lunes, 27 de abril de 2015

Los secretos de De la Rosa

Sorprendente pacto de silencio el que toda la clase política española mantiene sobre la grabación  de la iconoclástica conversación entre Javier de la Rosa y  Nicolás Gómez. Y resulta especialmente sorprendente no tanto por su contenido –que de todos modos resulta un  bombazo- sino por la actitud de ninguneo y menosprecio  que todo el espectro político ha coincidido  en otorgar a tales revelaciones,lo cual resulta muy significativo. Y sospechoso,  porque la clase política no se pone de acuerdo nunca, y cuando lo hace es para echarse a temblar, pues probablemente sea para encubrir uno de esos pactos de estado en las tinieblas con la que se la suelen meter doblada al personal.
 De cualquier modo, la cuestión es que se ha relegado la conversación entre Nicolás Gómez y Javier de la Rosa a un ámbito más propio de las revistas del corazón que de los editoriales de la prensa seria, si es que semejante cosa todavía existe. Y resulta también muy sospechoso que no hayan movido pieza ni la famosísima UDEF, ni la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil, ni los jueces estrella de la Audiencia Nacional, ni el Fiscal General del Estado ni el Fiscal Anticorrupción ni ninguno de eso siniestros personajes que pululan a diario por los medios de comunicación, y que siempre aparecen prestos a liar algún fenomenal jaleo a cuentas de cualquier rumor infinitamente menos confirmado que las tajantes aseveraciones de De la Rosa en la grabación de marras, y que en cualquier país serio –éste definitivamente no lo es- pondrían patas arriba el sistema político, tal como le ocurrió a Nixon con el Watergate en su momento.
 Así que tenemos un pacto de silencio y de  descalificación implícita, como si las afirmaciones de De la Rosa fueran ciencia ficción o la retorcida vuelta de tuerca de la mente de un conspirador paranoico pero carente de toda credibilidad. Sin embargo, una atenta escucha de la grabación demuestra a los ojos de cualquier lego en la materia (pero también a diversos expertos en  expresión verbal) que  el tono de De la Rosa en la grabación es completamente informal y espontáneo, que se va por las ramas de un tema a otro de un modo que ni siquiera el glorioso Lawrence Olivier habría conseguido fingir en su época de mejor esplendor, y que, en suma, es virtualmente imposible que la media hora de conversación sea un montaje, una puesta en escena de un fabuloso actor al servicio de alguna oscura revancha. Por mucho que toda la canallesca (esta vez sí) se haya puesto al unísono a desacreditar a De la Rosa de una forma que resulta francamente sospechosa. Y es que el dinero consagra a extraños compañeros de viaje y tontos útiles, que decía aquél.
 Revancha que nadie duda que algún día llegará porque De la Rosa es un tipo con muchísima información, pero como buen financiero, no precisamente presto a facilitarla gratuitamente. Al contrario, se la cobrará de un modo u otro, y justo cuando él considere oportuno. Seguramente tiene nombres, tiene cifras, tiene datos y los tiene a buen recaudo. También se puede certificar que  en alguna ocasión se ha ofrecido a facilitar algún dosier clave a un conocido empresario catalán con muchas cuitas judiciales a cambio de una retribución justa, oferta que no llegó a  fraguar porque el empresario encausado no quiso entrar en esa vereda por motivos que desconozco. Pero que la oferta existió, y que incluso hubo una entrevista, es más que sabido. Y todo eso cuadra con la oferta que De la Rosa hace al CNI –a través de Nicolás Gómez- a cambio de una cantidad sustancial para darles información con la que apretar los tornillos a diversos personajes clave en la corrupción política de la transición.
 Pero es que, en definitiva, lo que hace De la Rosa es poner sobre el tapete los nombres y apellidos que fomentan la sospecha que se viene gestando en gran parte de la ciudadanía desde hace tiempo. Y es que la corrupción política de la transición española es un gran círculo cerrado con muy pocos elementos claves que canalizaban la desviación de los fondos y su salida de España. Dicho de otro modo: casi todo el espectro político ha estado implicado, pero a través  de unos –muy pocos- abogados y financieros que eran quienes manejaban el cotarro  -o sea el dinero-desde el rey hasta Pujol, pasando por la cúpula del PP y del PSOE. Lo de menos son los nombres, sino el calado de toda esta trama, compuesta de personajes oficialmente  contrincantes en el estrado del Congreso, pero hermanados por un interés común y muy específico de carácter marcadamente económico. Unos hermanos de sangre financiera que no iban a dudar ni un momento en hacer lo que fuere para preservar oculta su historia, al estilo de las infamias del malvado Francis Underwood en la genial serie House of Cards (una demostración más de que la realidad suele superar de largo a la ficción). Y así fue como, al parecer, tuvieron que cargarse al juez Garzón, que había llegado demasiado lejos gracias a sus escuchas de los abogados de los detenidos por la trama de corrupción Gürtel.
