jueves, 17 de abril de 2014

La infelicidad al descubierto

Curioso artículo de Javier Callejo en el Huffington Post del pasado 9 de abril. Se titula “Una felicidad que intriga” y versa sobre la felicidad en España, en uno de esos estudios del CIS llamados eufemísticamente “barómetros de opinión” que se publican mensualmente y que en el pasado mes de marzo incluía una encuesta sobre el grado de felicidad vital que dicen sentir los españoles.

El articulista encuentra misteriosos algunos resultados de la encuesta y deja al parecer del lector la interpretación de los datos que ofrece, que sugieren que los jóvenes son más felices que los viejos, que los incultos y sin estudios son más felices que los cultos y con grado universitario, y que los extremistas socio-políticos lo son más que los moderados y centristas. A mí me sorprende que Callejo se sorprenda y lo encuentre misterioso.

Para cualquier biólogo evolucionista, la condición humana no es ni por asomo el símbolo de una perfección biológica, ni mucho menos la cúspide de la evolución de la vida en la Tierra. Es sólo una rama lateral de las muchas que han compuesto la vida a lo largo de miles de millones de años, y está por ver que su adaptabilidad sea tan buena como la de, por ejemplo, los tiburones, que llevan más de doscientos millones de años pululando por los mares sin prácticamente haber variado ni un ápice desde la época de los dinosaurios.

En ese sentido, la inteligencia que nos ha otorgado nuestro desarrollo cerebral y nuestro potentísimo neocórtex no tiene porqué suponer una ventaja evolutiva de carácter definitivo. Más bien al contrario, puede suponer una limitación muy grave, pues la aparición de la conciencia trae consigo inmediatamente la de la infelicidad. Para una persona tremendamente lúcida aceptar la vida tal como se puede resultar terriblemente insoportable. La lucidez es bastante más tóxica de lo que muchos están dispuestos a aceptar, si no se dispone de un antídoto eficaz contra sus efectos secundarios. Como decía Michi Panero, uno de los grandes poetas malditos de esta tierra : “lo que es un error es vivir, recién nacido deberías suicidarte…” frase que no necesariamente suscribo pero que nos pone en el punto de lo que explica ese barómetro del CIS que tanto intriga a Callejo.

La encuesta concluye que los jóvenes son más felices que los adultos y ancianos. Pues evidentemente sí, pese a todas esas poses existencialistas, de asqueo y de desapego mundano que exhiben durante su postadolescencia. La realidad es que ser joven implica carecer de experiencia vital, no ser consciente de las hostias que te va a dar la vida, no ver con excesiva preocupación el futuro; y en definitiva, tener la peligrosa convicción de que se es más fuerte que la vida. Sólo mucho más tarde la mayoría descubre que la vida es un juego en el que acabas perdiendo casi siempre, lo cual dificulta bastante el trayecto a la felicidad.

Por otra parte la cultura y el nivel de estudios también influyen en la percepción de la felicidad. A mayor cultura y nivel de formación, menor es la sensación de felicidad, lo que también parece resultarle sorprendente al autor del artículo. Otra consecuencia lógica de nuestra evolución cerebral y del desarrollo de nuestra conciencia. Ser inteligente es complicado; ser muy inteligente suele ser devastador por las implicaciones que tiene en cuanto a la agudeza en la percepción de los problemas sociales y personales que nos afectan. La inteligencia es una herramienta muy potente para iluminar los recovecos de la vida, y eso conduce indefectiblemente a analizar cuanto sucede alrededor con mayor perspicacia y profundidad. Si a una mayor inteligencia sumamos una educación superior, tenemos la conjunción perfecta para la infelicidad, derivada de una insatisfacción interna entre lo que “es” la vida y lo que debería ser.

