miércoles, 24 de septiembre de 2014

Transversalidad

Me resulta difícil comprender cómo se las apañan reputadas figuras del mundillo intelectual español para traicionar los más elementales principios del rigor analítico, con tal de defender sus posturas que, por muy legítimas que sean, no deberían hacer abstracción de la realidad social en la que vivimos a fin de acomodarlas  a su particular lecho de Procusto. Quiero decir con ello que las opiniones no se pueden validar ajustando los hechos a la medida del observador, recortando por aquí y por allá, o añadiendo falsedades de cosecha propia para hacer más vibrante y creíble su discurso.

Valga esto para todos los SavateresEspañas, Azúas, Boadellas y (últimamente) Goytisolos, que desde el púlpito que les facilita El País, se inventan una realidad social de Cataluña totalmente distorsionada y falsa, en la que acomodan la talla de la sociedad catalana a la medida de su lecho mental. Igual que hacía Procusto, se dedican a amputar las piernas que les parecen demasiado largas y a estirar los miembros que se les antojan cortos para que quepan perfectamente en la cama en la que ellos han decidido acomodar su idea de Cataluña. O mejor dicho, de cómo debería ser Cataluña, muy a su pesar.

 Por eso dicen las barbaridades que dicen, y asocian conceptos puramente políticos a fenómenos totalmente sociales. Meten a todos en el mismo saco, les aplican el molde de sus convicciones personales y de ahí sale la figurita del catalán excluyente y segregador, de acuerdo a la conveniencia de las ideas centrales y centralistas que, esas sí, siempre han proliferado por la meseta, teñidas de un vacuo europeísmo que -por falaz e interesado- no engaña a nadie.

Cabe resaltar, de entrada, que la mayoría de los nacionalismos pequeños, como se ha señalado en mutitud de ocasiones, son reactivos -cuando no puramente defensivos-  frente a otro nacionalismo de corte más invasor y agresivo. En ese sentido, el nacionalismo no es siempre una opción enarbolada interesadamente por un partido político para ensanchar su base electoral o para conseguir beneficios de cualquier tipo, cosa que los citados intelectuales omiten sistemáticamente.Ciertamente, no se puede negar que en ocasiones, el nacionalismo es un herramienta exclusivamente política, dirigida desde la cúpula de determinadas formaciones hacia las bases sociopolíticas que forman su electorado. Pero en muchas ocasiones el nacionalismo no es una opción vertical dirigida de arriba a abajo, sino una actitud transversal que permea por ósmosis desde una amplia base hasta las cúpulas políticas.

Negar este hecho es una aberración interesada, y lo es por partida doble. Primero, porque la identificación que está haciendo determinada clase intelectual españoloide del independentismo catalán con la abyecta situación de CiU es una marranada, además de una mentira, sabedores como son de que CiU nunca ha sido una fuerza independentista, sino que se subió al carro obligada por el tirón social de un movimiento totalmente transversal como es la ANC. Y segundo, porque si pretendemos buscar relaciones causales, la causa primera fue un movimiento social como la ANC -que aglutina a gentes de muy diversas sensibilidades políticas- y el efecto fue que los partidos políticos, totalmente descolocados ante la innovación que representaba un movimiento de base sin filiación (ni disciplina) política, hubieron de adherirse o distanciarse de ella para salvaguardar a gran parte de su electorado, disconforme con la posición oficialista vigente hasta el momento.

Esto de la transversalidad es algo que nuestros intelectuales parecen desconocer, no se yo si interesadamente (pues nunca se atisba comentario suyo al respecto). En todo caso, es fundamental para comprender muchos nacionalismos que, como el catalán, ni son excluyentes ni segregadores. Y decir lo contrario es una estupidez de gran calibre, además desmentida por la cotidianidad en las calles de (casi) cualquier población catalana.

Lo de la división en dos Cataluñas puede ser cierto, pero no porque unos se llamen Pérez y otros Viladomiu. Somos muchos -y orgullosamente me encuentro entre ellos- los que somos independentistas sin tener un pedigrí de pureza étnica. Yo mismo tengo sangre germánica, judía, andalusí y aragonesa mezclada con la catalana en mis venas, y escribo este blog en castellano sin avergonzarme por ello. Y conozco a muchos independentistas que son inmigrantes o hijos de inmigrantes en Cataluña, a quienes nadie ha negado el pan y la sal por proceder de Ponferrada, Lepe o El Ferrol.

