miércoles, 30 de abril de 2014

Islam, la guerra perdida

Volvemos a Egipto, a una nueva condena a muerte masiva de militantes islamistas en un acto más de represión que de justicia. Una sentencia vengativa y vergonzosa que no aporta nada a la causa digámosle pro-occidental, sino que genera enemigos a millares y futuros soldados de Alá que seguirán segando vidas y predicando el fundamentalismo religioso como vía de purificación y regeneración social y nacional.

Y razón no les faltará. Porque está visto, desde hace demasiado tiempo, que las potencias occidentales no saben gestionar la complejidad de las sociedades musulmanas. No saben porque no comprenden, pese a la multitud de analistas que las agencias de seguridad dedican a la incierta misión de controlar la expansión del islamismo radical y beligerante. Y porque conocer es algo que es muy diferente a comprender las raíces profundas de un mal que sólo nosotros percibimos como tal, porque desde Kabul, Teherán o Bagdad las cosas se ven desde una óptica muy distinta.

Está harto demostrado que los países de raíz musulmana se han plegado a una cierta occidentalización sólo bajo el dominio de castas educadas en el gusto europeo y que han adoptado históricamente la forma de regímenes autoritarios (como el de Sha en Irán); o bien por la intervención de jóvenes oficiales del ejército con convicciones más nacionalistas que religiosas (como fue el caso de Nasser en Egipto) o políticos aupados al poder a la sombra del ejército que ejercen dictaduras seculares mediante un férreo control de los movimientos de raíz religiosa, como Sadam Husein en Irak o Al Assad en Siria.

Algo semejante ocurría en Egipto hasta hace bien poco. Mubarak era un miembro destacado más de la poderosa casta militar egipcia, que ha controlado de facto la vida política de aquel país durante decenios, del mismo modo que lo sigue haciendo la otra potencia no declaradamente antioccidental de la zona, Pakistán. Sin embargo el ansia democratizadora pero mal meditada y aún peor ejecutada propugnada por una élite intelectual local y fomentada por los países del bloque atlántico promovió la llamada “Primavera Árabe”, que no es más que una denominación eufemística para lo que no es otra cosa que la vieja acción de pegarse un tiro en el pie.

En dos pies, para ser exactos: el de las sociedades musulmanas que la han padecido y que han quedado convulsas, desorientadas y más inestables que nunca tras la euforia inicial; y el del hemisferio occidental, que ha visto como la democracia no puede imponerse sin más en países con una tradición tan específica como la derivada del Corán, y donde la teocracia sólo puede ser sustituida por regímenes laicos a condición de que sean tremendamente autoritarios y represivos.

La otra opción, que es la denominada vía pakistaní, no es más que la sustitución de la democracia real por una democracia formal tutelada militarmente y coronada por una corrupción generalizada en la que el dinero a espuertas impide el triunfo de movimientos regeneracionistas de carácter islámico a costa de que toda la casta dirigente se enriquezca descaradamente a costa del pueblo, con la venia del gendarme mundial, que ve con malos ojos los chanchullos de los políticos al mando, pero que considera que puestos a tener a un hijoputa al mando en estos países, mejor que sea nuestro hijoputa que no el de los otros. Sobre todo en el caso de Pakistán, potencia regional militar y con arsenal nuclear. Miedo da de sólo pensar qué sucedería si ese país cayera en manos de los islámicos radicales.

Sin embargo, la contención basada en regímenes fuertes pero corruptos no es sostenible a largo plazo. El islamismo radical ha demostrado con creces su capacidad de convicción entre los sectores más desfavorecidos de las sociedades musulmanas. Su mensaje regeneracionista cala con mucha más eficacia a largo plazo que los montones de dólares con los que Occidente apuntala a los dirigentes de Islamabad o Kabul, que cada vez aparecen como más distantes de su propio pueblo, y que además, deben doblegarse al poder de las mafias regionales o tribales dedicadas a diversos tráficos ilegales con los que los radicales financian, de forma muy efectiva, sus actividades antioccidentales.

Resulta evidente que la política actual de Estados Unidos y sus aliados sale carísima, tanto para mantener en el poder a políticos afines a los intereses occidentales como en crear cortafuegos eficaces alrededor de Al Qaeda y demás movimientos afines. La sangría para Occidente es doble: al coste desmesurado de mantener las estructuras políticas actuales hay que añadir el creciente coste en seguridad interna. Sin olvidar el gasto que las hedonistas sociedades europeas dedican al consumo de las drogas con que se trafica en todos estos países, y que en gran medida financian las estructuras paramilitares de muchos grupos islamistas.

A todo lo cual hay que añadir que la justificada paranoia que desencadenaron los atentados del 11 de septiembre y que condujeron a la creación del DHS (Department of Homeland Security) representan un sobrecoste brutal incluso para un país tan poderoso como USA, que para mantener el paraguas de protección antiterrorista presupuestó la asombrosa cantidad de 60 mil millones de dólares en el año 2013 y tiene algo así como doscientos cuarenta mil funcionarios en nómina, un verdadero ejército.

Así que, de momento, el triunfo es el de los fundamentalistas islámicos, que nos obligan a consumir recursos de una manera brutal detrayéndolos de programas sociales; es decir, a costa de un progresivo empobrecimiento y de peores prestaciones para las clases medias y bajas de Occidente. En términos de ganancias y pérdidas, el coste del terrorismo islámico es nimio comparado con el gasto económico y humano que representa para Occidente. Nos tienen cogidos por las pelotas económicas y ni siquiera tienen necesidad de atentar contra nosotros. Sólo la amenaza plausible (a coste prácticamente cero) ya es suficiente para obligarnos a estar en guardia permanente. Por el contrario, nuestro sistema de protección es carísimo, y está altamente condicionado por los límites que un país democrático ha de poner al gasto en defensa sin llegar a poner en peligro los mismos cimientos de la sociedad.

Como bien saben los islamistas, el reforzamiento progresivo de las medidas de seguridad conduce en último término a un estado policial de facto, como padecen los habitantes de casi todo el Oriente Medio, contra el cual es más fácil combatir, según la estrategia que han adoptado de forma sumamente efectiva tanto en Afganistán como en Irak. La retirada de las tropas estadounidenses en ambos países, tras asumir que una ocupación permanente sería contraria a los intereses aliados, tanto desde el punto de vista económico como desde la perspectiva neocolonialista con la que las fuerzas rebeldes podrían argumentar su lucha y reclutar cada vez más combatientes, es la demostración palpable de que en el mundo musulmán la democracia es tan frágil como inviable, y que eso es un caldo de cultivo permanente para la gestación de los futuros soldados de Alá. Las nuevas generaciones que seguirán inmolándose en nuestras calles.

El Vietnam del siglo XXI se llama Islamismo radical. La salida norteamericana por la puerta de atrás de Irak, donde en el primer cuatrimestre del año han fallecido cuatro mil personas de forma violenta, es la demostración de la ciénaga creada por la invasión y derrocamiento de Sadam. El nuevo Vietnam islámico es mucho más difuso y extenso, ideológicamente más potente y perdurable y cuesta mucho más dinero en términos reales que aquella guerra que concluyó en 1975 con una derrota estrepitosa. Y de seguir así las cosas, Occidente va a perder esta otra guerra de nuevo, porque los adversarios tienen mucha más convicción y disponen de todo el tiempo del mundo para concluir su misión. Y bastante menos que perder.

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