sábado, 26 de enero de 2013

Credibilidad

Cuando comencé este blog lo titulé "Todo es mentira" por un buen motivo, que no reside en que en realidad todo cuanto nos dicen sea mentira, sino en que el escepticismo es la mejor herramienta con la que cuenta la mente humana para enfrentarse a quienes pretenden presentarnos como hechos incontrovertibles lo que en realidad no son más que intereses y convicciones particulares elevadas al altar de lo indiscutible por real decreto. 

En el ámbito político el dogmatismo plagado de errores más o menos bienintencionados de los que hemos sido testimonios en los últimos años, ha hecho florecer una clase de escepticismo que no ha hecho más que reforzarse continuamente, hasta el punto de que el propio Obama ha reconocido que el estatus político actual no puede cambiarse desde dentro del propio sistema político, sino que debe ser forzado desde la sociedad, en un claro reconocimiento de impotencia y de que la credibilidad de nuestros líderes políticos está más deslustrada que nunca, debido a la opacidad de sus intereses, excesivamente confrontados con los de la ciudadanía.

No se trata sólo de la extensa mancha de corrupción que afecta a la vida pública española, que a mi personalmente no me ha sorprendido lo más mínimo. Como veterano empleado público, llevo demasiados años de oficio como para sorprenderme de nada, y llevo a cuestas una pesada mochila de obediencia a instrucciones que no tenían ni pies ni cabeza desde una perspectiva de racionalidad en la gestión. Ante nuestros atónitos ojos de técnicos de la Administración han desfilado despropósitos en número nada desdeñable que el gobierno de turno ha colado con unas justificaciones más bien turbias, cuando no totalmente opacas, durante lustros. 

Que el interés político podía pasarse por el forro el principio de legalidad es algo que todos cuantos estamos en el servicio público hemos podido testimoniar, sobre todo quienes trabajamos en áreas económicas y además tenemos la suerte de estar "en provincias", lo cual no deja de ser un modo muy saludable de tener perspectiva sobre las decisiones que se adoptan en la centralidad política y administrativa del país. Por decoro me abstendré de repetir los epítetos que mis superiores suelen dedicar a los cargos políticos con mando en la villa y corte, pero cualquier lector los puede imaginar.

El uso torticero de la legislación, el asirse a interpretaciones más que sesgadas de las disposiciones para favorecer determinados intereses, o directamente legislar para cargarse no sólo derechos adquiridos, sino algo tan consagrado como el principio de "pacta sunt servanda" (lo pactado obliga) es algo muy habitual en el plano político, y sólo recientemente, cuando las cosas en este país han empezado a ir muy mal, la gente común ha empezado a interesarse por ellas, sobre todo a raíz de la explosión de las redes sociales y de la enorme difusión que alcanza casi cualquier información en un tiempo brevísimo. Pero todo esto ya viene de lejos, de muy lejos. De cuando el poder político allá a finales de los ochenta, decidió que las leyes, reglamentos, órdenes ministeriales, pactos, convenios y cualesquiera otras normas y disposiciones se podían vulnerar impunemente apelando a la fuerza mayor o a un presunto interés general.

Los funcionarios fueron los primeros, ya en 1988, que percibieron que la legalidad en la democracia podía ser de menor valor incluso que en el tardofranquismo. La primera congelación salarial se hizo por narices, sin ningún tipo de negociación. y a esa han seguido unas cuantas más, de dudoso encaje constitucional. Hoy en día, los profesionales del sector público saben perfectamente que cualquier norma que les proteja puede ser vulnerada como si estuviéramos en guerra y se hubiera declarado el estado de excepción. Sólo que vivimos en la excepcionalidad permanente. Los gobiernos han descubierto que pueden hacer lo que les plazca con un colectivo al que de hecho, han negado el poder de negociación ahora ya de manera definitiva, pero con unas raíces despóticas que se remontan a 25 años atrás.

El resto de la población clama ahora indignada por el recorte de derechos esenciales, sin percatarse que eso ya se venía haciendo con todos los empleados públicos desde hace muchos años, y que los mismos que ahora claman en las calles contra las políticas del gobierno, aplaudían entonces las tarascadas gubernamentales contra los funcionarios, sin percibir que ese era el campo de entrenamiento de una ofensiva general que vendría unos años más tarde contra toda la ciudadanía, sin distinción alguna.

El problema de legislar contra los derechos de los ciudadanos está en que genera un clima de muy poca confianza en los gobernantes, por mucho que  se desgañiten diciendo que es el único camino posible, que no hay otra alternativa, y que esta política dará sus frutos en breve. En Japón llevan veinte años así, y lo último que hemos visto es que en el colmo de la desfachatez, el ministro de finanzas nipón ya pide descaradamente a los ancianos que se mueran y que no sean una carga para las arcas del país. ¿También es ése el futuro que nos depararán nuestros gobernantes?

Así que, en definitiva, peor problema que la corrupción es el de la credibilidad de los políticos. Como esas lágrimas que querían asomar en los ojitos de Soraya cuando hablaba de los desahucios y que generaron un extenso efecto rebote en las redes sociales, hartas ya de declaraciones de solidaridad lacrimógena de los nerones de turno que incendian nuestras vidas sin compasión ninguna. Sin compasión y sin intención tampoco de hacer nada auténticamente regenerador para este país.

Ya nadie les cree. Peor aún, en cuanto abren la boca, la opinión mayoritaria es de que sus palabras dicen justo lo contrario de lo que serán sus acciones. De que estamos volviendo a los tiempos de un paternalismo fariseo y bastante obsceno, en el que los adalides de la moral política la retuercen según sus necesidades como si fuera un bloque de plastelina. De que, en resumen, todo es mentira. 

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