Lo que va a suceder las dos próximas semanas en
la liga de fútbol española da para muchas cábalas, pero
especialmente para una reflexión dedicada a todos aquellos que muchas veces
son incapaces de entender las razones de estado. Unas razones que, al
parecer, son perfectamente asumibles cuando se trata de fútbol. O de cualquier otra cosa por la que nos sintamos directamente afectados, por banal que resulte.
Estamos
asistiendo estos días a una tormenta de opiniones entre quienes apelan a
la ética deportiva y los que, por el contrario, argumentan que la razón
“política” está por encima de cualquier otra consideración. Lo que
causa cierta perplejidad es que muchos de quienes defienden la
llamémosla “razón de estado fubolística” son aquéllos que para todo
lo demás, especialmente en lo que se refiere a política
internacional, acusan gravemente a los aparatos de poder estatales –y
muy especialmente a los Estados Unidos y a sus servicios de inteligencia-
de operar bajo el escasamente ético principio de que todos los medios
son válidos en lo que a la seguridad nacional se refiere.
Viene
esto al caso de que a falta de dos partidos, y salvo que se repita
algún evento como el del último fin de semana, que puso de manifiesto
que los futbolistas no han oído siquiera hablar del célebre “cisne
negro” de Nassim Taleb (que no es otra cosa que hablar del poder
inconmensurable de los sucesos altamente improbables), el Futbol Club
Barcelona se va a erigir en árbitro del campeonato de liga 2013 – 2014. Y
tendrá que elegir entre la ética -luchar hasta el fin para ganar,
aunque sea a costa de darle la liga al Real Madrid- o actuar conforme a
la lógica política, que dicta que el Barça jamás debe regalarle una liga
al eterno rival, y más si eso implica que haría doblete este año.
Habrá
que blindarse bien los oídos porque estas semanas vamos a escuchar
imbecilidades sin cuento ni límite, donde por supuesto, los seguidores
madridistas apelarán (sin mucho convencimiento pero con mucha vehemencia) a la ética barcelonista para no dejarse ganar el
partido y los del Barça apelarán a la “realpolitik” para aducir todo lo
contrario. Y no les faltará razón a ninguno de los bandos. Por un lado,
las argumentaciones éticas no sirven de nada si, con la mano en el
corazón, los seguidores madridistas no son capaces de jurar que
en situación inversa exigirían la misma actitud a su equipo. Pero no es
el caso; la inmensa mayoría del madridismo preferiría morir antes que
entregarle una liga al Barcelona, valga la hipérbole.
Tampoco
es de recibo la contemporización de algunos barcelonistas que dicen guiar habitualmente su pensamiento según una ética estricta, pero que son conscientes de que el Real
Madrid, llegado el caso, se dejaría ganar para torpedear un campeonato
azulgrana, y que justamente por ese motivo dejan la ética bien aparcada a un lado y van a asegurar
el tiro según una anticipada ley del Talión. Pocos son los que desean con toda su alma que el Barcelona
pierda el último partido pero que lo pierda con sentido épico y
estético. Que sea un canto del cisne que entrega su vida por el fair play aún a riesgo de
salvar al eterno enemigo.
La
cuestión de fondo no es tanto el fútbol, que es pasatiempo cercano a la
futilidad, sino cómo enfocamos las cosas cuando nos afectan
emocionalmente. Es decir, en aquél terreno donde la moral y la virtud
dejan de tener importancia porque lo que nos jugamos es algo de mucho más
valor práctico y tangible. Y sobre todo porque dejamos de ser jueces de los demás para
convertirnos en parte activa de un dilema en el que las connotaciones van
mucho más allá de lo meramente opinable.
Como bien ha retratado la admirable serie Homeland,
la seguridad nacional y los servicios de inteligencia muchas veces
deben moverse en un juego de luces y sombras en el que pocos pueden
llegar a ver el panorama de fondo con detalle. En ese sentido, es muy
sencillo criticar sistemáticamente a los operativos de seguridad bajo el
pretexto de que su actuación es carente de ética respecto al
adversario. Y ciertamente, en muchas ocasiones lo es, pero debe ser
analizada a la luz del mal mayor que podría causar seguir unas
convenciones éticas y morales que el adversario no está dispuesto a
respetar.
