Despido el verano una noche en la playa,
en un chiringuito delicioso del Maresme mediterráneo, con buena música de fondo
y mejor compañía. Mar plana, cielo estrellado y viento en calma que invitan a
esas reflexiones en las que a veces nos ahondamos los humanos cuando el entorno
nos causa esa placidez de la mente que abre canales de comunicación y ansias de
explorar los misterios de la vida. Y también de la muerte.
Y en esas estaba con una de esas buenas y
muy viejas amigas cuya amistad perdura años y años aunque sólo nos encontramos
ocasionalmente (y quizá precisamente por eso), que me comentaba lo dura que es
la experiencia de tener a un familiar directo ingresado en una residencia
asistida para ancianos. Tanto por lo que significa como experiencia personal,
traumática en cuanto al hecho de convertirse en
espectador de un ser querido que se va desvaneciendo lentamente ante tu
mirada impotente, como por el espectáculo aterrador de todos quienes le rodean a
uno en esos lugares a donde vamos a
parar cuando ya no podemos valernos por nosotros mismos.
Y me explicaba asombrada como casi todos se
aferran desesperadamente a la vida, aunque no les queda otra esperanza que la
de aguardar la llegada de una muerte que, finalmente, se revelará como
piadosa. Bajo ese cielo estrellado que
nos hacía sentir aún más si cabe nuestra insignificancia y cuestionarnos el
sentido de nuestra propia existencia, nos preguntábamos el porqué de ese afán
por seguir viviendo así, cuando es más que evidente que nuestras vidas ya
carecen, no sólo de utilidad propia o ajena, sino de cualquier posibilidad de
aportar nada a nuestra contabilidad vital.
Hay una respuesta que parece evidente: la
vida lucha siempre por seguir adelante, por continuar a cualquier precio. Pero
una reflexión profunda – ésa que tanto favorecen las últimas noches de verano,
lánguidas y cálidas todavía- nos hizo descartar esa opción. Tanto por motivos
biológicos como espirituales, ese afán de perdurar tan arraigado en el mundo
occidental tendría que estar
absolutamente descalificado. Y sin embargo ahí estamos, en una sociedad con
cada vez más viejos y cada vez en peor estado. Más dependientes, física y
mentalmente. Y más desesperados por no morir, todavía.
Me decía Tonya – así se llama mi vieja
amiga, en una amistad que se fraguó cuando ella era casi una niña y yo un joven todavía muy verde- que
no tiene ningún sentido esa especie de afán por aferrarse a una existencia que
ya carece de todo sentido, incluso en el plano espiritual. Y que incluso es muy
decepcionante ver como esas personas, que objetivamente viven porque les
ayudamos a mantenerse con vida, harían lo que fuera por seguir viviendo así, en
un estado que a todas luces resulta penoso en muchos casos. Y también resulta
muy difícil valorar una cualidad subjetiva a ese asirse desesperadamente a la
vida, máxime cuando tenemos en cuenta que la gran mayoría se declaran creyentes
en alguna de las grandes religiones
monoteístas.
Está claro que si la vida deseara
perpetuarse incluso en la ancianidad, tendría algún sentido objetivo. La
naturaleza no dota a los seres vivos de mecanismos superfluos, porque tienen un
coste que no aporta nada en términos evolutivos y de supervivencia de la
especie a partir de un umbral de vejez determinado. En principio, el propósito
de la vida es perpetuarse a sí misma a través de los genes, y cuando un
organismo es incapaz de reproducirse o de ayudar a otros a alcanzar la madurez
necesaria para seguir trayendo generación tras generación al mundo, la naturaleza prescinde
de él. El mecanismo es claro: los animales viven mientras su vida tiene un
sentido reproductivo, entendido en un sentido amplio. Determinadas especies muy
longevas, como los elefantes, lo son porque las tías y abuelas de la manada son
las encargadas de educar y de transmitir información muy valiosa y necesaria
para la subsistencia de los más jóvenes. Es decir, que la vida tiene sentido
mientras una generación todavía es capaz de aportar información valiosa
(genética o de otro tipo) a la generación siguiente, pero acabada esa tarea, se
extingue y deja paso al siguiente escalón. Desde el punto de vista biológico,
el mecanismo es intachable, y por eso son muchos los animales viejos que se
dejan morir, literalmente, o que concluyen su existencia en un acto supremo de
reproducción que los deja exhaustos y moribundos, como los salmones.
Descartado el mecanismo biológico como
explicación del afán de supervivencia de los más ancianos, nos queda como única
explicación un indeseable efecto secundario de la inteligencia humana, matizado
por factores de índole cultural y religiosa. Parece como si, al dotarnos de
inteligencia, nuestra aspiración a codearnos con la divinidad se centrara en un
deseo irreprimible y contradictorio de perdurar en la vida terrenal. Llegar a
la vida eterna pero sobre la faz de la tierra. Sin embargo, hay muchas otras culturas
que aceptan el valor simbólico de la muerte como una regeneración y un paso
necesario para el mantenimiento de la vida. Aceptar la muerte no sólo con
resignación, sino como algo que se busca y se espera al final de la vida es
bastante común en muchas culturas orientales. Y no está de más recordar, como
hizo mi amiga, que en la India son multitud quienes van a Varanasi al final de
sus vidas a dejarse morir una vez concluido su ciclo vital. Tal vez es por la
fe en el karma y en futuras
reencarnaciones, cada vez superiores. O sea, por la firme creencia en una ley
que retribuye los actos de cada vida en una reencarnación posterior.
