miércoles, 8 de octubre de 2014

Es lo que hay

Es muy posible que la entrada de hoy disguste a más de uno, pero -como afirma el saber popular-  “alguien lo tenía que decir”. Y hay que decirlo alto y claro: la democracia que tenemos es la mejor que podemos tener hoy y en el futuro, tal y como están diseñadas las cosas. Y esta afirmación vale no sólo para Cataluña y España en particular, sino también para Europa y el resto del mundo occidental.

Y viene esto a cuento de dos tendencias que me parecen claramente nefastas. La primera, muy extendida, que califica la democracia española como especialmente corrupta, lo que denota muy poco conocimiento del resto de las democracias occidentales contemporáneas. La corrupción está igualmente extendida en los Estados Unidos de América (donde algunos autores han propuesto soluciones ingeniosas, como la prohibición absoluta de que cualquier político pueda recibir una remuneración mayor que el más alto de los sueldos que se perciben en la administración pública al cesar en el cargo y pasar al sector privado, idea ésta que parte del principio de antifragilidad expuesto por Taleb y otros muchos). Ese sencillo mecanismo impediría el numeroso tráfico que existe a través del sistema actual de puertas giratorias, que no se inventó en España.

Podría citar muchos más ejemplos al respecto, pero la conclusión final sería la misma: éste es un país de ilusos utópicos, desengañados y frustrados. Y tal vez, aunque el desengaño y la frustración estén en cierto modo justificados, ya va siendo hora de despertar y acomodarnos de una vez a la realidad. Y sobre todo, de dejarnos de gimoteos ridículos. La democracia que tenemos es la que hay, y no vamos a mejorarla en el contexto del sistema capitalista liberal.

Bien están las utopías en la medida de que la consecución de algunos –pero no todos- de sus nobles objetivos pueda servir para mejorar cualquier aspecto político de las sociedades modernas. Pero no es de recibo la pretensión de configurar una utopía al completo a sabiendas de que no puede prosperar porque existen limitaciones de base que lo impiden. Del mismo modo que la utopía marxista se reveló incompatible con las sociedades contemporáneas, pues colisionaba con algunos elementos fundamentales de la propia naturaleza humana (como la imposibilidad de tener una sociedad totalmente planificada a nivel central); la democracia como nos la quieren promover resulta igualmente utópica, porque parte de un principio de que la bondad y la ética se pueden imponer en la vida pública sin costes añadidos. Lo cual es rotundamente falso.

Como se ha puesto de manifiesto infinidad de veces, lo que no forma parte del orden natural es muy difícil de mantener puro e inmaculado. En otros términos, lo que no forma parte de la naturaleza –ese prodigio evolutivo que encuentra continuamente el mejor camino adaptativo a lo largo del tiempo- se ha de mantener con un coste (digamos energético) muy alto.

La naturaleza no es democrática en absoluto. La naturaleza es cruelmente darwiniana y jerarquizante. Dentro de cualquier especie, predominan de forma absoluta los procesos verticales-jerárquicos sobre los horizontales-democráticos (si entendemos democracia como un proceso abierto y participativo por igual a todos los miembros de la especie). En ese sentido, las sociedades humanas, por razones puramente biológicas, responden (de forma natural) a ese mismo esquema. Tengo el absoluto convencimiento de que la mayoría de las sociedades humanas son jerárquicas, dominantes  y no democráticas. Y todo ello pese al ya desacreditado y anacrónico concepto que algunos sociólogos new age, muy empapados de filosofía barata pero con muy poco trabajo de campo, nos quisieron hacer creer durante decenios sobre la supuesta liberté,  igualité y fraternité de los pueblos primitivos. Y mucho menos sobre la interesada versión de que las sociedades llamadas primitivas eran de estructura democrática y cooperativa. Hoy en día sabemos que la inmensa mayoría de las sociedades humanas son de una rigidez jerárquica apabullante que se manifiesta en las notorias diferencias de poder real entre hombres y mujeres, ricos y pobres, jóvenes y ancianos. Y entre clanes y familias de una misma tribu. Y entre tribus de una misma etnia. Y así hasta el infinito y más allá.

Así pues, la sociedad democrática igualitaria resulta ser un invento muy reciente (el voto pleno para todos los mayores de edad sin distinción no prosperó hasta bien entrado el siglo XX) y que no responde al esquema natural de organizar a los individuos que se observa en la naturaleza, y por descontado, en nuestros parientes más próximos, los primates. Si alguien es tan iluso de creer que se pueden vencer eones de tiempo evolutivo con una estructura cerebral organizada hacia la jerarquía y la sumisión mediante unos pocos cientos de años de estructuras democráticas, hay que decirle bien claro que es un iluso, un indocumentado, o ambas cosas.

