sábado, 4 de mayo de 2013

Legitimidad y violencia

En los últimos meses, políticos de media Europa, y especialmente los de los países del sur, manifiestan un incontestable nerviosismo ante las airadas manifestaciones de la ciudadanía contra los recortes sociales y las medidas de austeridad extrema que se aplican de forma indiscriminada para paliar, dicen, los efectos de la crisis. Sus argumentos son reiterativos, por cuanto que se despachan sistemáticamente contra "la calle" tildando a los ciudadanos desesperados de extremistas, violentos o filoterroristas. Pero no por reiterativos son más ciertos; aún al contrario, manifiestan una temible debilidad de pensamiento analítico y de la más mínima cultura política.

Los políticos en ejercicio tienen una incontestable tendencia, totalmente fraudulenta, a confundir legalidad con legitimidad. Y así oponen al grito de la calle el argumento de que ellos son los representantes legítimos de la soberanía popular. Como ya he señalado en alguna otra ocasión, los políticos son los representantes legales de la soberanía popular, y la legitimidad se la tienen que ganar día a día. Y es que la legalidad no es condición suficiente ni necesaria para la legitimidad del ejercicio del poder.

Que la legalidad no es condición suficiente lo pone de manifiesto la historia de Europa en el siglo XX. Todos los regímenes autoritarios que tiñeron de sangre el continente fueron muy cuidadosos al revestir de una considerable fortaleza jurídica su existencia. Así pues, la legalidad imperaba tanto en el Reich alemán, como en URSS estalinista, pasando por la franquista España. Sin embargo, ninguno de dichos regímenes fue legítimo, pues se fundamentaron en la rebelión, la conspiración o la manipulación de la maquinaria democrática para alcanzar sus objetivos al precio que fuere. Los líderes de los movimientos totalitarios se creían legitimados para hacer lo que hicieron, y por eso fueron tan puntillosos en dotarse de un cuerpo jurídico amplísimo que de algún modo adecentaba aquella falsa legitimidad.

Tampoco la legalidad es condición necesaria para la legitimidad, pues eso implicaría una relación de causa a efecto inversa, irreal. Primero existe la aspiración popular legítima, que al final se plasma en una legalidad que hemos dado en llamar estado de derecho. Pero no es el estado de derecho el precursor de la legitimidad, sino a la inversa: la legitimidad debe ser la causa primera de toda la producción legislativa, y de todo el buen gobierno que debe acompañarla. La legitimidad de la soberanía popular se traduce en un ordenamiento que incorpora de forma regulada, o sea legal, las aspiraciones del pueblo.

Nuestros políticos, por mera conveniencia, estupidez o ignorancia (o seguramente por una desdichada suma de las tres), creen que, amparados por la legalidad, resultan intocables, y que la presión popular no es legítima para obligarles a cambiar de rumbo. Que la legitimidad la ostentan ellos. Pero un somero análisis de la reciente historia europea pone las cosas en su lugar. Cuando un gobierno legalmente instaurado actúa contra su propio pueblo, y utiliza la maquinaria legislativa y ejecutiva en contra del dictado de las urnas, es decir, del voto favorable a determinado programa político, se está deslegitimando de forma flagrante. Un gobierno que amparándose en situaciones de emergencia instaura medidas que vulneran los derechos fundamentales y las libertades individuales y colectivas recogidas constitucionalmente es un gobierno golpista, de facto. Y está llevando a cabo lo que con escasa precisión política se cualifica de golpe de estado constitucional, lo cual resulta un contrasentido en sus propios términos.

Gobiernos que se han deslegitimado a lo largo de la historia reciente tenemos unos cuantos. La Francia de Vichy era un gobierno de origen democrático y plenamente legal, pero se había desligitimado por su colaboración con el nazismo. Casi nadie recuerda que, también en Francia, la cuarta república cedió el paso a la quinta del general de Gaulle tras lo que puede calificarse sin ambages de una insurrección militar que comenzó en Argel. Por cierto, lo que sucedió en Argelia durante los cuatro años siguientes fue un episodio de lo más vergonzoso para el país fundador de la democracia moderna. Y muy poco legítimo, además. Como tampoco fue nada legítimo, aunque totalmente legal, el abandono de la población saharaui a los designios del déspota Hassan de Marruecos por la España postcolonial.