 Al final, lo que queda claro es que la trama de desvío de dinero para intereses particulares afectaba a todos los partidos políticos relevantes de este país, y que gran parte de la élite política de la transición usaba los mismos mecanismos para la financiación irregular de los partidos y para el cobro de abultadas  comisiones de carácter personal, que luego eran convenientemente derivadas al extranjero a través de operaciones llevadas a cabo por financieros y bufetes de abogados de presunta confianza. Pero lo que queda en el aire después de tanta porquería aireándose es el porqué de todo este asunto. Qué es lo que hizo que políticos que habían llevado a cabo la “ejemplar” transición española se dejaran llevar por la codicia de un modo tan infame y que, además, se encubrieran unos a otros, como se está demostrando hoy en día, hasta que una guerra que muchos entienden desatada por la “traición” de CiU al pasarse a las líneas independentistas -cuando durante mucho tiempo fue esa formación el aval de la tranquilidad española de que el catalanismo político estaba controlado y no se saldría de cauce- y que ha acabado en un pim pam pum en el que todos disparan contra todos porque han perdido el control de sus huestes. Como en un tiroteo de saloon del  Oeste americano en el que al final sólo queda uno en pie. Y no es necesariamente el bueno.
 Y al fin, la convicción personal de que una mancha de corrupción tan extendida y desde tanto tiempo atrás, sólo puede tener una explicación lógica. Y es que todos esos próceres de la transición, y quienes estaban con ellos de forma directa o a título de herederos, siempre han considerado su trabajo como algo excelso, sin parangón en la historia de España, y que de ningún modo había sido bien pagado y reconocido. Ni las pensiones vitalicias, ni los sillones en altas instituciones y empresas, ni siquiera los múltiples reconocimientos honoríficos fueron suficientes para calmar el ansia de recompensas de quienes forjaron la transición  española.  Como si ellos hubieran sido imprescindibles –que no era el caso porque la democracia hubiera llegado con o sin ellos, y por imperativos externos que ya han sido harto mencionados en otras ocasiones- y el país entero estuviera en deuda por sus “impagables” servicios.
 Y así tejieron una confusa ideación mental por la cual la historia les absolvía de todo pecado si  de algún modo poco ortodoxo ellos mismos se cobraban la deuda histórica que el pueblo español tenía contraída con la clase política de la transición en la forma bastante prosaica de turbios negocios tejidos en el tráfico de influencias.  Se convencieron de que tenían derecho a  ello, y se autoorganizaron en un sistema paralelo, casi simbiótico, de desviación de fondos del estado para intereses particulares. Un sistema que de simbiótico pasó en pocos años a decididamente parasitario, pero que continuó sin problema alguno funcionado a toda máquina hasta que alguien rompió las reglas del juego, y puso en marcha el ventilador en la letrina por algún turbio interés que nada tiene que ver con la verdad y la decencia, sino con el uso del dosier emponzoñado como arma política para defenestrar a un contrario que está igualmente armado.
 Como hace muchos años expusiera la doctrina militar de la guerra fría, la escalada de armamento nuclear entre las superpotencias, que se sustentaba en la política de “destrucción mutua asegurada”, sólo tenía sentido mientras que ninguno de los contendientes utilizara ni uno sólo de los miles de cabezas nucleares de su arsenal. El equilibrio de poder se sustentaba más sobre el miedo a la represalia masiva que sobre la propia capacidad ofensiva. En España no ha sido así, y se han enzarzado en una guerra que, evidentemente, tiene un desenlace similar al de un apocalipsis nuclear, pero en versión política, donde los únicos beneficiarios serán los “mutantes” de Podemos y Ciudadanos, gestados al amparo de los residuos extremadamente radiactivos de la implosión de la clase política de la transición.
 Queda en el aire la terrorífica cuestión de qué hubiera sucedido si alguien no  hubiera abierto la caja de Pandora sin pensar demasiado en las consecuencias de tan temeraria acción. Como bien expusieron los analistas de la guerra nuclear, la destrucción mutua asegurada sólo se sostenía bajo el principio de la disuasión, ya que el argumento fundamental sobre la que se basa es que empezar la guerra consiste en un juego absurdo en el que sólo puede haber perdedores, pues no hay ningún posible vencedor. Y efectivamente, eso parece que va a ocurrir en la política española. Sin embargo, queda una sombra en este campo de juego arrasado: si no se hubieran iniciado las hostilidades entre los diversos actores de este juego brutal, lo más seguro es que España seguiría  siendo expoliada como retribución a unos servicios prestados cuya factura, a la postre, está resultando astronómica, tanto en términos puramente monetarios como en los de credibilidad del sistema político  democrático.

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