Del mismo modo que el origen no identifica al independentista (y quien así lo manifiesta públicamente es un bellaco que no sabe argumentar sus ideas limpiamente), tampoco la  afinidad política lo define. Esa interesadísima alineación (y alienación) que pergeñan los medios afines al centralismo jacobino entre un determinado partido político catalán (hoy en horas bajas) y el independentismo es una canallada vergonzante que sólo se sostiene por el presunto prestigio de los plumíferos que la sustentan sin más mérito que tener reservada una columna semanal en diarios españolistas de gran tirada. Lo que me parecería muy bien si expresaran sus opiniones como eso, meras opiniones a contrastar, no como dogmas de fe de los cuales el lector ha de beber como si fueran las fuentes mismas del conocimiento.

El concepto de transversalidad es fundamental a la hora de entender determinados nacionalismos, como el catalán, que agrupa a gentes de derecha e izquierda, urbanitas y rurales, universitarios y menestrales, jóvenes y ancianos. La transversalidad es opuesta a la verticalidad partidista, como bien habrán notado estos días los votantes del PP tras la dimisión del ministro Gallardón.

Gallardón ha dimitido porque Rajoy, que es un infame pero no un idiota, es consciente de que el tema del aborto es transversal. No polariza a la sociedad española  entre izquierda y derecha, sino que aglutina también a gentes del PP contra la cúpula de su partido, y eso es algo intolerable desde el punto de vista electoral. En ese sentido, la transversalidad es mucho más fuerte que cualquier ideología política que, por definición, tiende a la sectarización vertical. De ahí la obediencia ciega, la disciplina de voto, la asunción en bloque del programa político impulsado por las élites de los partidos políticos: verticalidad en su esencia más pura.

Guste o no, el independentismo catalán es transversal. Ello no quiere decir que el hogar común del independentismo sea un "melting pot" equidistante y proporcional entre las distintas sensibilidades. Por supuesto, que unas predominan más que otras, pero lo fundamental es reconocer que en la bandera estelada se reconocen personas de muchos orígenes, procedencias, ideologías y  hasta lenguas maternas diferentes. Y eso, ni Goytisolo lo puede enmendar, por mucho que mienta en su condición de invitado estrella de El País. El independentismo catalán puede ser criticado  en muchos aspectos (en todo caso, no menos que el rampante y disimulado nacionalismo español que se percibe cada vez que se rasca bajo ese pretendido europeísmo de salón y conveniencia), pero no por ser de iniciativa política, en el sentido de ser fomentado por algunos partidos. Al contrario, es de origen social, popular y callejero, y tras él arrastra a muchos partidos que se mostraban cuando menos indecisos (si no renuentes) hasta hace bien poco.

Y si algún malintencionado se pregunta de donde surgió la iniciativa, les recordaré con todo mi empeño que el infausto y deplorable recurso de inconstitucionalidad contra el Estatut de 2007, promovido por la derechona fáctica y mediática, fue la causa directa de que muchos ciudadanos catalanes se preguntaran si había algo más infamante que recurrir artículos del Estatut que otros estatutos de autonomía calcaban y que nunca fueron recurridos por ser promulgados en otras regiones más "españolas". Es decir, que el nacionalismo centralista español negaba a Cataluña lo que concedía a Andalucía, por poner un ejemplo.

Una cosa es casi segura (si es que se puede hablar en semejantes términos del devenir de una sociedad): si no hubiera sido por el recurso y el posterior varapalo del Tribunal Constitucional, las aguas no vendrían hoy tan turbulentas. O sea, que además de infames, los nacionalistas españoles son gilipollas (según diccionario de la RAE: tonto, lelo).

Y ya que hoy escribo sobre transversalidad, planteo otra cuestión. Hay bastantes pensadores que se plantean si la democracia es un epifenómeno; es decir, una cosa que parece tener una relación causal con otra pero que en realidad no es así. Destejiendo el misterio, hay quien se pregunta si la democracia formal es realmente una consecuencia lógica del afán de libertad humano (que es lo que nos han vendido) o bien responde a otras causas ocultas a simple vista pero de mucho mayor calado. Y como hoy hablamos de transversalidad, propongo una de las muchas posibles respuestas: la democracia  sería una forma de transversalizar el poder. En las formas tradicionales de gobierno, el poder se estructura de forma totalmente vertical (teocracias, dictaduras, imperios). La democracia formal consigue que el poder se abra a diversos sectores, y de hecho, se convierta en un fenómeno transversal y alternante. Pasa de una estructura vertical a una estructura horizontal, en la que cualquier formación puede subir o bajar en función del espectro político y de los vaivenes de la opinión pública.

Sin embargo, tal vez me quedo con una definición mucho más pesimista. Así como la verticalidad concentra la corrupción en unos pocos y siempre los mismos, la transversalidad democrática permite diversificar la corrupción entre un amplio abanico de reparto de favores y prebendas a lo largo de todo el espectro. Y eso es bueno para los políticos y sus intelectuales a sueldo (como bien conoce el eje PPSOE), pero acaso no tanto para la ciudadanía.


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