Desde esa perspectiva, habría que darle peso a ese argumento inverso de que la
política es la continuación de la guerra por otros medios. Y como toda
guerra, las acciones en clave política deben responder a unos objetivos:
causar el máximo daño al adversario minimizando el propio. Y aquí las
consideraciones éticas deben imponer determinadas restricciones, pero
con un límite obvio: no perder las batallas decisivas.
Como
me dijo una vez una persona cercana a operaciones de inteligencia, resulta
muy fácil criticar las cosas que se hacen en las cloacas del estado
mientras que los ciudadanos están tan ricamente tumbados en las playas
tomando el sol o mientras van de compras por los bulevares, totalmente inconscientes
de la fragilidad de sus vidas, que están casi siempre en manos de un
puñado de soldados, vistan uniforme o no.
Uno,
que es pragmático por naturaleza y las ha visto ya de variada gama de
colores, es escéptico respecto a las arengas a la ética formuladas en
clave generalista y a distancia más que razonable de los hechos que
las motivan. En ese sentido, hasta el tradicional quijotismo español se
resquebraja y desmorona, porque aquello de la honra sin barcos años ha
que se fue al garete, junto con toda una legión de románticos que hoy
vemos como trasnochados. Y que en todo caso resultan los tontos útiles
de un patriotismo carente de toda ética, pardójicamente.
Por
este motivo está claro que, del mismo modo que la afición barcelonista
jamás perdonará a sus jugadores que le entreguen la liga al Real Madrid
(porque sólo hay una cosa peor que perder la liga, y es perderla para
que la gane el RM), hay que ser realistas y contemplar la política
exterior bajo el mismo prisma. Dejar de criticar a los aparatos estatales
por sus actuaciones en el exterior sin conocer las razones de fondo sería un buen paso. A fin de cuentas,
las sostiene la misma argumentación que impide a un ferviente
barcelonista pedirle a su equipo que gane el último partido de liga. El hecho de que en un caso haya vidas en juego y en el otro no es irrelevante. No hay un ética de primera clase y una que viaje en tercera.
Tal
vez ante nuestra incapacidad de ser perfectamente racionales y lógicos
todo el tiempo, y sobre todo ante nuestra impotencia para seguir los dictados
éticos fundamentales durante toda nuestra vida, sería razonable empezar
a aceptar que las cosas son siempre mucho más imperfectas de lo que nos
gustaría; que vivimos constantemente ante dilemas que nos obligan a
escoger entre lo ético y el beneficio práctico; y sobre todo, que es muy
fácil ser juez distante de las acciones de los demás, pero totalmente
imposible mantener la objetividad cuando somos parte afectada. Porque
cuando las cosas nos tocan de cerca, siempre solemos optar
por el beneficio práctico más allá de cualquier otra consideración. Si hay algo peor que el relativismo social es el relativismo moral, ese en el que caemos demasiado frecuentemente y que consiste en usar distitntas varas de medir según los hechos nos beneficien o perjudiquen.
Por eso harían bien muchos de esos pretendidos progresistas de salón que claman derechos a diestro y siniestro para
cualquier colectivo habido y por haber, que tengan presente que la
acción política es más el arte de lo socialmente posible que una lucha a
brazo partido por imponer una rigidez ética que es traje que sienta muy
bien a los demás, pero que nos revienta las costuras cuando lo vestimos
nosotros.
Por
eso es mejor dejarnos de zarandajas y admitir que el colectivo azulgrana
desea ante todo que el Barça pierda el último partido de la liga, si
con ello impide que los merengues la paseen por la Cibeles. Y que se
entere bien pronto el cuerpo técnico y la directiva, no sea que con
ello consigan divorciarse aún más de una masa social que se distancia
de sus dirigentes con extraordinaria facilidad cuando se siente frustrada. En los tiempos que corren, la ética es un arma para agredir al contrario con ella, no una herramienta para la perfección de nuestro espíritu. Lástima de realidad..
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