miércoles, 1 de octubre de 2014

De la vida, la decadencia y la muerte

Despido el verano una noche en la playa, en un chiringuito delicioso del Maresme mediterráneo, con buena música de fondo y mejor compañía. Mar plana, cielo estrellado y viento en calma que invitan a esas reflexiones en las que a veces nos ahondamos los humanos cuando el entorno nos causa esa placidez de la mente que abre canales de comunicación y ansias de explorar los misterios de la vida. Y también de la muerte.

Y en esas estaba con una de esas buenas y muy viejas amigas cuya amistad perdura años y años aunque sólo nos encontramos ocasionalmente (y quizá precisamente por eso), que me comentaba lo dura que es la experiencia de tener a un familiar directo ingresado en una residencia asistida para ancianos. Tanto por lo que significa como experiencia personal, traumática en cuanto al hecho de convertirse en  espectador de un ser querido que se va desvaneciendo lentamente ante tu mirada impotente, como por el espectáculo aterrador de todos quienes le rodean a  uno en esos lugares a donde vamos a parar cuando ya no podemos valernos por nosotros mismos.

Y me explicaba asombrada como casi todos se aferran desesperadamente a la vida, aunque no les queda otra esperanza que la de aguardar la llegada de una muerte que, finalmente, se revelará como piadosa.  Bajo ese cielo estrellado que nos hacía sentir aún más si cabe nuestra insignificancia y cuestionarnos el sentido de nuestra propia existencia, nos preguntábamos el porqué de ese afán por seguir viviendo así, cuando es más que evidente que nuestras vidas ya carecen, no sólo de utilidad propia o ajena, sino de cualquier posibilidad de aportar nada a nuestra contabilidad vital.

Hay una respuesta que parece evidente: la vida lucha siempre por seguir adelante, por continuar a cualquier precio. Pero una reflexión profunda – ésa que tanto favorecen las últimas noches de verano, lánguidas y cálidas todavía- nos hizo descartar esa opción. Tanto por motivos biológicos como espirituales, ese afán de perdurar tan arraigado en el mundo occidental  tendría que estar absolutamente descalificado. Y sin embargo ahí estamos, en una sociedad con cada vez más viejos y cada vez en peor estado. Más dependientes, física y mentalmente. Y más desesperados por no morir, todavía.

Me decía Tonya – así se llama mi vieja amiga, en una amistad que se fraguó cuando ella era casi  una niña y yo un joven todavía muy verde- que no tiene ningún sentido esa especie de afán por aferrarse a una existencia que ya carece de todo sentido, incluso en el plano espiritual. Y que incluso es muy decepcionante ver como esas personas, que objetivamente viven porque les ayudamos a mantenerse con vida, harían lo que fuera por seguir viviendo así, en un estado que a todas luces resulta penoso en muchos casos. Y también resulta muy difícil valorar una cualidad subjetiva a ese asirse desesperadamente a la vida, máxime cuando tenemos en cuenta que la gran mayoría se declaran creyentes en alguna de las grandes  religiones monoteístas.

Está claro que si la vida deseara perpetuarse incluso en la ancianidad, tendría algún sentido objetivo. La naturaleza no dota a los seres vivos de mecanismos superfluos, porque tienen un coste que no aporta nada en términos evolutivos y de supervivencia de la especie a partir de un umbral de vejez determinado. En principio, el propósito de la vida es perpetuarse a sí misma a través de los genes, y cuando un organismo es incapaz de reproducirse o de ayudar a otros a alcanzar la madurez necesaria para seguir trayendo generación tras generación al mundo, la naturaleza prescinde de él. El mecanismo es claro: los animales viven mientras su vida tiene un sentido reproductivo, entendido en un sentido amplio. Determinadas especies muy longevas, como los elefantes, lo son porque las tías y abuelas de la manada son las encargadas de educar y de transmitir información muy valiosa y necesaria para la subsistencia de los más jóvenes. Es decir, que la vida tiene sentido mientras una generación todavía es capaz de aportar información valiosa (genética o de otro tipo) a la generación siguiente, pero acabada esa tarea, se extingue y deja paso al siguiente escalón. Desde el punto de vista biológico, el mecanismo es intachable, y por eso son muchos los animales viejos que se dejan morir, literalmente, o que concluyen su existencia en un acto supremo de reproducción que los deja exhaustos y moribundos, como los salmones.

Descartado el mecanismo biológico como explicación del afán de supervivencia de los más ancianos, nos queda como única explicación un indeseable efecto secundario de la inteligencia humana, matizado por factores de índole cultural y religiosa. Parece como si, al dotarnos de inteligencia, nuestra aspiración a codearnos con la divinidad se centrara en un deseo irreprimible y contradictorio de perdurar en la vida terrenal. Llegar a la vida eterna pero sobre la faz de la tierra. Sin embargo, hay muchas otras culturas que aceptan el valor simbólico de la muerte como una regeneración y un paso necesario para el mantenimiento de la vida. Aceptar la muerte no sólo con resignación, sino como algo que se busca y se espera al final de la vida es bastante común en muchas culturas orientales. Y no está de más recordar, como hizo mi amiga, que en la India son multitud quienes van a Varanasi al final de sus vidas a dejarse morir una vez concluido su ciclo vital. Tal vez es por la fe en el karma y  en futuras reencarnaciones, cada vez superiores. O sea, por la firme creencia en una ley que retribuye los actos de cada vida en una reencarnación posterior.

