martes, 21 de mayo de 2013

A vueltas con la Ley Wert


Pongamos las cosas claras: la Ley Wert es una patraña y una estupidez. Es una patraña porque lo que persigue esta enésima reforma educativa no es mejorar la educación en España, sino servir al ego del ministro de turno, ansioso por dejar su apellido a la posteridad. Que hablen de uno, aunque sea mal. Es también una estupidez porque cuando comience su despliegue en un par de años -si el Constitucional se da prisa-, será derogada porque no tendrá suficientes apoyos parlamentarios para salir adelante gane quien gane las próximas elecciones. En resumen, es un empecinamiento del ministro Wert, que se ahoga en su propia egolatría, y en aquello tan español de “sostenerla y no enmendarla”.

La educación es algo demasiado importante como para imponerla a golpe de ideología, por bienintencionada que sea ésta, que en este caso no lo es, pues como siempre, se apoya en el lobby educativo progubernamental, es decir, la Iglesia por una parte, y el centralismo lingüístico, por la otra.  Y sobre todo, porque se ha de ser muy ciego y muy estúpido como para no comprender que sin un consenso educativo, un país no tiene futuro. Y esta ley no tiene ningún consenso. Es una imposición del PP contra todos los demás.

Este país no necesita de ninguna ley para mejorar la calidad de la enseñanza, sino un cambio radical de los valores que giran en torno a la educación. Empezando por los propios políticos en ejercicio, y acabando por la totalidad de la ciudadanía. España siempre ha sido un país donde la docencia se ha relegado a las últimas filas del prestigio social y profesional, y así nos va. Renqueantes por culpa de una sociedad que nunca ha valorado las aulas para nada más que para acceder a titulaciones de cualquier modo. Pagando un alto precio por ello.

Entre el papanatismo progresista del coleguismo y la pseudopsicología barata carente de fundamento y sustancia, obsesionados por la democratización de la escuela y que precisamente por ello convirtió las aulas en  lugares ingobernables (obviando que una cosa son los valores democráticos, y otra muy distinta que la escuela se haya de regir por la democracia, del mismo modo que una empresa tampoco se rige democráticamente); y la cargante presión de los próceres del catolicismo escolar más rancio, que bajo el paraguas de una presunta educación de calidad no esconden más que un negocio sensacional amparado por los inmensos recursos de que dispone la Iglesia en este ámbito (y que lo único que fomenta es una tupida red de intereses que se plasman en abultadas agendas de futuros contactos), debería encontrarse el término medio en el que la educación fuera realmente de todos y para todos. Pero para ello sería preciso asumir una serie de principios que nada tienen que ver con poner todo el empeño en  la maquinaria legislativa.

En primer lugar, es absolutamente imprescindible devolver a la docencia su papel fundamental en la vertebración de una sociedad. La labor educativa tendría que ser  objeto del más alto respeto por todas las instancias sociales, y se debería considerar el magisterio como un capital fundamental  de cualquier sociedad. Demasiados años denostando al profesorado y sus funciones, menospreciando su labor y tratando a los profesionales docentes como parias de una sociedad hipermercantilizada. Aquello de que sólo se dedicaban a la docencia los que no podían dedicarse a otra cosa más lucrativa.

En segundo lugar, asumiendo que lo que ha sucedido en España en los últimos años ha sido una anomalía. No era de recibo que cualquier tarugo incapaz de escribir su nombre correctamente abandonara los estudios y encima se paseara ante sus excompañeros de colegio al volante de un deportivo de última generación, presumiendo de lo que ganaba en la obra. Ni que media España tuviera como objetivo ser una belenesteban cualquiera, capaz de ganar berreando una tarde en una tertulia televisiva lo que un licenciado universitario tardaba en ganar un año entero dando clases. Ni que un echaoplante de tres al cuarto y carente de escrúpulos se forrara construyendo adefesios urbanísticos a troche y moche. En este país el prestigio social lo ha alcanzado gente muy deleznable y desde luego muy inculta y carente de formación, pero eso debería ser la excepción. En cambio, aquí se convirtió en la regla, y peor aún, en el modelo a seguir por todos. ¿para qué estudiar, si se ganaba más pasta haciendo cualquier cosa para lo que único que se necesitaba era músculo, unas buenas tetas y/o “tenerlos bien puestos”?

En tercer lugar, la educación debe ser siempre, desde el principio, un modelo para gestionar la excelencia personal  y para incrementarla durante todo el período formativo. Para ello hace falta disciplina, exigencia, criba y cierto grado de competitividad. La educación obligatoria debe existir, pero ello no quiere decir que todos tengan que estar en el mismo capazo educativo. Lo que ha sucedido en los últimos años es que los alumnos con menos capacidad y ganas de estudiar han conseguido que se rebajara el nivel general de toda la educación obligatoria. La igualdad de oportunidades no quiere decir igualdad de niveles. Esa nivelación por abajo ha sido una de las fuentes del fracaso educativo español. Ante la imposibilidad de nivelar por arriba, se hubiera debido segregar mucho antes a los alumnos menos capacitados, y orientarlos - a lo sumo a los 14 años- hacia la formación profesional. Del mismo modo que no todos pueden estudiar ingeniería o medicina, tampoco todos los alumnos están capacitados para hacer los cuatro años de ESO, y esa es precisamente la causa del deterioro gravísimo que ha vivido este país en su enseñanza secundaria.

En cuarto lugar hay que devolver el protagonismo docente a los profesores en todos los niveles, desde la educación básica hasta la universitaria. Se les ha de otorgar la máxima autoridad dentro de las aulas. También fuera de ellas en todos los ámbitos relacionados con la docencia y la educación. Basta ya de politiqueos educativos; basta ya de socavar la autoridad del docente sobre sus alumnos; basta ya de directrices políticas a los centros educativos. Basta ya. La docencia necesita autonomía absoluta e independencia de criterio, siempre que ese criterio no socave los valores del estado de derecho. Y sobre todo, los docentes necesitan el respeto  y el apoyo de la ciudadanía. Durante demasiado tiempo los claustros de las escuelas han estado dominados por los designios de los padres y de los propios alumnos, que han convertido las aulas en un escenario para el acoso y derribo del profesor, de sus métodos y de su independencia educativa.

Todos estos puntos que he señalado no son legislables, o lo son en muy escasa medida. No requieren de grandes leyes orgánicas ni de medidas extraordinarias. Requieren sentido común y mucha pedagogía social. Exigen un cambio de mentalidad de nuestra sociedad respecto a las funciones de la docencia y la labor de los docentes. Y sobre todo requieren que todos los estamentos se abstengan de injerencias políticas e ideológicas en el marco general de la educación. En resumen, requieren un quehacer muy alejado del vedetismo de nuestro actual ministro de educación.

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