Por tanto, siendo tan reciente y antinatural la democracia, es normal que deba gastarse mucha energía en mantenerla, y que además, resulte muy imperfecta, pues no estamos preparados más que por la razón y el intelecto a asumir los costes de ser siempre limpiamente democráticos.  Lamentablemente, este razonamiento no está escrito en nuestros genes, y por tanto, resulta imposible de transmitir automáticamente a las generaciones posteriores, como el color del pelo o de los ojos.  La democracia se (re)construye en cada generación, y tenemos que hacerlo partiendo de la base de que es un mecanismo que intenta corregir nuestra naturaleza más intima, y que por ello, es dificilísimo hacerlo bien.

En una ocasión anterior, escribí en este mismo blog que la democracia es la transversalización del poder político, frente a una naturaleza humana que tiende a ejercer el poder de forma concentrada y vertical. También escribí que eso conlleva también una transversalización de la corrupción, que pasa de estar concentrada en unas pocas manos, a difundirse entre amplios estratos sociopolíticos. Y que eso no tiene remedio, porque la corrupción es innata y consustancial al ser humano. A fin de cuentas no hace más que reflejar un concepto universalmente aceptado en genética: el del egoísmo del individuo para perdurar y perpetuarse. A costa del bienestar o la vida de otros individuos, si ello es preciso. En todo caso, algunos filósofos escépticos del pasado ya habían comprendido muy bien la naturaleza básicamente corruptible del ser humano. Al respecto resulta muy recomendable leer a Séneca, por otra parte tan hispano(romano).

Así que la democracia formal permite transversalizar, ampliar y diluir el poder político y la corrupción inherente al mismo. Por eso parece haber más corrupción que en tiempos de la dictadura. En primer lugar porque una de las ventajas de la democracia es la menor opacidad respecto a otros regímenes políticos, pero sobre todo, porque la transversalidad hace que la corrupción sea una capa más delgada pero más extendida en el conjunto de la población, y por tano, más visible.  Es como el petróleo o el aceite: un par de bidones ocupan muy poco espacio y pasan inadvertidos, pero viértalos en una piscina y el desastre parecerá de proporciones épicas.

A este efecto de transversalización de la corrupción hay que añadir otro aún más poderoso que se cierne sobre las democracias formales, y que se concreta en el efecto contrario que se da a nivel económico y financiero. La  globalización económica de los últimos decenios no se ha traducido en una pareja transversalidad del poder financiero, sino en su opuesto: una intensísima concentración económica en grandes conglomerados transnacionales, y una equivalente concentración financiera con la desaparición de muchos bancos de tamaño pequeño y mediano, y la concienzuda destrucción del sistema de ahorro popular basado en las cajas de ahorros.

El resultado es monstruoso. Tenemos un poder financiero concentrado y transnacional y un poder político transversal y local, si se me permite la expresión. Tenemos una estructura económica vertical que domina el mundo como una espada de Damocles y unas estructuras políticas mucho más horizontales, débiles, y mucho más diluidas en el seno de la sociedad, por lo que resultan mucho más vulnerables y permeables a los designios del poder económico. Por tanto, son mucho más fácilmente corruptibles, en un sentido amplio del término, como podríamos referirnos al sistemático incumplimiento de los programas electorales debido a presiones del sector financiero y de las grandes empresas, como bien sabe el señor Obama, al que no deja de ser un sarcasmo denominar “el hombre más poderoso del  mundo”. Eso también es corrupción, sólo que más insidiosa y menos perceptible.

En definitiva, no podemos esperar de la democracia liberal formal, basada en la alternancia de partidos, una regeneración política trascendental ni en un futuro próximo ni en el lejano. Del mismo modo que las acusaciones contra la endeblez de la democracia liberal ya surgían de mentes preclaras hace más de cien años, ocurrirá exactamente lo mismo en el siglo que viene, porque el problema es estructural. La democracia hay cosas que no puede darnos por mucho que nos esforcemos. Es una lucha en vano, porque la cuota de corrupción y de sumisión al poder económico-financiero existirá siempre, más o menos velada.

Así que tal vez debamos centrarnos en lo que si nos ofrece la democracia: transparencia, libertad individual y colectiva, libertad de expresión y de asociación…. Libertad de pensamiento y de acción, esencialmente. Eso es mucho más de lo que podían soñar nuestros bisabuelos en toda Europa. El resto es lloriqueo sinsentido, discusión sobre el sexo de los ángeles, voces clamando en el desierto de la utopía.

Una inútil pérdida de tiempo frente a la voracidad humana por la riqueza y el poder.

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