Podríamos seguir con decenas de ejemplos de actuaciones de gobiernos democráticos que resultan muy poco legítimas. Muchas de ellas en el ámbito económico, como por ejemplo, conceder a China el trato de socio económico preferente que se le otorga en el mundo occidental, obviando los derechos laborales y sociales de sus ciudadanos, o más bien la ausencia de aquéllos. Lo que de rebote incide de forma muy notoria en la amplificación del desempleo en la Unión Europea. Hay cientos de ejemplos vergonzantes de esas actuaciones ilegítimas practicadas por gobiernos occidentales, pero la cuestión final reside en qué puede hacer la ciudadanía para impedir que sus gobiernos actúen de forma no legítima.

Como demostró la atrocidad de la guerra de Irak, la presión internacional pacífica, con manifestaciones masivas en todo el globo, no impidió una actuación totalmente ilegítima de los gobiernos occidentales, basada en la gran mentira de las inexistentes armas de destrucción masiva. Cierto es que la mayoría de los gobernantes en aquél triste episodio pagaron muy cara su ofensa a la legitimidad, y perdieron en las siguientes elecciones. Pero eso no creo que haya servido de mucho consuelo a los miles de soldados occidentales y las decenas de miles de iraquíes que murieron en vano para proteger mentiras e intereses espurios de un puñado de sinvergüenzas.

Que los mecanismos electorales sirven para corregir las actuaciones ilegítimas de los gobiernos es un hecho que no se puede negar. Sin embargo, cuando un mandato popular se extiende a lo largo de cuatro años y se desvirtúa desde el primer día, poniendo en peligro toda la construcción de una sociedad, cuatro años resultan una eternidad durante la cual nuestros gobernantes pueden causar un daño irreparable al estado de derecho y a la sociedad tal como la entendemos en el mundo occidental. Sobre todo si como sucede en España, existe una mayoría parlamentaria arrolladora, un verdadero rodillo que puede hacer tambalear los cimientos del estado de derecho a golpe de iniciativas legislativas.

Ser conscientes de la desesperación de la gente que clama en las calles implica aceptar que cada vez  hay más personas que tienen menos que perder con la radicalización de las posturas, hasta llegar a la violencia. Que la violencia no ejercida por el estado es ilegal lo sabemos todos. Que no sea legítima es harina de otro costal. Como saben bien en las zonas agrícolas del interior de Cataluña, cuando el Estado deja de cumplir sus obligaciones con la sociedad, existe una tendencia instintiva a la reorganización autosuficiente de la ciudadanía, que vuelve a alistarse en somatenes populares para vigilar las tierras de labranza y evitar los expolios que las bandas de delincuencia organizada cometen aquí y allá con total impunidad. Por toda respuesta tienen la réplica escandalizada pero impotente de los responsables políticos, que no saben más que repetir el mantra de que la seguridad ciudadana es cosa de la policía. Una policía ausente, claro está. 

Por otra parte, nuestra clase política haría bien en recordar que cuando los gobiernos pierden la legitimidad (y no es cosa que suceda de un día para otro), por mucho que conserven la legalidad en una mano y la fuerza policial en la otra, se exponen a cada vez más frecuentes brotes de violencia callejera, que a la postre no podrán reprimir eternamente, hasta que finalmente la revuelta cívica se extienda como una mancha de aceite por todo el territorio. Si todavía eso no está sucediendo es porque la mayoría de los ciudadanos tiene aún mucho que perder en una sublevación de estas características, pero no es menos cierto que cada vez más frecuentemente y con mayor intensidad, personas de las clases medias ilustradas hablan abiertamente de que ya sería hora de empuñar los kalashnikov, o de sacar la guillotina a pasear por la calle mayor.

Porque al final, la falta de legitimidad justifica el uso de la violencia, Así ha sido durante toda la historia humana, desde la rebelión de Espartaco hasta las intifadas palestinas. Y por mucho que hoy en día haya una temible legislación contra la apología de la violencia y uno pueda pasarse años en presidio por opinar públicamente al respecto, sigue siendo tan cierto ahora como hace dos milenios que la legitimidad muchas veces debe reconquistar el poder por la fuerza cuando la razón no resulta suficiente para vencer a una legalidad injusta y que no atiende al clamor popular.

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