A la luz de este fenómeno, que es tanto religioso como cultural y que permite a la gran mayoría de los miembros de culturas orientales (incluida la musulmana) aceptar la muerte como algo mucho menos aterrador que la visión que tenemos en occidente, parece inevitable llegar a la conclusión de que el drama de la ancianidad occidental tiene mucho que ver con un erróneo enfoque cultural  cuyas raíces ahondan mucho más profundamente en algún fallo garrafal de la religión mayoritaria cristiana.

Pese a las promesas a los fieles de la existencia de una vida ulterior tras la muerte, de un paraíso al que van eternamente las almas buenas, lo que se vislumbra al levantar el velo de la doctrina oficial de las iglesias cristianas es algo muy semejante a la desconfianza más absoluta. Una especie de fe obligada por el dogma pero cuyos cimientos son totalmente vulnerables. Los creyentes occidentales lo son de palabra pero no de corazón. Parece como si temieran, literalmente, que ese cielo paradisíaco al que oficialmente aspiran sea, en realidad, una invención doctrinaria.

Así se explicaría, por ejemplo, que los musulmanes yihadistas actúen con una convicción que les lleva a la inmolación personal, frente a la tradicional pusilanimidad europea, en la que el mero  hecho de morir por una causa religiosa (y aquí está de menos la bondad o perversión de la causa, ya que no se cuestiona eso sino lo inconmovible de la fe personal) se considera como mínimo una excentricidad, o bien directamente un signo de locura fanática.

Los que somos ateos siempre hemos manifestado que nuestra carencia de fe requiere de mucha valentía, porque lo único que nos ofrece una visión estrictamente naturalista de la vida es que tras nuestra muerte no queda nada de nosotros, salvo los genes que hayamos transmitido a generaciones posteriores y  el legado espiritual e intelectual que hayamos dejado a quienes nos han rodeado en vida. En ese sentido es mucho más fácil ser creyente, porque tras la muerte parece que a los cristianos les aguarda el equivalente a un premio gordo infinito y eterno. Y sin embargo, se resisten a irse, rotos por el alzheimer, corroídos por enfermedades degenerativas, impedidos en sillas de ruedas, dependientes de otras manos que los alimenten. ¿Qué sentido tiene eso?

Muy pocas opciones para una respuesta a esa incógnita. Una de las posibles es que la fe cristiana está mal asentada sobre unas premisas totalmente incorrectas. Tal vez – y ahí es donde mi amiga Tonya iluminó parte de ese oscuro embrollo- se debe a que en la cultura occidental, la muerte se ve como lo opuesto a la vida, su antítesis, mientras que en otras culturas y religiones más enraizadas con la naturaleza y con el universo, la muerte se percibe como opuesta al nacimiento, pero nunca a la vida. La muerte se integra en la vida como un paso más en una serie de trayectos cuyas respectivas fronteras son nacimientos y muertes, pero en los que la vida es un continuo que no se extingue con la desaparición del cuerpo físico.

Tal vez sea esa una de las posibles respuestas. Tal vez no, pero lo cierto es que nuestros ancianos criados en la fe cristiana suelen contemplar la muerte con poca serenidad y mucha desesperación, y eso les lleva a agarrarse al clavo ardiendo de una existencia horrible en muchas ocasiones. Una existencia llevada al límite por los avances de la tecnología médica, pero que no ofrece nada productivo ni a ellos ni a la sociedad que les acoge.

Y eso nos lleva a otra reflexión sobre la religión cristiana en general, y la católica en particular. Una doctrina tan insistente en la vida terrenal como algo pasajero y de poca trascendencia, y en el más allá como una puerta a la unión con la divinidad tras la muerte, pero con tan poco éxito real, tal vez debería replantearse si su marketing milenario está absolutamente mal orientado. Es como si la Coca Cola tuviera millones de seguidores que a la hora de la verdad se rindieran ante la Pepsi. O como ser de izquierdas pero votar a la derecha en cada decisión trascendental. Es una total incongruencia espiritual, filosófica y moral. Nuestros cristianos parecen los creyentes del “por si acaso”, es decir, creyentes desconfiados. Como en la célebre apuesta de Pascal, son creyentes porque si no existe Dios, no pierden nada, pero si existe, la ganancia es máxima.

La religión cristiana hace tiempo que abandonó la senda espiritual y se acomodó a un mundo centrado en el materialismo, en lo físico y tangible. Y un occidente materialista, pese a tener incrustada la religión desde el inicio de los tiempos, ha fracasado a la hora de integrar la trascendencia de la vida en un mundo regido por las posesiones terrenales y la riqueza. La cristiana se ha transformado en una religión formalista en la que en el momento supremo –el que se supone que da sentido trascendental a nuestra vidas- se da un paso atrás. La muerte no se contempla como una puerta misteriosa, sino como un precipicio sin fondo. Falla el encaje entre vida y muerte, lo que demuestra la escasa convicción en la vida eterna que tenemos en occidente pese a que el lema de la mayor superpotencia de todos los tiempos sea, irónicamente, “In God we trust”.

“En Dios confiamos”, pero por lo visto no tanto como para encomendarnos serenamente a él al final de nuestras vidas.

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