miércoles, 20 de mayo de 2015

Municipales, el voto útil

Si algo está demostrando esta campaña electoral municipal, es que resulta nefasto que coincidan en un mismo año las elecciones locales y las generales. La confusión temática resulta apabullante, por más que los politólogos sensatos  se esfuercen en recordar a los electores que el voto en clave municipalista no debería estar condicionado en absoluto por los temas de política estatal. Pretender definir las municipales como una primera vuelta de las elecciones generales puede tener sus réditos electorales, pero ni es esa su función ni debería ser su objetivo final. Porque a fin de cuentas, las elecciones municipales son –o habrían de ser- un voto de proximidad que, en muchos  casos y sobre todo en poblaciones pequeñas y medianas (que son la mayoría), habría de ser claramente independiente de  alineamientos ideológicos generalistas. Pues en definitiva, lo que se tercia en estas elecciones de mayo no son las grandes líneas  de política nacional, sino algo mucho más cercano, diario e inmediato.
 Sin embargo, los partidos políticos están gastando mucha energía y dinero –y casi toda nuestra capacidad de resistencia como ciudadanos- en transformar estas municipales en un test para las generales de noviembre, y eso es sumamente perjudicial para las instituciones y para la cultura democrática. De buen principio, porque atentan contra el espíritu mismo del funcionamiento democrático de una sociedad, y porque crean mucha confusión interesada. Al final, lo que resulta es una escena tan absurda como la de una junta de copropietarios de una finca en la que se pongan a discutir asuntos que van más allá del portal del edificio, por la sencilla razón de que algunos de  los miembros de la junta lo son también de la asociación de vecinos del barrio. Cada problemática tiene su ámbito de discusión y de decisión, y creo que todos convenimos en que los debates se han de adecuar al foro al que corresponden. Lo demás son tertulias tabernarias y zarandajas sin cuento.
Este país siempre ha tenido una clara tendencia, aún no resuelta, a confundir churras con merinas en casi todos los ámbitos. Todavía pesa aquel lejano 1931, en el que unas elecciones municipales dieron paso a la república, en un cambio constitucional tan rocambolesco que debería figurar en los anales de la prestidigitación. Y uno, por muy republicano que se declare, debe asumir el hecho de que ni el fin justifica los medios, ni la democracia consiste en eso. En cualquier organización que se precie, en las convocatorias siempre existe un orden del día al que ceñirse escrupulosamente, sobre todo por parte del convocante. Y en unas elecciones municipales no interesan para nada los méritos del presidente del gobierno y de su equipo, ni los deméritos que quieran atribuir al señor Rajoy los partidos de la oposición.
 Es cierto que el desgaste del poder central se suele transmitir electoralmente a los poderes locales, pero sólo en cierta medida, muy atemperada por el quehacer de los munícipes en el mismo período. Todos tenemos en mente a significados alcaldes de cualquier color que repiten resultado año tras año en sus ciudades y pueblos, ajenos a la alternancia y los vaivenes del Congreso de los Diputados. Así que hacer campaña generalista en las elecciones locales puede llegar  a ser contraindicado en bastantes ocasiones.
 Aunque a muchos votantes tal vez les pueda el hígado antes que el cerebro, y voten contra sus intereses locales con tal de pretender ser ideológicamente coherentes, una reflexión seria sobre el asunto nos llevaría a concluir que las elecciones municipales son –o deberían ser-  un foro específico y realmente muy alejado de las grandes batallas ideológicas (si es que todavía pueden darse) que presuntamente se escenifican en unas elecciones generales. Por mucho que quieran pervertir su función, las elecciones locales tratan más de nosotros como vecinos que como ciudadanos. Y esa es una distinción esencial, que se refiere sobre todo a cuestiones de proximidad.
 Yo no espero del gobierno de la nación que me arregle el socavón de la calzada, ni me amplíe las aceras, ni que se ocupe de la higiene urbana o de la contaminación ambiental o acústica en mi vecindario, entre un sin fin de temas que constituyen el día a día de un habitante de cualquier población de España. Eso lo espero del concejal de mi distrito, que tiene con el gobierno de Madrid la misma relación que pueda tener yo con el Dalai Lama, por un decir. La política municipal se resuelve en los consistorios, que por cierto, tienen un grado de autonomía tan superlativo que hasta un gobierno neoliberal hasta las cachas como el del PP ha tenido que poner coto a tanta independencia para evitar males mayores.  Y es que, en efecto, si dejamos de lado cuestiones puramente financieras, la política local es un ámbito tan específico que debido a ello brotan por toda España formaciones alejadas de los grandes partidos, para dar cabida a las aspiraciones populares en localidades de tamaño pequeño, donde todos se conocen y saben que las grandes siglas del aparato político general no sirven de nada a la hora de resolver sus problemas diarios. Por eso se unen en agrupaciones de electores a veces de pintorescos nombres, para manifestar claramente sus diferencias respecto a los partidos nacionales que sólo sirven ciegamente a una divinidad, que radica en Madrid.