A la luz de este fenómeno, que es tanto
religioso como cultural y que permite a la gran mayoría de los miembros de
culturas orientales (incluida la musulmana) aceptar la muerte como algo mucho
menos aterrador que la visión que tenemos en occidente, parece inevitable
llegar a la conclusión de que el drama de la ancianidad occidental tiene mucho que
ver con un erróneo enfoque cultural cuyas raíces ahondan mucho más
profundamente en algún fallo garrafal de la religión mayoritaria cristiana.
Pese a las promesas a los fieles de la
existencia de una vida ulterior tras la muerte, de un paraíso al que van
eternamente las almas buenas, lo que se vislumbra al levantar el velo de la
doctrina oficial de las iglesias cristianas es algo muy semejante a la
desconfianza más absoluta. Una especie de fe obligada por el dogma pero cuyos
cimientos son totalmente vulnerables. Los creyentes occidentales lo son de
palabra pero no de corazón. Parece como si temieran, literalmente, que ese
cielo paradisíaco al que oficialmente aspiran sea, en realidad, una invención doctrinaria.
Así se explicaría, por ejemplo, que los
musulmanes yihadistas actúen con una convicción que les lleva a la inmolación
personal, frente a la tradicional pusilanimidad europea, en la que el mero hecho de morir por una causa religiosa (y
aquí está de menos la bondad o perversión de la causa, ya que no se cuestiona
eso sino lo inconmovible de la fe personal) se considera como mínimo una excentricidad,
o bien directamente un signo de locura fanática.
Los que somos ateos siempre hemos
manifestado que nuestra carencia de fe requiere de mucha valentía, porque lo
único que nos ofrece una visión estrictamente naturalista de la vida es que
tras nuestra muerte no queda nada de nosotros, salvo los genes que hayamos transmitido a generaciones posteriores y el
legado espiritual e intelectual que hayamos dejado a quienes nos han rodeado en
vida. En ese sentido es mucho más fácil ser creyente, porque tras la muerte parece
que a los cristianos les aguarda el equivalente a un premio gordo infinito y
eterno. Y sin embargo, se resisten a irse, rotos por el alzheimer, corroídos
por enfermedades degenerativas, impedidos en sillas de ruedas, dependientes de
otras manos que los alimenten. ¿Qué sentido tiene eso?
Muy pocas opciones para una respuesta a
esa incógnita. Una de las posibles es que la fe cristiana está mal asentada
sobre unas premisas totalmente incorrectas. Tal vez – y ahí es donde mi amiga
Tonya iluminó parte de ese oscuro embrollo- se debe a que en la cultura
occidental, la muerte se ve como lo opuesto a la vida, su antítesis, mientras
que en otras culturas y religiones más enraizadas con la naturaleza y con el universo,
la muerte se percibe como opuesta al nacimiento, pero nunca a la vida. La
muerte se integra en la vida como un paso más en una serie de trayectos cuyas
respectivas fronteras son nacimientos y muertes, pero en los que la vida es un
continuo que no se extingue con la desaparición del cuerpo físico.
Tal vez sea esa una de las posibles
respuestas. Tal vez no, pero lo cierto es que nuestros ancianos criados en la
fe cristiana suelen contemplar la muerte con poca serenidad y mucha
desesperación, y eso les lleva a agarrarse al clavo ardiendo de una existencia
horrible en muchas ocasiones. Una existencia llevada al límite por los avances
de la tecnología médica, pero que no ofrece nada productivo ni a ellos ni a la
sociedad que les acoge.
Y eso nos lleva a otra reflexión
sobre la religión cristiana en general, y la católica en particular. Una
doctrina tan insistente en la vida terrenal como algo pasajero y de poca
trascendencia, y en el más allá como una puerta a la unión con la divinidad
tras la muerte, pero con tan poco éxito real, tal vez debería replantearse si
su marketing milenario está absolutamente mal orientado. Es como si la Coca
Cola tuviera millones de seguidores que a la hora de la verdad se rindieran
ante la Pepsi. O como ser de izquierdas pero votar a la derecha en cada
decisión trascendental. Es una total incongruencia espiritual, filosófica y
moral. Nuestros cristianos parecen los creyentes del “por si acaso”, es decir,
creyentes desconfiados. Como en la célebre apuesta de Pascal, son creyentes
porque si no existe Dios, no pierden nada, pero si existe, la ganancia es
máxima.
La religión cristiana hace tiempo que
abandonó la senda espiritual y se acomodó a un mundo centrado en el
materialismo, en lo físico y tangible. Y un occidente materialista, pese a
tener incrustada la religión desde el inicio de los tiempos, ha fracasado a la
hora de integrar la trascendencia de la vida en un mundo regido por las
posesiones terrenales y la riqueza. La cristiana se ha transformado en una
religión formalista en la que en el momento supremo –el que se supone que da
sentido trascendental a nuestra vidas- se da un paso atrás. La muerte no se
contempla como una puerta misteriosa, sino como un precipicio sin fondo. Falla
el encaje entre vida y muerte, lo que demuestra la escasa convicción en la vida
eterna que tenemos en occidente pese a que el lema de la mayor superpotencia de
todos los tiempos sea, irónicamente, “In God we trust”.
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