 y el tremendo empobrecimiento general que ocasionó, generar un furioso sentimiento revanchista, pangermánico y expansionista que condujo derecho a la Segunda Guerra Mundial. Esa segunda guerra que todos los analistas habían dado por imposible desde el final de la primera. Decían, con notable ingenuidad, que tras la barbarie y el escalofriante número de víctimas de la primera confrontación global, era totalmente imposible que la humanidad sufriera otro período de locura igual. La guerra mundial había de ser la última, decían.
Así pues, si partimos del postulado de que el futuro es totalmente impredecible, y que esa impredicibilidad conlleva en sí misma un gran número de escenarios posibles, y que esos escenarios no pueden ser clasificados  de forma probabilística, porque el error de estimación es tan elevado que no hay probabilidad que valga, la única opción que nos queda es la de estimar sus posibilidades en atención a fenómenos anteriormente sucedidos que puedan tener cierta similitud. De este modo, tal vez no sepamos cuando pasará una cosa ni con qué intensidad, pero podemos estar razonablemente seguros de que pasará en un lapso de tiempo determinado. Algo así como hacen los sismólogos y vulcanólogos, que son incapaces de predecir con exactitud la próxima catástrofe geológica, pero pueden acotarla respecto a los lugares de mayor riesgo y cuánto tiempo puede faltar para que suceda.
En las llamadas ciencias sociales, basándonos en acontecimientos pasados también podemos intentar establecer un cierto patrón de conducta humana que nos haga presuponer determinados desenlaces a situaciones de crisis sistémicas. No sabremos nunca con exactitud cuando tendrán lugar las grandes transformaciones sociales y políticas, ni con que gravedad se producirán, ni siquiera sus consecuencias  a largo plazo; pero sí podemos anticipar que seguramente ocurrirán y que será como máximo en unos pocos decenios tras el clímax de una gran crisis sistémica. Ahora bien, esa resolución a largo plazo de las grandes crisis de la humanidad siempre se ha decantado por una de dos vertientes: la revolución o la guerra, dependiendo de quien tome la iniciativa y de cómo la tome. Aunque lo más frecuente es una combinación de agitación revolucionaria seguida de una confrontación armada entre diversas facciones.
Resulta bastante ilustrativa de la falacia en la que vive casi todo el mundo occidental la ilusa consideración general de que la paz se ha instaurado definitivamente entre nosotros por el mero hecho de que llevamos muchos años sin guerras azotando nuestro territorio, como si fuera algo obvio que la Europa surgida de las cenizas de la segunda guerra mundial estuviera inmunizada contra el conflicto armado generalizado para siempre jamás. Esto resulta tan absurdo como el pensamiento mágico del residente en un barrio lujoso que cree que la violencia urbana no puede alcanzarle nunca, sencillamente porque está limitada a los barrios bajos. No menos mágico es el pensamiento de economistas y sociólogos que consideran imposible una nueva confrontación armada más o menos global por el peregrino argumento de que tenemos demasiado que perder. A lo que los más realistas oponen que de acuerdo, que ahora tenemos aún mucho que perder, pero que dentro de veinte años tal vez no. Y los más pesimistas –entre los que me cuento- opinan que lo importante no es lo que tenga que perder la común ciudadanía, sino los auténticos detentadores del poder económico mundial.
En una cosa parecen estar clara y unánimemente de acuerdo la mayoría de expertos: la crisis actual es de carácter sistémico, implica el fin de todo un período histórico y devuelve a las clases trabajadoras a un estatus de menor bienestar y seguridad personal, laboral y social. El pleno empleo del futuro será una ilusión más o menos maquillada por especialistas en dorar la píldora, y el poder de los estados –con y sin Unión Europea- estará cada vez más mermado no por las instituciones supraeuropeas, sino por quienes se arrogan el poder de ser los nuevos dioses mundiales, es decir los grandes fondos de inversión como Blackrock y demás compañía, que son quienes dictan el comportamiento económico global y los que, con sólo desplazar las astronómicas sumas de dinero que manejan de un lugar a otro, son capaces de colapsar la economía (y por tanto la capacidad de acción política) de casi cualquier país teóricamente soberano. Como dijo Lloyd Blankfein, genuino pez gordo de Goldman Sachs en 2007: “Los banqueros hacemos el trabajo de Dios”, en el sentido de estar por encima de los estados y de sus humanas “pequeñeces”. También George Soros, otro supermagnate de los fondos de inversión, tiene muy claro que son los mercados los que obligan a los estados a tomar medidas impopulares, pero necesarias. Necesarias desde el punto de vista de los mercados y no de los ciudadanos, claro está, lo cual deja muy tocado no ya el concepto de soberanía popular, sino  incluso la misma razón de ser de la democracia.
 Aunque con notables particularidades derivadas de su carácter social, la humanidad es un ecosistema, y como tal, cuando está sometida a una presión insoportable tenderá a alguna salida de carácter virulento para recobrar un cierto grado de equilibrio. Un fenómeno ampliamente observado en la naturaleza cuando la presión poblacional y de agotamiento de los recursos conduce a extinciones masivas  de individuos, de modo  que el descenso demográfico permite reducir  la población a niveles aceptables y compatibles con la supervivencia de la especie. Es un mecanismo que tiene cierta automaticidad compensatoria, que en el caso humano puede modularse a través de nuestro presunto intelecto y raciocinio, pero que en última instancia, y como la historia harto ha demostrado, se libera a través de la confrontación armada. De hecho, para llegar al punto de no retorno sólo se precisa un puñado de políticos tan carentes de escrúpulos como dotados de un cinismo superlativo en su enfoque de las relaciones sociales y económicas en un mundo globalizado. Tenemos unos cuantos conflictos regionales recientes que sólo se comprenden a la luz de intereses geoestratégicos que nada tienen que ver con el bienestar de las comunidades directamente involucradas, entre los que podemos destacar las dos guerras del Golfo llevadas a cabo por Bush padre e hijo, así que la argumentación que sostengo no tiene nada de ilusoria o ciencia ficción.