 Los ciudadanos, en la medida en que hubieran de merecer tal título, deberían tener el deber de aislarse de tanto discurso estatalista en los mítines municipales y en la publicidad electoral. Y ya puestos, la Junta Electoral, que tanto celo pone en medir nimiedades, habría de prohibir cualquier propaganda electoral, discurso o mitín en el que no se trataran temas estrictamente municipales. Cada candidato a alcalde habría de centrarse exclusivamente en lo que puede hacer por su ciudad, en vez de ir de la manita del jerifalte de turno que explique a los acólitos enfebrecidos lo bien que lo hacen en Madrid, como si eso arreglara el caos de tráfico en la calle Mayor , o como si en Cataluña votar nacionalista significara una inmediata mejora del alcantarillado. Y ya puestos, no estaría de más recordar que la mayor transformación de mi ciudad, Barcelona, tuvo lugar como consecuencia de los Juegos Olímpicos, una iniciativa exclusivamente municipal, a la que se sumaron remolonamente y forzados por las circunstancias los gobiernos de la Generalitat y central, y que se gestionó totalmente desde  un comité organizador cuyas señas eran netamente municipales.
 Tal vez hay que recordar al personal que las competencias municipales son muchas y muy variadas, y que no dependen en absoluto de si en Madrid (o en Barcelona) gobierna el PP, el PSOE o  cualquier otra formación con aspiraciones de poder central. También conviene recordar, y esto es de una centralidad democrática fundamental, que el ámbito municipal es actualmente el único en el que todavía se puede hacer política de verdad, no condicionada (al menos no excesivamente) por factores externos ajenos incluso a la soberanía nacional. Una soberanía cada vez más recortada desde las instituciones europeas y supraeuropeas y por el poder fáctico de los mercados financieros y  la globalización económica mundial.  De hecho, y a la vista está pese a los bienintencionados esfuerzos del ministro de Guindos por urdir una leyenda sobre la recuperación económica española, el gobierno español (y con él todos los demás  de la UE) no tiene prácticamente ninguna capacidad de decisión económica capital, y se limita a gestionar aplicadamente  las directrices que emanan de la troika, y a intentar satisfacer a los voraces mercados internacionales a fin de que no se disparen los tipos de interés de la deuda pública.
 Hoy en día, como señalan muchos economistas, los gobiernos son rehenes de decisiones que se toman muy lejos de las respectivas capitales, y eso les limita a un poder muy relativo y casi limitado a cuestiones de orden social. En cambio, en el ámbito municipal la capacidad de gestionar es mucho más alta todavía, porque se tratan temas mucho más cercanos al vecino. Y porque son temas en los que caben muchos enfoques diferentes y se prestan a arduos debates (aunque en muchas ocasiones, y siguiendo con el símil de las comunidades de propietarios, sean de lo más estéril). En resumen, el ámbito municipal todavía permite hacer política de verdad, de corto alcance si se quiere, pero con mucha libertad de gestión. En ese sentido, me atrevería a decir que afectan más a nuestra vida diaria las decisiones que se toman en nuestra casa consistorial que las que se toman en el Congreso de los Diputados. Decisiones de menor impacto, pero mucho más numerosas. Los cañonazos de Madrid se disparan desde Bruselas y pueden alcanzarnos o no, pero en todo caso son contados e infrecuentes; las perdigonadas de nuestro ayuntamiento se disparan a bocajarro y casi seguro que algún perdigón nos da, simplemente por estar ahí cerca.
 En ese sentido tiene mucha más utilidad e importancia nuestro voto en las elecciones municipales que en las generales. Y desde luego, nuestro voto no debe ser de fidelidad a unas siglas porque sí, sino un voto exigente y acorde con nuestras necesidades como vecinos más que como ciudadanos. Un voto no ideológico, o al menos no totalmente ideologizado. El verdadero voto útil, el de las próximas elecciones del 24 de mayo.

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