Cierto es que los temas de
contratación administrativa interesan a muy poca gente, por lo especializados que resultan, pero ha llegado el momento de hacerlo por lo que tienen de
significativo, de síntoma de lo que está ocurriendo en este triste país. Y de
lo que está, no por venir, sino viniendo directo a la línea de flotación de la economía nacional.
La contratación de obras,
servicios y suministros de las administraciones públicas está profusamente
regulada legal y reglamentariamente. Los controles previos, al menos en la
Administración del Estado, son exhaustivos y se encaminan a garantizar la
participación abierta de todos los interesados, la seguridad jurídica del
procedimiento y la adjudicación al mejor cualificado de los licitadores.
Hasta ahí, bien. Sin embargo, la
cruda realidad es que la directriz fundamental en este momento de crisis
terminal es la de que “la mejor cualificación” se refiere casi
exclusivamente al mejor precio, dejando de lado otras cuestiones relativas a la calidad del
servicio prestado, por más que desde todos los ministerios se prescribe que los
contratos que se suscriban deben garantizar el correcto funcionamiento de los
servicios públicos.
La desesperante situación
financiera de numerosas empresas de pequeña y mediana dimensión las obliga a tirarse
cuesta abajo en cuantos concursos administrativos se les presenten por delante.
Ante la falta de una cualificación real y objetiva para las funciones que deben
desempeñar, optan por mejorar las ofertas económicas de forma brutal,
incidiendo en bajas sobre el presupuesto
máximo que se pueden calificar sistemáticamente de temerarias. Lo
importante no es el equilibrio entre costes e ingresos, sino conseguir a toda
costa un contrato que garantice la entrada de dinero contante y sonante de
forma regular durante los próximos meses y años.
Eso conduce, con el beneplácito
de los poderes públicos, a la firma de contratos muy por debajo de precio
razonable, donde la reducción de precios no sólo va a afectar directamente a
los salarios y beneficios empresariales, sino a la calidad misma de la obra o
servicio que se pretende prestar. Si se adjudica un contrato público con una
baja del 35 o el 40 por ciento del presupuesto autorizado, todo indica que algo
va mal, sobre todo porque los presupuestos están bloqueados desde
hace cosa de cinco años, y no han sufrido incremento alguno desde el inicio de la
crisis.
Así pues, ya se viene observando
una degradación continuada de la calidad de los servicios prestados a la
Administración por empresas privadas, que han entrado en una espiral de precios
decrecientes que no se ajusta en absoluto a los costes reales de los servicios.
Esta práctica de “dumping” empresarial, que sólo pueden asumir grandes empresas
con una considerable diversificación de riesgos (pero que curiosamente no
suelen entrar en estas dinámicas, seguramente porque no las precisan), está
siendo asumida por empresas de dimensión mucho menor, que no pueden permitirse
semejantes aventuras, con la pasividad cómplice de la Administración que ve así
cuadrar sus números a costa de la calidad, que en estos momentos está bajo
mínimos en muchos aspectos.
En realidad, la prioridad cuando
se efectúa una contratación se fundamenta en un análisis de coste/calidad que
en el caso de los particulares es en
muchas ocasiones intuitivo pero bastante acertado; y en el caso de las empresas resulta bastante
más estructurado conforme a una serie de variables fácilmente controlables. Sin
embargo, no es eso lo que está haciendo la administración pública, que fija
unos requisitos de cumplimiento de las obras y servicios prestados y asume que
las empresas que optan están cualificadas para cumplir con dichos requisitos.
Cierto es que se exige mucha documentación acreditativa de la capacidad técnica
y financiera, pero eso no significa que a la hora de la verdad una empresa
pueda prestar adecuadamente el servicio acordado si previamente ha reventado el
precio hasta el punto de que el cumplimiento cabal del contrato le represente
severas pérdidas. Como además el ciclo
de contratación administrativa suele ser anual o a lo sumo, bianual, la espiral de bajada de precios es palpable
año tras año, así como el deterioro de la calidad. El único mecanismo corrector
posible es la penalización o incluso la cancelación punitiva del contrato, lo
cual pude resultar peor remedio que la enfermedad, puesto que los plazos para
reconvocar un nuevo concurso suelen ser largos, lo que se traduce –como ya está
sucediendo- en interrupciones temporales de servicios necesarios para el
desarrollo normal de las tareas administrativas.
Así pues, todo esto se resume en
que con el sistema actual de contratación administrativa, cada vez se reduce
más la calidad de las obras, servicios y suministros, así como los salarios de
los trabajadores implicados en éste corrosivo asunto. De nuevo asistimos a una
más que evidente “sinificación” de la economía española, a la que ya aludí en
una entrada anterior en este mismo blog. Es decir, producto barato, de baja
calidad y con muy poco valor añadido.
La traslación de estas prácticas
tan poco alentadoras al sector privado puede ser el definitivo y demoledor
golpe a la economía española, que ya podría irse despidiendo, por los siglos de
los siglos, de acercarse al pelotón de cabeza de las potencias mundiales. No es
así como se sale de la crisis, sino incidiendo más en la calidad que, por
supuesto, tiene un precio.
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