jueves, 24 de abril de 2014

Aguirre, la cólera taurina

Esperanza Aguirre sigue empeñada en ser nuestra particular enfant terrible neoliberal, para lo cual no duda en meter con calzador determinadas ideas muy traídas por los pelos. Recientemente ha atribuido a los toros el carácter de “fiesta española por antonomasia”, y no ha dudado un ápice en calificar a los antitaurinos como antiespañoles en su gran mayoría. Malandrines, los califica, tal vez después de haberse tomado unos finos de más y tener la lengua especialmente desatada. Para matizar afirma que hay personas de buena voluntad que son antitaurinas, pero que carecen de la talla intelectual de reconocidos opositores a “la fiesta nacional” del siglo pasado. Imposible un mayor cúmulo de barbaridades en menor espacio de tiempo. Claro que se trataba del pregón taurino de la feria de Abril y había que cargar las tintas en la acérrima defensa de una actividad que mayormente ignoran olímpicamente todos los nacidos en democracia y muchos de los que padecieron lo de antes de ella.

En definitiva, que los toros están de capa caída pese a los repetidos intentos de salvaguardar la fiesta, que se han quedado en una descafeinada protección que se limita a lo meramente ideológico pero sin contenido práctico ninguno. Y con la más que probable decisión de la UNESCO de no mojarse en este asunto declarando los toros como patrimonio inmaterial de la Humanidad, lo cual encendería los ánimos de medio globo terráqueo y abriría las puertas a la consideración de patrimonio de unas cuantas aberraciones “culturales” que se practican con animales vivos allende nuestras fronteras.

Ahora bien, de lo que se trata es de refutar a figura tan relevante de la política española metiendo el dedo en el ojo de la imprecisión de sus comentarios fuera de tono. En primer lugar, señora Aguirre, la talla intelectual no tiene nada que ver con la defensa de la tauromaquia, precisamente porque muchos de sus más encendidos forofos son unos ignorantes de tomo y lomo, y se aferran a conceptos que de tan trasnochados resultan ferozmente patéticos. Los toros –y eso se ha dicho ya desde múltiple púlpitos- pueden ser un espectáculo estéticamente apasionante, pero también lo debían ser las luchas de gladiadores y no por eso se las elevaría a la categoría de patrimonio inmaterial de la humanidad, ni siquiera a fiesta nacional de la península Itálica, si aún se siguieran practicando, por razones que todo el mundo comprende. Así que no es precisa mucha talla intelectual para ser un razonable detractor de la “fiesta”. Y me gustaría remarcar que el hecho de que a Hemingway le encantaran los toros no significa que ese señor fuera un pedazo de humanísima desgracia en muchos otros aspectos, por mucha envergadura intelectual que tuviera como escritor.

La sensibilidad respecto de los animales ha ido variando mucho a lo largo de estos últimos decenios. Puede estarse de acuerdo o no, pero lo cierto es que la mayoría de las legislaciones sancionan duramente el maltrato a los animales, sobre todo si implica derramamiento de sangre. Resulta un tanto mortificante aplaudir la vía punitiva para aquel que le da de correazos a su perro, o cose a perdigonazos al gato del barrio, o al que organiza peleas de gallos y, sin embargo, esperar protección para los toreros porque previamente a la liquidación del bicho –convenientemente banderilleado a modo de hemoglobínico aperitivo- lo han mareado con unas cuantas verónicas y pases de pecho estéticamente impecables sólo algunas veces. En fin, todo es opinable, pero me parece que el sentir mayoritario de las generaciones que nos sustituirán en el futuro es que es una vergüenza que a un toro se lo lleven a rastras de la plaza entre mares de sangre y mierda. Y me parece que si se quiere preservar la tauromaquia en los años venideros, habrá de ser a costa de eliminar el derramamiento de sangre de principio a fin.

Ahora bien, afirmar que ese espectáculo sangriento define “la esencia misma del ser español” ya es para arremangarse los puños y liarse a bofetadas, aunque sea con la señora Aguirre de por medio. Si de la violencia hecha arte hay que extraer alguna conclusión, no creo que sea muy buena idea proclamar a los cuatro vientos que la danza alrededor de un toro seguida de su peculiar escabechina sea una muestra fehaciente de lo que los españoles sienten como su manera de ser hoy en día y como su aspiración a definirse colectivamente. Dejemos eso para los bestias que se degollaron por última vez hace tres cuartos de siglo a lo largo de la geografía hispana.

Además, la señora Aguirre debería constatar que congraciarse con unos cuantos criadores terratenientes de reses bravas, y con ese especial círculo que vive del chollo taurino, no ajeno a cierto culto machista muy desfasado (tan desfasado como ir a misa con peineta, por un decir) resulta absolutamente impropio de un líder político europeo. Y tan propio del mismo estilo de mujer, españolísima por más señas, que el país debería desterrar si de verdad lo que pretenden nuestras autodenominadas huestes liberales es congraciarse con el resto del mundo civilizado y sentarse a su misma mesa en calidad de iguales.

Pero lo que resulta fascinante de la noticia es la desenvuelta equiparación de antitaurinismo y antiespañolidad que efectúa la insigne dama. En primer lugar porque la señora Aguirre consigue demostrar lo que todo el mundo sospecha de la mayoría de los políticos: que si pasaron de octavo de educación básica fue por puro accidente. El conjunto de los antitaurinos es bastante extenso y comprende gentes de toda procedencia e ideología. Dudo yo que ser militante del PP conlleve tener un abono en Las Ventas o la Maestranza, y eso que se presume que todos los peperos son españolísimos y olé. Hay mucha gente con un encedido sentimiento de españolidad que sin embargo también se declara antitaurina, sobre todo si tiene inclinaciones izquierdosas o ecologistas. Por cierto, la mayoría del colectivo femenino se declara antitaurino en la misma medida que defensor de los derechos de los animales, con independencia de su afinidad política.

Se equivoca la señora Aguirre con el señalamiento de los antiespañoles. Muchos antitaurinos están en contra de un concepto muy rancio de una España profunda e inamovible, y sólo en ese sentido son antiespañoles. Son aquellos que desde la época de Jovellanos luchan por un país ilustrado, avanzado y laico, algo que lamentablemente la fiesta de los toros no representa. Al contrario, la tauromaquia, su escenografía, su entorno y sus figurantes son fieles retratos de esa España triste, sucia y brutal de la que queremos irnos apartando la mayoría.

Pretender reducir la españolidad a la silueta del toro de Osborne, con los cojones bien silueteados y presto a furiosa embestida, aparte de ser un topicazo ridículo, es una imagen exasperante por marginal, grotesca, anacrónica y aberrante. Si esa es la España que quiere la señora Aguirre para sus hijos, puede quedársela, que muchos no la necesitamos. Y nos declaramos totalmente antiespañoles, si es que de eso se trata.

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