sábado, 19 de enero de 2013

Mexpaña

La confesión de dopaje de Lance Armstrong en el programa de Oprah ha sido reveladora, no tanto por el contenido, que ya todos conocíamos de antemano, sino por el trasfondo que denota. Las palabras de Armstrong me vienen como anillo al dedo para enlazar una analogía respecto a lo que está sucediendo en España, sumida en una ola de escándalos de corrupción político-bancaria-inmobiliaria que no parece tener fin.

El momento álgido de la entrevista al señor Armstrong se produjo, a mi modo de ver, cuando confesó abiertamente que no había tenido la sensación de estar haciendo trampas, porque todo el mundo lo hacía, y además lo hacía de forma continuada a lo largo de muchos años. Así pues, en el entorno de los ciclistas profesionales se había desvanecido todo compromiso moral con el fair play y nadie se cuestionaba la licitud, siquiera ética, de las prácticas dopantes, por más que fueran manifiestamente ilegales.

Es decir, el señor Armstrong y secuaces habían llegado al punto en el que estaban convencidos de que la prohibición de doparse era más bien un estorbo que debía sortearse como fuera preciso, y que existía una especie de consenso en la profesión:  aunque ciertamente existía un veto legal al uso de sustancias prohibidas, todos los equipos estaban obligados a sortearlo con mayor o menor fortuna. En resumen, despojaron a la prohibición de su contenido último, de la causa primera de su existencia, para enfrentarse a ella como a un mero escollo arbitrariamente puesto en su camino. Algo así como un reto añadido a las dificultades del ciclismo.

En la política española de los últimos años ha sucedido, me temo, algo muy similar. No se trata ya de que los corruptos actuaran con impunidad, porque la impunidad requiere la convicción de estar haciendo algo deshonesto o moralmente reprobable. Igual que los ciclistas, la clase política en general suponía que corruptos eran otros, pero no ellos. Los políticos españoles, de cualquier formación e ideología, tejieron un entramado psicológico por el que se autoconvecieron de que no hacían nada malo, pues todo el universo conocido hacía lo mismo. En los ayuntamientos, cabildos, diputaciones, gobiernos regionales y partidos políticos de todo pelaje cundía la sensación de no estar haciendo nada incorrecto; a fin de cuentas también procuraban riqueza a empresarios, y jornales a trabajadores, y subsidios a desempleados y etcétera, etcétera.

Sin parangón alguno en la historia de España, incluida la etapa franquista, nuestros representantes democráticamente elegidos se amparaban en las mismas palabras y en la misma convicción de Armstrong para hacer y deshacer turbios negocios sin preocuparse lo más mínimo. Esa es la verdad de lo sucedido en este país en los últimos diez o doce años. Y esa convicción de que las leyes están como meros obstáculos que deben sortearse, que están ahí sólo para cubrir unas apariencias pero que no sirven de nada, es la que ha ido calando en nuestra clase política y en buena parte de la clase empresarial y financiera española.

Buenos amigos residentes en México ya me avisaban de lo que acabaría sucediendo en España. Me decían que en un país no hay corrupción cuando todo el mundo, desde los escalones más bajos hasta las más altas magistraturas, se prestan a ella. Es un mundo que discurre paralelo al mundo oficial, pero en el que nadie tiene conciencia de estar cometiendo un delito, porque toda la sociedad vive inmersa en el delito. Con toda crudeza me decían: "cuando todo huele siempre a mierda, dejas de oler la mierda". Así pues, la corrupción en México sólo existe como arma arrojadiza en los titulares de la prensa y en determinados lances entre fuerzas opositoras, pero a los comunes mortales les parece que todo es de lo más normal y corriente, sobre todo porque allí llevan más de medio siglo inmersos en ella.

En España todavía estamos a tiempo. La gente todavía se horroriza con las revelaciones de los últimos meses, lo cual quiere decir que el cuerpo social todavía es relativamente sano. Pero la cosa no puede concluir ahí. Hay que forzar a la clase política a autodepurarse de verdad, a apartarse de esa filosofía del todo vale por el bien del partido y de la patria, arramblando de paso con unos cuantos millones para uso personal por si las cosas se ponen feas. Hay que acabar no ya con la impunidad, sino con la mentalidad Armstrong nos cueste lo que nos cueste, porque el futuro moral de la sociedad española depende de ello. 

No se trata de promulgar más leyes, ni de endurecer las penas, que también, sino de cambiar la mentalidad que permite a arribistas deshonestos auparse en la cúspide de formaciones políticas y financieras. Fallan los filtros, las percepciones, la educación moral de un país que ha ido perdiendo los valores. Y los valores no se imponen a golpe de ley. Los valores se imponen convenciendo a todo el paisanaje de que de seguir así acabaremos viviendo en un país atroz que podríamos denominar Mexpaña.

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