domingo, 17 de marzo de 2013

Madre

Mother, you had me, but I never had you. Así comienza la desgarradora canción de Lennon  en recuerdo de su madre (y su padre), perdidos en la infancia. Yo he tenido la infinita suerte de que mi madre no sólo me tuviera, sino que además la he tenido todos estos años a mi lado, siempre, sin sentirme abandonado ni un solo minuto.

Y debo decir que en los momentos más duros de mi vida, de los que ha habido unos cuantos; en esos momentos en los que uno, pese a ser todo un adulto supuestamente maduro, se siente atrozmente solo e impotente ante las circunstancias; la presencia de mi madre y sus palabras de aliento me han permitido recobrarme y seguir adelante.

Porque si algo hay que mencionar de mi madre es su fortaleza, su presencia de ánimo, su capacidad de lucha, su fe combativa. Y lo contagiosas que eran esas virtudes. Eso la convirtió, desde el principio, en el puntal de la familia, el soporte sobre el que pivotaban nuestras vidas, la dispensadora infatigable de energía cuando los demás flaqueábamos. Efectivamente, ha sido una mujer enérgica, de carácter y convicciones, pero todo ello matizado por un inagotable amor a los suyos. 

Mi madre nos ha amado con una intensidad que no ha conocido desfallecimiento a lo largo de los años. No ha sido un amor acaramelado ni dulzón. Carantoñas, las justas. Ha sido un amor exigente, a veces dolorosamente exigente, primero con ella misma, después con nosotros. Nos inculcó desde bien jóvenes dos cosas que nunca le agradeceré lo suficiente: el valor de la autodisciplina, y el del sacrificio. Y ella siempre ha sido la primera en aplicárselo, porque siempre ha detestado los fariseismos.

Pero lo estricto de su carácter siempre lo ha combinado con un espíritu juvenil y un temperamento jovial. Recuerdo cuando siendo adolescente, paseando junto a ella, a veces nos tomaban -medio en broma, medio en serio- por hermanos, de tan juvenil y dinámica que era su apariencia. Ese espíritu le ha permitido afrontar momentos muy difíciles, como los de casi todas las familias, sin caer nunca en el victimismo ni en la autocompasión. Al contrario, con su callada abnegación y su tremenda voluntad, siempre nos sacó adelante a todos, incluso a costa de su salud, todo hay que decirlo.

Ciertamente, gran parte de su fuerza la ha obtenido de su inquebrantable fe cristiana. Una fe bastante revolucionaria y siempre adelantada a su época. Tan adelantada que de joven no ocultaba que le hubiera gustado ser monja, pero sin renunciar a la maternidad. Una cristiana por el socialismo, una militante de base, una luchadora por una sociedad más justa, al margen de los dogmas y las jerarquías eclesiásticas. Una mujer cristiana hasta la médula en el sentido más elogioso de la palabra.

Renunció a todo por su familia y se entregó a ella con una dedicación total y absoluta. Hoy en día tal vez no lo hubiera hecho igual; son otros tiempos y una mujer de su valía hubiera podido seguir con su carrera profesional sin ningún género de dudas, pero yo nunca podré agradecerle lo suficiente haberla tenido siempre a mi lado. Desde los muchos juegos compartidos de mi infancia, hasta el consuelo en mis crisis personales más adultas, pasando por todas las etapas intermedias. Sin mi madre, mi infancia hubiera sido el páramo oscuro de un niño no especialmente valiente. Mi madre aportó un punto de sosiego esencial a mi adolescencia, siempre algo turbia, como todas la adolescencias. Mi madre me forjó emocionalmente y me preparó para la vida de adulto en un mundo que siempre consideré un tanto amenazador. Es muy difícil dar un verdadero significado a la palabra "siempre", hasta que uno constata que durante más de medio siglo ha tenido a alguien a quien recurrir, un hombro en el que apoyarse, una mano a la que asirse. Y sobre todo, que durante todos estos años, incluso en momentos de ciertas diferencias, siempre hemos mantenido una comunicación abierta, fluida y sincera. Pese a las discusiones y las diferencias, que también las ha habido, por supuesto.

Y también ha sido la primera con quien compartir las alegrías, a quien se le iluminaba el rostro cuando nos veía felices y que sentía nuestra felicidad como suya propia. Ella sí que ha amado al prójimo como a si misma, siempre y en todo lugar. Mi madre desterró el egoísmo de su vida, y la convirtió en un apostolado, en una entrega absoluta a los demás, conforme a sus creencias y convicciones, que siempre han sido firmes y coherentes. Algo que me resulta admirable en estos tiempos tan volubles y relativistas.

De mi madre aprendí la importancia de ser valiente, de dar la cara, de proclamar la verdad, de arrostrar las consecuencias de mis actos. De ella también aprendí la importancia de la honestidad como un valor fundamental, ante los demás y ante uno mismo. Y de mi madre aprendí a disfrutar de las cosas pequeñas, de que la sencillez es una puerta a la felicidad. Y que el esfuerzo y el sacrificio siempre fructifican y dan muchas más satisfacciones que las cosas ganadas fácilmente.

Pero la más trascendente de las aportaciones de mi madre, y que modeló mi concepto de la paternidad, es la de que los hijos no basta con tenerlos: hay que desearlos intensamente, hay que quererlos más que a uno mismo, y no sólo cuando son niños. El sentido auténtico de fundar una familia no consiste en perpetuarnos generación tras generación, sino transmitir amor y valores elevados. Y ella lo ha hecho de forma constante y admirable.

Dicen que mi madre y yo nos parecemos. Me gustaría, pero no es cierto: con ella rompieron el molde. Lo único que puedo hacer es imitarla, a veces burdamente, a veces con mejor fortuna. Ni soy tan honesto, ni tan recto, ni tan valiente, ni tan luchador, ni tan altruista como ella. Por eso, cuando ella me falte, seguiré aferrado a su recuerdo, a su mensaje, a su manera de vivir la vida.  Tratando de seguir sus pasos, y de dar gracias a la vida por haberla tenido.

Mother, I always had you.

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