 Cuando los niveles de descontento social se vayan incrementando de forma paulatina pero inexorable, y la gran mayoría de la población viva mucho más empobrecida que las generaciones anteriores; cuando la presión demográfica por el crecimiento vegetativo y por el alud de inmigrantes ilegales del tercer mundo se haga insoportable y la xenofobia campe a sus anchas; y cuando el exceso de demanda sobre los menguantes recursos laborales se traduzca en una gran masa de población desocupada y sin recursos (mientras la minoritaria fracción de la población rica dispare sus niveles de renta hasta mucho más allá de lo sostenible en comparación con el resto), la salida lógica será la del alumbramiento de dirigentes políticos decididos a reverenciar a cualquier precio al poder económico que les alimenta y provocar una gran, larga y saludable guerra internacional que ponga las cosas en su sitio.
 Una guerra preferentemente lejos de las fronteras de Occidente, para conservar las infraestructuras intactas, pero que requiera de una enorme movilización de efectivos y que cause muchas bajas en ambos bandos. Como es bien sabido, el complejo militar-industrial y todas las industrias adyacentes (desde la de los combustibles a la de alta tecnología, pasando por todas las ramas de la ingeniería y las ciencias aplicadas) viven momentos de esplendor en cualquier situación de guerra. Y mucho más aún si se trata de una guerra ampliada, lo más parecida posible a la tercera guerra mundial pero con armamento convencional. En un conflicto así, mientras la sociedad pone su casillero a cero, los poderes económicos florecen como amapolas en primavera, porque las guerras generan tanta riqueza como destrucción. Destrucción para los pobres y riqueza para los ricos. Con una ventaja añadida para estos últimos: se forran durante la guerra contribuyendo al esfuerzo militar, y se enriquecen aún más en la paz con la industria de la reconstrucción. Y todo ello a cargo de los presupuestos estatales y de jugosas concesiones públicas.
 La movilización militar durante largos períodos de tiempo implica un descenso garantizado del desempleo, tanto por la vía de los contingentes movilizados como por el de las bajas civiles y militares causadas. Las fábricas trabajan a pleno rendimiento, con gran movilización de fuerzas laborales hasta entonces infrautilizadas (recuérdese a las voluntariosas mujeres americanas o inglesas de la segunda guerra mundial trabajando día y noche en las fábricas de armamento para mantener el esfuerzo de guerra aliado con un flujo constante de suministros). Una parte importante de la población activa fallece en acto de servicio, mientras que los ancianos y los demás civiles más debilitados lo hacen a consecuencia de las privaciones padecidas durante el conflicto, de modo que a su finalización  las tasas de natalidad pueden aumentar sin que resulten un problema, ya que la población inmigrante ha puesto los pies en polvorosa a las primeras de cambio, con lo que el desempleo deja de ser un problema; y el pago de pensiones y demás prestaciones asistenciales pasa a un segundo plano, pues todos los esfuerzos se dirigen a la reconstrucción (inter)nacional. Y sobre todo,  tras un largo conflicto armado, la población civil que ha sobrevivido lo único que desea es que haya paz y algo con qué alimentarse, y no tiene tiempo de pensar en el antiguo bienestar perdido y otras zarandajas tan molestas para  los doctores Strangelove de turno.
 En resumen, una gran guerra es una excelente solución (cínica e inhumana) para una gran crisis sistémica como la estamos viviendo. A buen seguro, este argumento podrá parecer insoportable para todo humano bien nacido, pero seguramente nadie en su sano juicio creía en 1929 que diez años después las consecuencias de aquella enorme crisis global serían la barbarie nazi y la posterior barbarie estalinista, con un interludio militar en el que hubo decenas de millones de muertos. Pero así fue, y así podría ser dentro de unos años. Incluso podría suceder más fácilmente, porque el mundo actual está sometido al dictado de unos poderes que yacen mucho más allá del alcance y comprensión de cualquier política estatal. Los mecanismos económicos del mundo globalizado se han vuelto mucho más opacos  e incontrolables por las (en el fondo) débiles democracias. Y la lógica del dinero no comprende de estados e identidades, y mucho menos de personas.  Así que una gran guerra como fenómeno de “distracción emocional” por un lado, y de reequilbrio del ajado sistema capitalista liberal, por el otro, no es ningún sinsentido desde una perspectiva netamente materialista y de fría intelectualidad despojada de cualquier sentimiento.
 Si algo ha estado presente (y todavía lo está), en la historia de la humanidad es la barbarie como método para zanjar problemas sociales y económicos acuciantes. Europa no es inmune, aunque gran parte del continente lleve más de setenta años sin guerra. Como dice una cita de cabecera en ciencias: “la ausencia de la prueba no es la prueba de la ausencia”. Es decir, la ausencia de una guerra global actual no es, ni mucho menos, la prueba de la imposibilidad de otra guerra así en un futuro no muy lejano.

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