Por eso ya decía Mastroianni que para ser feliz es mejor ser un poco tonto. Yo añadiría que cuanto más tonto, mejor lo tiene uno para ser feliz. Cuanto menor sea la capacidad de pensamiento crítico, cuanto más pobre sea nuestra captación del mundo que nos rodea y cuantas menos herramientas tengamos para efectuar análisis acertados de la realidad, más profundamente viviremos enterrados en un entorno de discapacidad cognitiva: el mundo real se nos aparecerá como tras un velo. No veremos todo el esplendor de su belleza, pero también nos ahorraremos el horror de su crueldad. Y eso nos permitirá ser más felices.

La gente más feliz que conozco es la más idiota. También es la más fácilmente manipulable, porque no sólo no quieren, sino que no pueden salir del engaño permanente en el que suelen vivir. Son cortos de vista mentales y eso los hace presa fácil de los políticos sin escrúpulos, que no tienen interés alguno en personas lúcidas y con ideas bien formadas. Algo que saben bien los ideólogos de la ultraderecha neoliberal, dicho sea de paso.

Pese a quien pese, las clases bajas son conjuntamente consideradas más felices que las acomodadas por los motivos que ya he expuesto y por algunos otros. La ventaja de no tener nada es que cuando se consigue algo se genera un subidón psicológico difícilmente superable. Cuando se es muy rico, conseguir cosas llega a no tener ni gracia ni mérito. Se vive en un gran confort, pero sin la sensación de conseguir algo realmente, sin sentirse recompensado. Cuando se vive abajo en la escala social, cada logro es una inyección de endorfinas, por pequeño que sea. Y eso provoca una felicidad física que luego se traduce en otra de carácter emocional con mucha más facilidad que la que se puede procurar una persona rica. A los pobres se les satisface enormemente con las migajas, lo cual es otra cosa que los políticos de baja estofa conocen perfectamente, esos que nos quitan diez un año y nos devuelven dos al siguiente año de elecciones y encima nos sentimos satisfechos de recuperar una ínfima parte de lo que nos han usurpado.

Tal vez la única sorpresa en ese barómetro de la felicidad sea la de que los extremistas son más felices que los moderados. Pero se trata de una sorpresa engañosa. Quienes se posicionan en un extremo del espectro –político, social, emocional, deportivo- suelen ser fervorosos seguidores de algo que constituye el centro de sus vidas. Son forofos -no necesariamente deportivos- de alguna creencia o idea, a la que siguen con devoción total y sumisión casi absoluta. Sus vidas tienen un eje, que consiste en engrandecer y glorificar la “Idea” a cuyo servicio se han puesto. Eso da sentido a su existencia, y posiblemente persiguen una gratificación futura que sienten como muy real y que les hace ser más felices que las personas moderadas, cuyas aspiraciones son más realistas y de corto alcance pero también más limitadas.

Es por eso que siempre se ha afirmado que los creyentes en cualquier religión son mucho más felices que los ateos. Es muy duro ser ateo en esta vida y vivir con la moderada convicción de que no hay nada más allá de lo que marca nuestro reloj corporal, que no hay recompensas futuras, y mucho menos presentes, por hacer lo que la doctrina nos exija. Un cristiano jodido puede ser un hombre feliz pensando que su reino no es de este mundo, y que se le devolverá felicidad con creces en una vida más allá de la muerte. Que todos los sufrimientos de ahora no son más que el preámbulo de la gozosa contemplación de dios en la vida eterna. Ese ha sido siempre el opio del pueblo, y como bien sabemos, los narcóticos inducen una gran placidez, resignación y felicidad. Pero casi ninguna lucidez.

En resumen Javier Callejo se sorprende de que lo que llamamos felicidad no sea más que el reflejo –en general- de esa falta de lucidez sobre la existencia a la que me refiero en estas líneas; de lo cruel e inhumano que suele ser el mero hecho de vivir para una inmensa mayoría, y sobre todo, de lo que significa llevar la carga de tener una inteligencia que permita vislumbrar tanto las sombras como las luces de la condición humana.

Porque una persona lúcida constatará en seguida que la sustancia de la vida está más hecha de oscuridad que de luz. Y hallar la felicidad en la penumbra es una hazaña reservada a pocos.

1 comentario:

  1. Un artículo muy veraz y muy inteligente. Bienvenido al club de la infelicidad.

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