sábado, 12 de enero de 2013

Insania

El conflicto sanitario que remueve España en los últimos meses parece haberse salido de los cauces de la objetividad para adentrarse en el pantanoso terreno de la irracionalidad más alucinante. Los profesionales sanitarios, los políticos y los usuarios de la sanidad pública han entablado una sorda batalla en la que el interés común ha quedado completamente desterrado del terreno de juego. Y resulta realmente vergonzoso ver que, como siempre, los intereses en juego tensan el marco social y político de unas prestaciones que deberían ser objeto de amplio consenso.

Para quien no es usuario de la sanidad pública, pero que conoce bastante bien el ecosistema sanitario español, como es mi caso, resulta aparatosamente nítido que los tres grupos en conflicto son culpables. El gobierno, por su actitud incoherente ante temas como el copago. Los profesionales sanitarios, por su resistencia a una racionalización de la gestión sin la cual la perspectiva evidente era la del colapso. Los usuarios, por haber convertido el uso de la sanidad en abuso personal y familiar. Vayamos por partes.

El gobierno de la nación está optando por un modelo de privatización de la sanidad muy en línea con el estilo más puramente neocon, en el ¿convencimiento? de que la gestión privada es mejor que la pública. Nada más lejos de la realidad, porque lo único que demuestra ese afán privatizador es la incapacidad para reconducir actitudes de los profesionales de la sanidad claramente perjudiciales para un sistema que no da más de sí. La privatización es la vía fácil, el atajo para recuperar unos índices de productividad y de coste de los servicios más próximos a la eficiencia del sector privado. Además, la privatización de la sanidad conduce inexorablemente a conflictos de intereses del propio estamento político, que se ve involucrado directamente por las  fabulosas cantidades de dinero que se mueven en este asunto, y que salpican y salpicarán a muchos políticos, como hemos visto con el exconsejero de sanidad de la Comunidad de Madrid, que ha fichado, escandalosamente, por uno de las empresas que se ha hecho con la gestión de los análisis clínicos de la villa y corte, que él mismo privatizó hace escasos años. Por muy legal que resulte, esa ufana exhibición atufa a podrido.

Por otra parte, el gobierno ataca iniciativas racionalizadoras como el copago sanitario, que se han implantado en Catalunya y en Madrid, aduciendo inconstitucionalidad. Sin embargo, es perfectamente consciente de que el copago sanitario rige en muchos países europeos mucho más ricos que España, y que desde su implantación en Cataluña  ha reducido notablemente el número de consultas médicas públicas y está ahorrando mucho tiempo de espera y dinero de los contribuyentes en visitas inútiles a médicos generalistas y especialistas.

Por su parte, los profesionales sanitarios han entrado en una dinámica histérica frente a cualquier intento de racionalizar la gestión, tanto por la vía de la productividad como por la de las retribuciones. El estamento sanitario público ha gozado de privilegios corporativos tremendamente descarados durante muchos años, y sus salarios están muy por encima de los que perciben los trabajadores del sector privado. En cambio, su jornada de trabajo y su productividad es muy inferior a la privada. Me consta que en determinados hospitales públicos muchos puestos de trabajo están triplicados para cubrir los horarios habitualmente cortos y las ausencias habitualmente frecuentes de los puestos de trabajo. Y eso no hay sistema, público o privado, que lo resista. El estamento sanitario es el más privilegiado de todo el sector público, con la ventaja añadida de que las incompatibilidades no les afectan en absoluto, lo cual permite a muchos de los profesionales compatibilizar ventajosamente su salario público con el ejercicio privado de la profesión, cosa que al resto del funcionariado no le está permitida por lo general.

Por último, los usuarios de la sanidad pública han llegado al límite de lo que es un ejercicio irresponsable de un derecho constitucional. Los abusos del sistema no son la excepción, sino la regla, e incluso se hace jolgorio de la picaresca aquella mediante con la que se se conseguían medicinas low cost para  la familia y amistades con la cartilla del abuelo. No contentos con ello, los ambulatorios se han convertido en sedes de quienes no tienen otra cosa que hacer que pasar el tiempo en la consulta del médico, transformada en una especie de club social adonde van a pasar las mañanas y las tardes personas cuyas dolencias son tan habituales y leves que no merecen siquiera la calificación de enfermedades. Por si fuera poco, diversos grupos de presión han conseguido en los últimos años que el sistema sanitario público se haga cargo de tratamientos carísimos para colectivos muy minoritarios y cuyo coste a cargo de los presupuestos del estado no ha estado nunca justificado, por no tratarse de riesgos para la vida. Eso sin tener en cuenta al colectivo de inmigrantes, que se han apuntado al carro del expolio, para lo cual no han dudado en traer al abuelito de Lima para que le hicieran una dentadura nueva a costa del erario español (actitud que no censuro y encuentro muy razonable si el sistema, tan de ricachones, lo permite). El problema es que habíamos llegado a un punto en el que los usuarios de la sanidad pública tenían un mejor trato que los de los seguros médicos privados, pagando muchísimo menos, pero con un costo irracionalmente más elevado que sosteníamos entre todos los contribuyentes.

En resumen, muy mal por parte de todos los implicados: políticos, profesionales y usuarios. Muy mal por su egoísmo, muy mal por no autolimitarse; muy mal por convertir la sanidad en una explotación salvaje de unos recursos limitados; muy mal por no reconocer errores de todas las partes; muy mal por encerrarse en un corporativismo cerrado; muy mal por excluir la racionalidad del debate sanitario. En definitiva, muy mal por convertir, entre todos, la sanidad en una insania.

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